viernes, 12 de enero de 2018

Capitulo 14. Y MIENTRAS ESTÉ FUERA, LIMPIAS EL COLINO

Y MIENTRAS ESTÉ FUERA, LIMPIAS EL COLINO

Los días siguientes fueron de nuevas actividades. Cuando despertaron, con el sol ya alto, el padre estaba feliz.     
            - Vamos a bañarnos.

            Se bañaron con gozo. El niño buceaba y arrancaba del fondo lodo arcilloso, se lo restregaba por el cuerpo desnudo, o se lo lanzaba al padre, y los dos tenían que volver a bucear para volver a limpiarse y  volverse a ensuciar. El padre se limpiaba metódicamente, inflando cada músculo antes de restregarlo, orgulloso de su fortaleza, de su cuerpo de macho. Se quitó la eterna pantaloneta, y se la tiró al niño.     
            - Límpiala.

            La risa del padre hacía brillar al sol los dientes blancos; la luz se rompía en destellos en la piel bruñida, tensa y mojada. El padre se dejaba admirar y elevaba los brazos para destacar los bíceps que una vida de machete y remo habían hecho enormes. Pero al des­cubrirse desnudo, al aire su pene gigantesco, le tiró agua a los ojos.      
            - Vamos peladito, dejá de ser ocioso; limpiá la pantaloneta, y ponéla al sol.

            Se da media vuelta, y entra en la casa. Descuelga unos pantalones de trabajo, tantos parches cosidos uno sobre otro, que no sabría de qué color son si la mugre no les hubiera dado un color pardo uniforme; están rígidos de sal sudor y costras de barro; los usa  para defenderse de los cortes de la cañabrava, de las espinas, o de la savia de las rascaderas cuando abre  monte. Ahora que el baño le ha llevado su propio olor, se asquea con el hedor que despide.     
            - Hay, pelado, estás muy perezoso, y te vas a ganá otra cueriza. Mañana limpiarás toda mi ropa.     
            - Si, padre.

            El niño lava la pantaloneta sobre la patilla de la champa; la agita en el agua, la dobla, la coloca sobre la punta de la madera, la golpea con un palo hasta que deja de salpicar, la vuelve a mojar; al final la deja tendida sobre el mismo palo. Bajo el sol ardiente, la pantaloneta despide un vapor denso.

            El padre ha hecho el desayuno: plátano y pescado asados en las brasas. Los comen con las manos a grandes cachos; cuando el padre termina se frota las manos grasientas en los muslos, y grita:     
            - ¡Pescado! ¡Pescado! ¡Estoy harto de comer pescado! Hoy vamos a comer carne. ¡Vamos a matar un cerdo!

            Su voz es la de un hombre enojado, pero sus ojos y boca ríen. El niño, acostumbrado al silencio taciturno en que el padre se envolvió antes de su ida al pueblo, comprende que un nuevo tiempo ha llegado, un tiempo bueno y alegre, lleno de comida; un tiempo tan bueno como cuando con su madre era todavía un niño y jugaban  a hacerse cosquillas bajo la cobija de la cama.

            Al niño se le hace la boca agua de pensar en la carne; la carne es para los adultos, para los hombres, algunas veces también para las mujeres; casi nunca para los niños. Una vez, en un velorio, la familia repartió carne de cerdo el primer día a los hombres y mujeres que habían acudido a cantar al muerto; su madrina le dio el cuero porque ella ya no tenía dientes con que masticarlo. Eso fue el primer día, y él ya no faltó ninguno de los nueve días, pero no volvieron a dar sino aguapanela insípida y ahumada, con mucha agua y poca panela. Algunas veces, cuando el padre ha matado una guagua, un guambé, un tatauro, un zaino, ha habido hebras de carne para todos, y se han juntado las mujeres con sus niños, y han hecho fiesta; pero siempre eran muchos, demasiados, y la carne poca.    
           
