sábado, 10 de marzo de 2018

CAPITULO 16- SIEMPRE HAY UN POBRE QUE SE VENDE.

16- SIEMPRE HAY UN POBRE QUE SE VENDE.










            "Cuando llegue al puerto esconderé las dos champas y me iré corriendo por la trocha. Cuando llegue a la Ciénaga, el niño me estará esperando". O se quedará escondido o nadará hasta la isla si el niño no le espera. Allí, en la selva de tierras altas, hay mucho donde esconderse; y si un blanco se interna por la selva en su busca, morirá, porque en la maraña de la selva no hay animal más torpe, más estúpido y ruidoso que el hombre blanco.
 
            Pero el niño ya lo espera. Con el primer resplandor del amanecer mira hacia el lugar donde el padre debe aparecer, y no lo ve.
            "Hoy no ha venido, mañana vendrá". Y se vuelve a dormir con un sueño inquieto, con la esperanza y el temor de que el padre vuelva.

            Ya los blancos vienen por el caño. En las aguas profundas y limpias de vegetación el bote avanza rápido. El negro comprende que no le dará tiempo a esconder las champas; las dejará ir en la corriente del remolino para que no las vean, para que no descubran la trocha, la casa en la isla. Rema con todas sus fuerzas, botando espuma a los lados de la champa; dos golpes de canalete a un lado, pasa el remo sobre su cabeza, dos golpes de canalete al otro lado, y la champa avanza recta, veloz.

            Al fondo los blancos gritan:      
            - ¡Allí está!
            - ¡Ya lo tenemos! Aquí ya no se nos escapa.
            Suenan disparos.     
            - No lo matéis. Lo quiero vivo.     
            - Nos va a pedir a gritos que lo matemos.

            El negro siente miedo; los blancos están demasiado cerca. Mira hacia atrás para medir las distancias, y están tan cerca que ya se ven sus caras llenas de odio. Y entre las caras blancas, una negra.

            ¡Un negro! ¡Un negro entre los asesinos blancos! Un negro de las orillas del Atrato, tal vez de su mismo pueblo. Siente otra vez un cansancio infinito, una suma impotencia. Esa era su sospecha, la que no quiso creer pese a todas las evidencias. Por ese negro los blancos se volvieron a buscarle aguas arriba en el gran río, por él supieron el camino que tenían que tomar, por él lo esperaron en los pasos claves, por él no se perdieron en el laberinto de las ciénagas. No odia a los blancos que le persiguen; los blancos matan a los negros, porque para eso los hizo Dios; pero ese negro que asesina a los de su propia raza, que vende su pueblo al enemigo, por él siente un odio, una rabia infinita. Se dejaría morir con tal de matarlo.
            "Por eso nunca derrotaremos a los blancos. Siempre hay un pobre que se pasa a su lado para matar a otros pobres. Los pobres del mundo nos matamos entre nosotros, y ellos se sientan y ríen".

            Ya se siente la corriente tenue que anuncia el zarpazo del remolino, y el negro rema con todas sus fuerzas; dos golpes de canalete a la derecha, pasa el canalete sobre su cabeza, dos golpes de canalete a la izquierda, ya va a llegar al puertecito, saldrá corriendo por la trocha y dejará que las champas se va­yan aguas abajo, dos golpes de canalete a la derecha, pasa el canalete sobre su cabeza, suenan otra vez disparos, y el canalete se le escapa de la mano. Intenta recogerlo del fondo de la champa, pero la mano ya no se cierra sobre el remo. Solo cuando un dolor agudo en el codo, como un machetazo a traición, le hace mirar hacia más arriba, se da cuenta de que su brazo cuelga de unas hilachas de piel y carne, al aire los huesos rotos, y otra vez el viejo olor dulzón de la sangre, como cuando alguien en el pueblo picaba un cerdo. Siente mareo, y respira hondo para no desmayarse. Se concentra con todas sus fuerzas en no perder el sentido, mientras el dolor le corre en oleadas por todo el cuerpo. A cada movimiento el antebrazo colgante parece desprenderse, y las astillas del hueso producen un dolor terrible en la carne. Entre las brumas del mareo ve con nostalgia como a su izquierda pasa el puertecito, con la pequeña champa que hizo para escapar de la isla, la trocha que lleva a su casa, y comienzan las altas paredes, las aguas profundas y rápidas, el tirón feroz del Remolino. El Animal, que siempre espera.

            Ahora que todo ha terminado, el negro siente alivio. Ya no hay dudas ni temores, tampoco engañosas esperanzas. Sabe que va a morir, y solo espera que el momento pase rápido y llegue al fin el sueño, el descanso, la nada. Los que mueren en el agua se condenan, porque los Animales son del diablo; pero ahora siente tanto dolor en su cuerpo cansado, que ni siquiera la condenación le importa.

