lunes, 7 de mayo de 2018

19-HOY NO HA VENIDO, MAÑANA VENDRA


19-HOY NO HA VENIDO, MAÑANA VENDRA.

            Los cerdos se habían convertido en una plaga tan terrible que el niño decidió al fin matar uno. Fue la primera decisión personal que el niño tomó en dos años de existencia rutinaria, después de la partida del padre. Para entonces los lechones eran ya verracos grandes, las cerdas de cría habían tenido dos camadas cada una, y las lechonas de la primera camada habían parido también. El bote cargado de vegetales que el niño les llevaba cada noche apenas si bastaba para que cada uno comiera un bocado, entre peleas y dentelladas. Los cerdos eran ya más que los dedos de sus manos contados dos veces, y la gran isla donde vivían un lodazal maloliente de excrementos y tierra comidos y vueltos a comer.

            No era el primer animal que el niño mataba. Una guagua se había acostumbrado a pastar cada noche los frutos caídos en la isla de las guayabas; el niño descubrió los dientes del roedor en las frutas a medio comer, y una noche se vistió con la inmovilidad pétrea del caimán, y la esperó con el cuerpo untado de hierba de limoncillo para que el olor de hombre no la alertara; la partió en dos con un machetazo en la cintura cuando el animal estaba ramoneando entre sus pies. También había matado un guambé que retornaba a su isla cada vez que conseguía escapar del niño, porque allí amamantaba una cría con la pata rota; y un caimán que arrastró al niño y su canoa por toda la ciénaga, antes de morir de asfixia con un arpón clavado en los pulmones. El niño comió con deleite la guagua y el guambé, pero del caimán solo comió la carne blanca del lomo, y, a pesar de que en su cultura nada se desaprovecha, tiró a los cerdos el resto, asustado por el olor hediondo que encontró al abrir las tripas del animal. La comida le repitió varios días con eructos aceitosos, y el peligro corrido, y la tristeza de no poder aprovechar la carne hicieron que el niño nunca más pensara en matar otro caimán; aquel fue de todas maneras el único que alcanzó a ver en ese mundo aislado de las otras aguas por la corriente insalvable del remolino, y lo mató, más que por comérselo, por eliminar un competidor en la pesca.

            Pero matar un cerdo era algo totalmente diferente. Mientras que el animal de monte lo mata cualquiera allí donde lo encuentra, el animal doméstico, largo tiempo cuidado y alimentado, solo se mata en las ocasiones muy especiales de un muerto importante o una fiesta en el pueblo. Matar un cerdo suponía también tomar posesión de aquellos animales que hasta entonces habían sido del padre.

            La muerte del cerdo no fue fácil. Cuando estaban distraídos en la disputa de la comida el niño lanzó contra la masa inquieta de los animales el arpón que  su padre encabara para pescar los sábalos y que ya había usado para el caimán. El arpón se le clavó a un cerdo mediano en un cuarto trasero, y los gruñidos aterrorizados del animal hicieron huir a los demás; el niño dejó la cuerda del arpón atada al bote, y se dispuso a rematar al animal con el hacha; a pesar de estar trabado por la cuerda y el arpón, el animal esquivó tres golpes sucesivos; el cuarto le hizo una gruesa hendidura sangrante en el lomo; el quinto le quebró la paletilla delantera, y el sexto le partió la cabeza. El niño sonrió por un instante, y luego dijo seriamente:
            "Los cerdos son duros de morir".

            Le costó un esfuerzo grande, porque eran las primeras palabras que pronunciaba en tres años, y las últimas que iba a pronunciar en tres años más.

            Las imágenes de un niño y un hombre que había matado a uno de esos mismos cerdos de un machetazo en la cabeza se le vinieron a la mente; el niño había recogido el pedazo de cabeza, y luego ambos habían comido en la casa de la ciénaga, bajo la ceiba gigante. El niño se identifica con el hombre, porque cada día el espejo del agua le devuelve la misma imagen de brazos  musculosos y torneados, la misma espalda ancha, las mismas piernas alargadas. Recuerda con simpatía, casi con cariño al niño; el cuello delgado, la cintura fina, las manos delicadas, el hambre constante. ¿Dónde está el niño? No lo sabe. Tal vez sea ese niño lo que espera cada mañana al mirar a ese confuso rincón donde la selva ha borrado hasta los recuerdos de la trocha.