            El niño sabe que el hambre es el estado natural del negro, y antes de llegar a la Ciénaga del Remolino su vida ha sido un permanente hambre interrumpido con pocas comidas ocasionales. Pero ahora va a comer carne. ¡El padre va a matar un cerdo! ¡Un cerdo para ellos dos! Y se siente tan alegre que comienza a cantar.     
            - ¡Uuh, vamos a matar un cerdo! ¡Uuh, vamos a matar un cerdo! ¡Uuh....

            Matar el cerdo no fue fácil. Entre el pantano maloliente en que se había convertido la isla, el padre los persiguió inútilmente. Entonces recurrió a quedarse inmóvil y tratar de que el niño los arreara hacía él. Y cuando ya desesperaban, uno acertó a pasar lo bastante cerca como para alcanzarlo de un hachazo feroz en el lomo. El cerdo siguió sin embargo corriendo aún durante casi una hora, hasta que el padre que lo perseguía consiguió cortarle una pata de atrás, y luego le partió la cabeza con el hacha. El hacha le alcanzó hacia la oreja derecha, se desvió y salió hacia fuera por la  mejilla. El niño acudió corriendo, atraído por el ruido seco, y aún alcanzó a ver al cerdo alzándose sobre las patas delanteras para olfatear el pedazo de cabeza caído en el suelo. Luego se dejó caer de lado, y las patas temblaron y se le pusieron rígidas e inmóviles.

            El niño volvió a cantar:     
            - ¡Uuh, hemos matado un cerdo! ¡Uuh, hemos matado un cerdo! ¡Uuh...

            Esta vez el padre no le secundó. Agarró de una pata al cerdo que volvió a gruñir, y lo arrastró hasta el bote. El niño caminó detrás, llevando la pezuña trasera y el pedazo de cara cuidadosamente agarrado de la oreja, sin dejar de cantar.
            - ¡Uuh, hemos matado un cerdo! ¡Uuh, hemos matado un cerdo! ¡Uuh...

            Todavía el cerdo se movió un poco cuando el padre le abrió la tripa y arrojó sobre hojas de plátano el laberinto de los intestinos, la masa rosada de los pulmones y un corazón rojo y humeante que aún alcanzó a latir tres veces entre las manos asombradas del niño.     
            - Los cerdos son duros de morir.     
            - Si, padre.
            - Los hombres mueren más fácil.

            El cerdo era un animal pequeño, de los que habían nacido en la isla. El padre lo fue reduciendo a huesos y tiras largas y estrechas de carne salada que el niño colgaba al humo ceniciento de la hoguera. Después del trabajo mandó al niño que medio llenara de agua la más grande de las pailas, una olla inmensa que usaban para secar el guarapo de caña y convertirlo en panela, y en ella puso a cocinar en pedazos el hígado, los riñones, los pulmones, el corazón, las orejas, la lengua, las pezuñas, el rabo y la piel de la cabeza aún con sus pelos hirsutos. Encargó al niño que consiguiera plátano del racimo que siempre tenían guindado, y él se fue en el bote. Volvió con un tesoro de comida: Yucas gruesas como la pierna de un hombre, guineos verdes, zapallos, ñame, tomates maduros, cebolla en rama, manojos de cilantros, mazorcas tiernas. Todo lo fue picando y  echando en el agua hirviente, hasta que los borbotones se derramaban. Hirvió hasta que se les acabó la paciencia y comenzaron a sacar, primero el caldo con la excusa de probarlo de sal, luego trozos de carne para ver si ablandaba, y la yuca por si estaba vidriosa y siguieron comiendo sin control, con hambre de siglos y generaciones, hasta que el niño sentía la piel de la tripa tensa como la de un tambor, dolorosamente tensa, pero aun así seguía comiendo y comiendo, porque aquello era lo más delicioso que nunca había  probado, y sin que la inmensa olla pareciera disminuir.

            Terminar ese guiso fue un arduo trabajo de tres días de duración; los tres mejores días de la vida del niño.