            El motor se le acerca rápidamente, y dirige la champa con la mano sana. No pilota para salvarse, porque no hay salvación. Solo quiere retrasar el momento para que los blancos caigan con él en el remolino. Y cuando el ruido del remolino se hace tan fuerte que los blancos van a oírle sobre el motor, Elombre grita. Grita para tapar el rugido del animal, pero también grita de pena y rabia; grita por su celo de macho insatisfecho, por los muertos de la calle, por la pobreza de los negros, por las mujeres de la ciénaga, por la joven muerta, por su soledad profunda, por los niños de la palizada, por su brazo colgante, por la madre que hizo una manopla con lana de su suéter para la mano del niño pisoteado, por el hijo que le espera, por su propia muerte, por el negro traidor, por todos los pobres traidores del mundo.

            Los blancos que corren ciegos buscando la muerte del negro no se dan cuenta que corren hacia su propia muerte; van alegres, con gritos de triunfo. Unos metros antes de alcanzar la champa el negro traidor comprende que algo extraño sucede, porque Elombre no les mira a ellos, sino que tiene la vista fija adelante, como hipnotizado en algo. Dirige la vista allí donde Elombre mira, y se aterra. También él grita de terror, sin que los blancos acierten a saber que pasa. El motorista se resiste a parar el motor, ahora que tiene la presa tan cerca. El negro traidor corre hacia atrás, atropellando a los blancos, arranca el motor de las manos inexpertas; el impulso es mucho, y pasan junto a la champa sin detenerse; el caño es demasiado estrecho para dar la vuelta. Con la marcha atrás el bote disminuye la velocidad que lo lleva al remolino; por un momento el bote se inmoviliza, luego, lentamente, la corriente lo atrapa en su espiral de círculos cada vez más cerrados, más rápidos, hacia la boca tenebrosa. Ahora son los blancos los que gritan. El negro ve las bocas abiertas mientras el bote gira en círculos concéntricos, hasta que tiene la mitad de su longi­tud  en el vacío pavoroso; lentamente bascula, y cae al abismo; no tiene tiempo de alegrarse porque él mismo está ya girando la espiral mortal, cada vez más cerca de la boca, más veloz, hasta que cae por el borde de la cascada, esperando el momento terrible en que se encuentre frente al monstruo y lo mire con sus ojos fríos para sorberlo muy lentamente entre los labios apretados, para hacerle botar las tripas por la boca. Pero por una vez la vida fue misericordiosa con el negro y el encuentro tantas veces temido no se produjo, porque antes de llegar al fondo había muerto de miedo.

            El querosén se hace escaso en el quinqué y la mecha deja escapar una voluta de humo negro. El padre continúa su historia:
            - "Y cuando al fin se vio perdido, les llevó a todos al remolino, y allí murieron todos: los blancos y Elombre, y el negro traidor".

            El niño se queda mirando el negro remolino en las volutas del humo. El padre calla, y su pensamiento se va lejos; vuelve a aquel baile en que un policía mató un muchacho de un tiro porque los dos estaban tragados de la misma  mujer. Solo eran tres policías, y ellos más de cincuenta machetes, pero nadie hizo nada, tampoco él.

            El niño pregunta:     
            - ¿Y murieron todos?     
            - Murieron todos: Elombre, y los blancos, y el negro traidor.     
            - ¿Y no se salvó ninguno?     
            - Ninguno.

            El muchacho tenía ya como dieciocho años, era un trabajador fuerte, ya tenía su casa y su palanca. Era el único hijo de su madre, la esperanza para la vejez. El policía dice que disparó al aire para acabar una  discusión que había en la otra punta del bailadero; la bala le entró derecha por el pecho hasta el centro del corazón. El muchacho está ahora enterrado al ladito del camino que va al cementerio en Vegáez, con una losa de cemento encima. No quedó nadie que viera por la madre.

            El niño insiste:     
            - ¿Y cuántos eran los blancos?     
            - Los blancos eran siete.     
            - Y los dos que murieron en el pueblo, nueve.     
            - Y el negro traidor, diez.

            El padre se mira con tristeza las manos callosas que no supieron matar. Dice en un susurro:     
            - Ese sí que era un hombre.

            El niño vuelve a mirar los remolinos del humo. De pronto recuerda algo,     
            -¿Y qué fue del niño?     

            Pero el padre ya no le oye.

