domingo, 22 de abril de 2018

17-LAS INDIECITAS SE LLEGARON HASTA LA PLAYA DEL LAGO




17-LAS INDIECITAS SE LLEGARON HASTA LA PLAYA DEL LAGO

            Buscando leña seca para el fogón las indiecitas se llegaron hasta la playa del lago, donde va a parar todo lo que el gran borbotón de agua arroja en el centro; allí suelen encontrar troncos secos y rotos que el remolino ha vomitado, y a veces los cuerpos despedazados de animales: cocodrilos que se quedaron dormidos  en la corriente, bagres que se atrevieron a nadar muy cerca del remolino, nutrias juguetonas, animales que se cayeron al agua en la trampa de altas paredes. Un tigrillo que está comiendo huye al sentirlas llegar. También ellas huyen dando gritos, porque en la playa esta vez hay cuerpos de hombres despedazados. La fuerza del agua les ha arrancado los brazos y las piernas, y la succión terrible les ha extraído las tripas a través de la boca, y los troncos son bolsas informes en cuyo interior ruedan huesos rotos y vísceras machacadas. Los indios cavaron en la misma playa un gran hoyo y enterraron allí, empujándolos con largos palos, los restos humanos diseminados, las piezas metálicas del motor, las hilachas desgarradas de la ropa. Encima de todo quemaron el maderamen del bote, como una ofrenda para ahuyentar los  malos espíritus.

            Un año después se desató entre ellos una epidemia  de paludismo, y los indios abandonaron la zona, convencidos de que de todas las maneras los malos espí­ritus de aquellos muertos les estaban perjudicando. Se fueron más hacía arriba, alejándose de las grandes ciénagas, hacía la parte media de la quebrada de Guaguandó, y allí comenzaron a abrir la selva.

CAPITULO 18. MAÑANA VENDRA.

18-MAÑANA VENDRA.

            En la casa de la Ciénaga del Remolino, bajo el parasol del árbol cósmico, el niño se despierta sobresaltado; mira allí donde la trocha borrada caía sobre la ciénaga, pero no hay nadie.
            "Hoy no ha venido, ma­ñana vendrá".


            Se  levanta y asa dos grandes pescados corromás sobre las brasas. Al acabar arroja las conchas al agua, añade dos gruesos troncos al fuego para mantenerlo encendido hasta la noche, acerca al calor ceniciento la olla ennegrecida y la llena de plátano, yuca, guineos, y, tras un momento de vacilación, un grueso pedazo de carne de cerdo seca; es un lujo que sólo se permite cuando olvida al padre; los otros días, cuando el recuerdo le asalta, se limita a poner pescado. El niño no sabe cuántas lunas hace que el padre se fue. Los montones de frutas en el borde de la casa se pudrieron, y tuvo que echárselas a los cerdos; los colinos ya están limpios, y está limpiando ahora la isla donde los frutales dan su cosecha ininterrumpida; si acaba, y el padre aún no ha vuelto, sembrará maíz. Perdido en sus pensamientos se está demorando en ir al trabajo, y le asalta la angustia como si el padre fuera a salir de las sombras para azotarle por no cumplir su trabajo.     
            "Bueno, ya voy a limpiar el colino".

            Es una frase ritual que repite cada mañana para aplacar esa sombra negra que le vigila desde dentro de él mismo; son palabras que seguirá pronunciando cada mañana, año tras año, incluso después de olvidar su sentido.