            Un estertor del cerdo lo saca del ensueño; el breve paréntesis del pasado se cierra definitivamente, y la vida normal basada siempre en el presente, continúa: vivir para vivir, moverse por las necesidades básicas, hambre, sueño, calor, cansancio, el gusto por la pesca, por el ejercicio muscular, por el baño. Desde hace años nadie le ha dado una orden, nadie le ha impuesto una norma; todo brota de él mismo, de su sentir silencioso. Vive con el sol, a veces con la luna llena que lo llama a lancear los grandes bagres que duermen en las orillas lodosas; nadie le despertará cuando duerme, nadie le disputará la comida; solo queda de su pasado una sombra escondida que le impulsa cada mañana a trabajar más allá de sus necesidades, y que en un tiempo pasado lo persiguió en los sueños.

            Carga el cerdo. Es más pesado de lo que esperaba, menos de lo que hubiera deseado. El bulto de su propio pene le molesta al andar; le sucede siempre cuando caza.

            La primera vez que aquello le sucedió le causó una gran inquietud, pero luego se acostumbró a ello, y ya no recuerda ese momento. Estaba tumbado en la arena, secándose al sol tibio del atardecer cuando observó un pene descomunal que se elevaba tembloroso a cada latido del corazón, como si tuviera vida propia.

            El grueso pene le intrigaba cada vez más; una vez un dedo del pie se le hinchó en una infección profunda y dolorosa que solo terminó cuando la piel se abrió  para arrojar un pus espeso en el que flotaba una espina de chontaduro; pero esto parecía diferente.

            Temerosamente tocó el miembro, y una sensación extraña, como si hubiera tocado la piel eléctrica de un tiemblo, le estremeció; retiró la mano como si le quemara, pero al cabo de un momento volvió a alargarla para obtener la misma sensación fascinante. El sol que hacía transparentes las distancias le daba ánimo. Deliberadamente palpó el misterio, acarició sus zonas, descubrió la mayor sensibilidad en un pequeño estrechamiento bajo la cabeza rojiza; un dedo se le quedó pegado allí, y al retirarlo sintió un dolor agradable. Como una revelación descubrió un bello áspero que había crecido tan lentamente que nunca antes se había dado cuenta; era corto y fuerte, más rizado aún que el de la cabeza, y tan pegado a la piel como un liquen a la roca. Explorando, encontró que la hinchazón se prolongaba dentro de él, y que los testículos, que el excesivo calor tropical mantenían habitualmente alejados del pubis, estaban ahora contraídos y fuertemente apretados. Volvió a subir lentamente la mano estremecida, sintió el pene crecer más aún, volverse tibio y húmedo, arrastró la suave piel del glande arriba y abajo, y el placer se expandió en oleadas; fue primero un punto ardiente en el cuello del pene, luego en todo el sexo, bajo por los muslos sudorosos, subió por el vientre contraído, le crispó los dedos de los pies, dilató las costillas, y en un último estremecimiento echó hacia atrás la cabeza hipnotizada en el fetiche, y todo el cuerpo quedó rígido como un arco, clavado en el placer desconocido, volcado dentro de sí, mientras la mano encallecida se hacía sabia en cada movimiento; luego todo  su cuerpo explotó en un eructo volcánico, y el niño quedó asombrado mi­rando esa sustancia espesa que había salido de él, y que se evaporaba rápidamente enfriándole la mano, con un olor nuevo y extraño en su mundo de olores, como el de la leche de la palma de mil pesos. Cuando vuelve a observarlo, su pene ha recuperado su aspecto apacible de siempre; lo toca y no siente nada. Se encoge de hombros y vuelve a bañar un cuerpo que ha quedado sudoroso, con olor de humo en las axilas. Cuando sale del agua se siente cansado como nunca, y se desploma en un sueño profundo y sin pesadillas. Al amanecer el mundo es igual que siempre, y él ha olvidado todo.