            El pueblo de pescadores no fue destruido por ninguna vinculación política, sino porque era el lugar  más apartado al que se podía llegar en motor desde Quibdó en un solo día, y por ser lo suficientemente pequeño como para no encontrar resistencia; y los blancos que acabaron con el pueblo no eran tampoco guerrilleros, sino amigos de un grupo de políticos que les habían mandado para hacerles pasar por guerrilleros para participar a medias con ellos en los beneficios de una amnistía que iba a legalizar para los grandes terratenientes la propiedad de las fincas que habían ocupado, e iban a premiar a sus bandas de asesinos con el reparto de las tierras que los campesinos habían abandonado. Además del interés económico, perseguían el interés político de atribuirles la masacre a guerrilleros liberales, no solo para desacreditar al partido contrario, sino para mostrar a los comités de autodefensa liberales, campesinos se habían organizado para defender sus tierras y sus vidas, que también los guerrilleros liberales iban a tener parte en el reparto, y desorganizar así una guerrilla que empezaba a hacerse fuerte y a inquietar tanto a la oligarquía liberal como a la conservadora.  Muchos campesinos de los comités de autodefensa creyeron que también era para ellos la amnistía, cambiaron felices los fusiles por los azadones, y volvieron a sus casas; luego aparecían muertos en los caminos, o un día se presentaban a un requerimiento de la policía, y nunca más se volvía a saber de ellos; eran aún hombres sin una ideología política definida, simplemente supervivientes de una masacre, y necesitaron mucho tiempo de dejarse matar sin hacer nada, de organizar después protestas en que el ejército los ultimaba, mientras los periódicos publicaban que los valientes soldados de la patria, en defensa de la paz y el orden, habían repelido el ataque de un grupo de chusmeros que se negaban a dejar las armas, para darse cuenta de las constantes de la Historia, y entender que lo que pasaba no era culpa del destino, ni castigo de Dios por los pecados del pueblo, sino conse­cuencias del juego económico de las fuerzas sociales, que no se iba a arreglar con protestas, manifestaciones, ni oraciones y procesiones, sino con método, inteligen­cia y lucha, y así fue como la mentira de la amnistía creó las primeras guerrillas en Colombia, y la represión y las luchas armadas popu­lares  se hicieron epidémi­cas, a pesar de nuevas y mortales amnistías cada vez menos creídas.

     El grupo de políticos salió al ama­necer desde Quibdó, en un bote de motor, con una pequeña escolta de policía. En cada pueblo se paraban a explicar que ellos, los valientes políticos conservadores, iban a  pa­cificar con riesgo de sus vidas un grupo de chusmeros que estaba operando más abajo de Tagachí y que por las  dificultades de comunicación no se habían enterado que la violencia había terminado gracias a una generosa amnistía. La gente, reunida por los policías y sus fusiles, les daba unos vivas temerosos. Antes de seguir, los políticos y los policías, se hacían invitar a unos tragos de aguardiente; en cada pueblo que paraban, a medida que la borrachera aumentaba, las proclamas eran más inspiradas, los discursos más largos, la apreciación del propio valor mayor; pero también iban dejando caer en sus propias conversaciones más detalles sospechosos que hacían pensar a la gente que los políticos, la policía y los asesinos eran la misma cosa. Al llegar a la loma de Mandé iban ya tan borrachos que los policías contaban la verdad a sus compañeros de beba, y algunos de los políticos que se habían volteado apenas al ganar las elecciones el partido contrario, o los que de tanto cambiarse ya ni sabían de que tocaba ahora, se encontraban de pronto dando vivas al glorioso partido liberal, carajo ¡Viva!, perdón, quiero decir al glorioso partido conservador, ¡Viva!, a las gloriosas fuerzas armadas, ¡Viva!, a los abnegados policías que tan desinteresadamente nos acompañan en nuestra misión pacificadora, ¡Viva!, a mi general en el gobierno que ha pacificado toda Colombia, ¡Viva!, a nosotros mismos, mierda, que somos unos verracos, ¡Viva! Porque la gente decía viva a todo sin importarle sino que los políticos que habían caído como pájaros de mal agüero y sus policías arrodillados se largaran de una puta vez por todas, y hubieran gritado vivas al mismísimo hambre con tal de que les dejaran en paz; cuando finalmente se tomaban sus aguardientes y se iban, la gente seguía gritando vivas y abrazándose de puro feliz, asombrados de estar aún vivos.