            Aquella olla estableció una nueva costumbre: la de la siesta al mediodía. Cuando volvían a la isla al mediodía, aguijoneados por la posibilidad de una nueva comida, el hartazgo y el calor ardiente les hacían caer en un sueño sudoroso del que sólo salían a la puesta del sol. Entonces el niño se bañaba porque se sentía maloliente, sin conseguir quitarse el mal olor de encima, porque era el mal olor de los comedores de carne, y faltos ya de luz para trabajar en las islas, y sin sueños para dormir, se dedicaban a desgranar maíz, a pescar, y a contar historias de brujas, espantos y aparecidos: la mula sin cabeza, el pájaro-pollo, la champa fantasma.

             Terminaron la olla cuando a base de calentarla y recocer se había transformado en un puré espeso que había que sacar a cucharadas, y que espesaba al enfriarse para cortarlo con cuchillo; el padre no volvió a cocer más carne, pero empezó una exploración sistemática de las islas, arrumando montones de comida. El hombre redescubrió la isla de los tomates, de los limones y las papayas, de los zapotes y badeas, y también él se sorprendió, porque tampoco sabía qué islas habían cultivado, y cuáles no, ni que habían puesto en cada isla en la pesadilla apremiante de la siembra. Una mañana se estremecieron de gozo al descubrir, en una isla olvidada, un piñal tan denso que tuvieron que abrir con los machetes un hueco para poder desembarcar. Otra isla está llena de ajonjolí, y en otra las granadillas se han apoderado de todo el espacio y ahogan los palos de guayabas. Un palo de marañones ya ha parido su primera cosecha, y los frutos yacen podridos en el suelo, entre brotes tiernos de nuevos árboles. Un palo de aguacate deja caer al agitarle sus frutos pesados, y hay caimitos y madroños maduros. Un árbol del pan, gigantesco, que no recuerdan haber plantado, está lleno de las enormes macetas del chachafruto. En islas umbrías, donde la presencia de la selva hace presentir que no han cultivado, hay sin embargo cacaoteros con el tronco lleno del fruto amargo. Otras islas alzan como un abanico las palmas magníficas de milpesos, con su fruto de leche y manteca, o los chontaduros afrodisíacos, o los cocoteros. Cinco palos de naranja tienen el suelo cubierto de azahar, y otros cinco de limones, enfrentados con ellos, soltaron ya sus frutos de oro.
            - No se puede dejar que los limones se pudran al pie del palo, porque matan la madre. Recoge los limones, y échaselos a los cerdos.     
            - ¿Es qué los cerdos comen limones?     
            - Estos sí. Y ten cuidado, no te coman a ti.

            La  dieta de troncos de plátano y cañas de maíz  seco que él solía dar a los cerdos se enriqueció con limones podridos, cañas dulces gruesas como el brazo de un hombre, cáscaras de granadillas y badeas, conchas de piña, vainas de churimos que crecían con las raíces en el agua, pesadas guamas, papayuelas macho, pulpas de cacao, marañones germinando, piñas picadas por las avispas o roídas por la chucha, caimitos manchosos llenos de gusanos, raíces finas de yuca.

            Los cerdos son ahora doce; están las dos cerdas de cría, inmensas, con los colmillos verdosos al aire, y las tetas flácidas arrastradas por el lodazal, y hay diez lechones, uniformes bajo la costra de barro. El niño los cuenta mientras les tira la comida, esparciéndola para que los marranitos coman sin que los alcancen las dentelladas salvajes de las madres. Comen tan desesperadamente que el niño los mira con cariño, protectoramente, solidario en su hambre, y se promete que siempre les seguirá dando de comer, con la misma constancia con que alimenta el fuego.