            Tres noches más tarde despertó en una pesadilla donde intenta volar inútilmente sobre un légamo pantanoso en el que acaba por caer, y su pene está nueva­mente erecto. La exploración ya no busca desentrañar un misterio amenazador; las caricias son tranquilas, gozosas, vuelve a encontrar los puntos ardientes del placer, demora voluntariamente ese orgasmo que libera su cuerpo; el momento llega y la sensación lo penetra y lo traspasa, le da su sitio en el mundo, le une a la tierra madre y a la fertilidad del agua: en un instante la naturaleza ha vuelto a su caos primordial, y ha sido vuelta a crear llena de fuerzas germinativas nuevas. En el límite de la ciénaga, más allá de la ceiba, sale un sol nuevo, más luminoso que ningún otro sol.
            "Hoy no ha venido, mañana vendrá".

            Y se duerme en un sueño tranquilo, en el que su cuerpo se eleva como el sol para zambullirse y penetrar las aguas claras que tanto ama.

            El fenómeno volvió a presentarse periódicamente, sin que él se preguntara nunca porqué; sabía que así como cada mañana el sol nacía en un lado de la ciénaga y moría en el otro, y la luna crecía y decrecía, y las plantas daban semilla y las semillas germinaban, también su pene crecía para ponerse rígido y sensible, y que también ello era bueno, hermoso y parte de la vida. Aceptaba con gusto el placer que ello le daba, pero pocas veces tomó la iniciativa para provocarlo, porque la vida le mantenía ocupado gozosamente de la noche a la mañana: el placer de trabajar sus propias tierras, de alimen­tar sus cerdos, de cuidar su fuego, el placer de la pesca, de la comida abundante, del baño en la ciénaga, de remar bajo el sol, el placer de recoger las cosechas, de la siembra continua, de observar su mundo limitado, el placer del sueño profundo.

            Esta vez, con la sangre del cerdo que acaba de matar secándosele en las espaldas, y las moscas zumbando sobre él, no hizo caso al apremio del pene endurecido. Colgó la carne de una viga para luego cortarla en tiras largas que secaría al sol, y se fue a bañar, restregándose con la arena carrasposa del fondo. Cuando al fin salió el pene había decidido volver al aspecto pequeño y arrugado de otras veces, y el joven pensó que era una sabia decisión, porque tenía muchas cosas que hacer.

            El siguiente cerdo que mató, fue uno pequeño y tierno que asó entero sobre una cama de brasas y comió durante tres días. Luego se sintió asqueado de carne, y se sometió a un régimen de frutas, hasta que las piñas le rajaron la lengua, y retornó a los sancochos de pescado, y aunque mató cinco cerdos más, en un intento de contener su explosión, solo ocasionalmente volvió a comer su carne.

            Buscando un nuevo acomodo para los animales recorrió sistemáticamente la ciénaga, sin encontrar islas libres. Volvió a descubrir el caño del remolino, cuya existencia ya ignoraba, pero al penetrar entre las altas paredes amenazadoras, en el mundo oscuro, tan distinto de su ciénaga luminosa, una brusca angustia le hizo retroceder. Desde entonces pensó en la ciénaga como en un mundo cerrado, defendido por la selva de unos indefinibles peligros que moraban en el horizonte. Así que tuvo que seguir matando cerdos y añadir palos cruzados a las vigas, para colgar los tasajos.

            Aún yacían en su memoria los fragmentos perdidos de una vida anterior: los juegos de cosquillas con una niña que era su madre, el largo pueblo con el cementerio al fondo, la noche loca en que salió con el padre, el grito penetrante de la madre macheteada, la angustia del remolino; pero no hay nada que los saque del fondo donde yacen, porque no hay en la ciénaga nada afín que pueda recordárselos; tan solo una ansiedad cuya causa desconoce le lleva cerca de sus retozos infantiles, esperando algo que no sabe que es, pero cuyo interior animal intuye. Pero ello no sucederá hasta mucho tiempo después, cuando incluso esa esperanza infantil haya muerto a base de esperar.