            Con tanta beba y tanta joda, no llegaron a la guarnición de Tagachí sino cuando ya era noche cerrada. Los policías que llevaban horas esperándoles con buena provisión de aguardiente estaban ya medio borrachos, y se prendió la fiesta. En medio de la parranda se acordaron de su cita con los pájaros y con obstinación de borrachos se empeñaron en irlos a buscar para que se unieran a la parranda. Hubo que obligar casi por la fuerza al motorista que negaba a navegar de noche; tuvieron que pagarle de una el viaje de ida y vuelta, más una prima especial por la manejada nocturna, y regalarle una linterna con pilas nuevecitas; al fin accedió y los políticos se embarcaron con sus botellas en la mano, mientras los policías se quedaban a seguir bebiendo con sus compañeros. Al llegar al remolino del Tigre les sorprendió el aguacero, y si no se devolvieron fue por la insistencia del motorista de que no podían devolverse, porque estaban ya más cerca del pueblo de pescadores que de ningún otro. Apenas el bote atracó en una orilla muda y sombría los políticos se bajaron apresuradamente del bote que en la oscuridad del río les había hecho pasar tanto miedo, y que tenía el fondo encharcado de vómitos de borracho. Ni siquiera  se molestaron en disimular frente al motorista negro.     
            - ¡Sinsonte! ¡Turpial! ¡Gallinazo! ¡Despierten que ya llegamos!     
            - ¡Tarde, pero seguros!     
            - ¡Venimos congelados! ¡Ah hijo puta aguacero!     
            - ¡Prendan música, que aquí traemos el aguardien­te!

            Un silencio de muerte se tragó sus gritos. La luz de un quinqué que aún brillaba en la casa con techo de zinc les hizo correr allí, salpicándose unos a otros en la calle embarrada del aguacero incesante.

            Los policías de Tagachí no se despertaron de la trasnochada hasta el mediodía siguiente. Unas muchachas aún más borrachas que ellos dormían en los rincones del piso de madera, y las despertaron a las patadas para que les hicieran un sancocho de pescado con que calmar los estómagos estragados del aguardiente. Cuando estaban tomando el sabroso caldo humeante se extrañaron de que los políticos y sus pájaros no hubieran acudido al olor; tardaron aún mucho rato en darse cuente de que no habían vuelto, y más aún en pensar en el malestar del guayabo que debían hacer, y ya para entonces estaba a punto de venirse el aguacero del atardecer, así que decidieron que a la mañana siguiente irían a ver qué había pasado, si es que para entonces no habían vuelto.

            Encontraron a los políticos en la casa de techo de zinc encerrados para evitar el hedor y la visión terrible de los muertos pudriéndose en la calle, y gritando de miedo porque pensaron que los que venían no eran sus amigos políticos, sino espantos para vengarse. Se habían encerrado allí todos juntos, después de que recorrieran el pueblo en la oscuridad sin conseguir encontrar sino cadáveres, cadáveres en el interior de las casas, cadáveres niños en las cunas, cadáveres de lavanderas en la ciénaga, cadáveres borrachos en la cantina, cadáveres aplicados en la cabaña de la escuelita, cadáveres amantes en las camas, cadáveres hambrientos en las mesas, cadáveres fugitivos en la calle, cadáveres y más cadáveres, cadáveres sucios de fango, cadáveres lavados por el aguacero, cadáveres tiritando de frío en la noche, cadáveres sudando al sol en el mediodía. Se habían quedado presos porque el motorista huyó con su bote apenas llegaron, incapaz de resistir el olor de putrefacción de tantos muertos sin sepultura, la visión de los cadáveres en la calle, y la algarabía de los gallinazos y los perros voraces.
El Atrato es una de las mayores tumbas.
Rio Sucio 2002
Foto del periodico EL COLOMBIANO.

            Los policías les metieron apresura­damente en el bote y les llevaron a la quebrada más cercana, para que se dieran un baño que les quitara el hedor de cadáveres que exhalaban, y aún les hicieron bañarse otras dos veces más antes de llegar a Tagachí, y tirar los trajes de hombres importantes y salvadores de la Patria con que iban vestidos, que apestan a muerto, carajo, que les hace que tengan que ir en bola, y volverse a bañar con aguardiente, todo antes de darse cuenta de que aquel olor nunca se les iba a quitar, porque era tan penetrante que no sólo se les había fijado en la piel y los huesos, sino que se les había metido dentro del alma, y les iba a acompañar mientras vivieran, y aún después de muertos. Sin embargo la gente terminó por acostumbrarse al olor a muerte que llevaban los políticos donde quiera que iban, y todos ellos hicieron buena carrera y murieron ricos y rodeados del prestigio de haber sido hombres valientes que con su sola presencia desarmada hicieron huir un grupo de peligrosos chusmeros que habían destruido un pueblito de pescadores que por aquel entonces ni nombre tenía.

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