            En el frente de la casa que mira hacia el caño, el padre coloca montones de piñas olorosas, papayas enormes, la llama de los tomates, el oro de los limones, el marrón tierno de los zapotes. El padre mira satisfecho tanta abundancia. Los montones de maíz crecen, y nuevas mazorcas secas esperan su turno en los varales de las vigas. Sobre las frutas cuelgan un racimo de cada una de las innumerables variedades de plátano y banano. La casa se está preparando para deslumbrar a la muchacha comprada. El arrume de pescado crece, y la carne se seca al humo y al sol. La fertilidad de la ciénaga es también una promesa de fertilidad para la pareja que se espera. El ajonjolí se seca en el patio; el arroz crece entre el lodo. Cuando la muchacha venga...     
            - Mañana haremos una balsa.
            - Si, padre.     
            - Una balsa grande, que pueda con mucho peso.     
            - Si, padre.

            Al amanecer salieron a buscar los balsos. Desde el puertecito donde tenía amarrada la diminuta champa, más allá del pavor del remolino, el padre abrió una nueva trocha en busca de las tierras altas donde el balso crece. Otra vez la penumbra ardiente de la selva, los mosquitos enloquecedores, las espinas y las hormi­gas, la obsesión de la serpiente que se esconde entre la vegetación podrida del suelo, en los troncos de los árboles, en las ramas altas, que pica desde cualquier sitio. El hombre cree haber perdido el rumbo cuando se encuentra frente al légamo pantanoso que rodea la ciénaga, y perfora la trocha en dirección contraria para alejarse del terreno bajo, sólo para volver a encontrarse otra vez en la tierra acuosa. La trocha se vuelve circular, entre los tentáculos del agua omnipresente. Los balsos aparecen cerca del caño, tan cubiertos de parásitos que no es el tronco invisible, sino las hojas caídas lo que permite al hombre reconocerlo. Las lianas caen fácilmente a los primeros golpes, soltando una legión de hormigas que hacen huir al hombre descalzo. Sobre la madera blanda del tronco los golpes rebotan casi sin dejar señal. Es un trabajo tedioso. Al atardecer el árbol cae con un estruendo que levanta a lo lejos gritos de monos asustados. El padre tuvo que limpiar junto al árbol con su machete para lograr cuatro maderos, más largos que él mismo, y tan gruesos que apenas si los abarca con los brazos, pero tan ligeros que el niño puede levantarlos de la punta para que el padre los empuje. La balsa se termina en el agua, clavando sobre los balsos cuñas de madera para asegurar otros troncos menores transversalmente, y la clavan en el fondo con una larga pértiga. El trabajo ha terminado y vuelven por la trocha, oyendo a lo lejos el rugir hambriento del Animal.         
Balsa. Se usan para transportar, labar ropa, defecar, pescar, o como centro de actividad social.
     
             El resto del día se les va contando y atando pescado. A veces el niño mira al padre con ojos que son una pregunta, pero el padre está lejos.     
- Y mientras esté fuera, limpias el colino.

            El pescado está sobre la balsa, y el hombre tiene la palanca en la mano.     
- Si, padre.

            El padre clava la palanca en el fondo y empuja la balsa que se mueve pesadamente; aún allí se nota la corriente del remolino.     
            - Y al amanecer mira bien que yo no esté esperando para que me pases al otro lado en la champa.     
            - Si, padre.

            El hombre se aleja.     
            - ¿Cuándo vuelve, padre?
            El hombre, enojado:     
            - Cuando vuelva.
            Y el hombre se va por el caño hacía su terrible, inevitable destino.


            Los niños chocoanos no guardan registros de nacimiento, no celebran cumpleaños ni se molestan en saber su edad. Si fuera un niño blanco sabría que en ese día en que el padre se iba para siempre, estaba  para cumplir siete años. Pero si hubiera sido un niño  blanco habría muerto en la soledad de la ciénaga. El niño negro no murió porque apenas supo andar le pusieron en la mano un machete afilado, le tallaron un canalete a su medida, y empezó a trabajar con sus padres, a ganarse amargamente el plátano y el pescado nuestro de cada día.