sábado, 10 de marzo de 2018

CAPITULO 15- NO SE PORQUE ME MATARON


15- NO SE POR QUE ME MATARON.     

        El niño se sienta a pescar. Sabe que está solo, pero a cada momento mira hacia atrás, como temiendo  que el padre se le haya acercado sigilosamente para agarrarle por la espalda y azotarle. El miedo le daña su mayor placer. Al fin la angustia se hace insoporta­ble, y exclama en voz alta.     
     - ¡Voy a limpiar el colino!.

      El colino estaba perdido de maleza, batatilla que trepaba por los troncos y amarraba las hojas, rascadera y cañabrava, y hasta pequeños arbolitos. Cuando llega el breve crepúsculo el niño tiene los muslos cortados de cañabrava y la espalda hinchada de los mosquitos, pero ha limpiado sólo un ridículo trocito de colino. Llena el bote de plátanos olvidados que han caído al suelo de puro maduros, y sus troncos, que es preciso cortar para que la mata para un nuevo racimo, y de palos; comida para los marranos y el fuego, siempre hambrientos.

     El niño se despierta y mira hacía el caño, allí donde la trocha cae a la ciénaga: seguramente se ha despertado ya varias veces en la mañana, porque siente la sensación de que está realizando un gesto reiteradamente repetido. Pero allí no hay nadie, y se vuelve a dormir. Sabe que tiene que ir a limpiar el colino, porque aunque el padre no haya venido hoy, mañana puede venir, pero está cansado, y no hay prisa por ir al trabajo; al fin y al cabo, ya casi está terminado.

     El hombre salió al amanecer, y ya es noche cerrada cuando al fin la balsa sale al gran río. Le duelen los brazos, y el último tramo es el más duro,  pues tiene que remontar la balsa aguas arriba. El río está bajo, y en la oscuridad profunda de una noche sin luna ni estrellas sólo se distingue el barranco de la orilla como una sombra más densa. Junto a ella los balsos son una mancha blanca.

     El hombre teme, sobre todo, el ruido que podría delatarle. Sube lentamente. La casa del compadre no se alcanza a ver, no hay luz en ella; sólo las huellas de pasos en el barranco le dan la seguridad de que su instinto no se equivoca. Sube lentamente. No entra por la puerta delantera, sino que rodea lentamente la casa, hasta encontrar el hueco de la cocina. Entra con el canalete en una mano y el machete horizontal en la otra, defendiéndose de un golpe imaginario en la cabeza. El fogón está frío. Hay un ruido de ratas asustadas, posesionadas de la casa como si nunca hubiera habido nadie en ella. El hombre teme que el viejo se haya ido para no entregarle la hija, pero tanteando sobre el fogón encuentra las pequeñas posesiones del compadre; la coca de la sal, el candil del querosén, la caja de fósforos, el cuchillo de picar revuelto. Y sigue adelante.

     En la sala el olor le alerta. Es un olor suave, dulzón, que lo impregna todo suavemente y brota de todas partes. El hombre trata de olfatearlo, y entonces no lo siente. Sólo cuando se distrae de él y avanza  tanteando las tinieblas el olor vuelve a enervarlo. Otra vez queda inmóvil, y el olor desaparece, y vuelve a avanzar; entonces, al pisar una sustancia espesa y viscosa, el hombre reconoce el olor, y se le clava en la cabeza como una obsesión: sangre, sangre, sangre... La palabra le martillea y le llena de miedo: sangre, sangre, sangre... El miedo le hace retroceder. En la puerta que da junto a la cocina permanece indeciso, acuciado por el deseo y retenido por el miedo. El ruido de las ratas otra vez en la sala le tranquiliza. Busca en la alacena el lugar donde el viejo esconde los fósforos. Tiene miedo de prenderlo, y apenas lo hace lo arroja lejos de sí; en el breve instante que el fósforo está en el aire al hombre le ciega el rojo brillante de la sangre que cubre todo el suelo, y que en el centro se recoge para tomar la forma del cuerpo de la niña. El hombre espera inmóvil el movimiento de alguien alertado por la luz; pero, menos las carreras de las ratas, huidas un instante, nada más se mueve; salvo la presencia terrible de la sangre en la casa no hay nadie. El hombre prende un segundo fósforo para buscar el candil; el candil tiene la mecha quemada, como sucede cuando dejan arder hasta que el combustible se agota. No tiene paciencia para buscar la botella de querosén que el viejo debe tener escondida en  alguna parte de la cocina, y prende unos capachos secos de maíz que la muchacha guarda para comenzar el fuego. Todo en la cocina está en orden, cada cosa donde la muchacha lo deja.

     En la sala necesita un momento para que los ojos acostumbrados al resplandor de las llamas se acostumbren a la luz escasa, y vean la gran mancha de sangre, el cuerpo desnudo y ensangrentado de la muchacha, la boca con los dientes blancos brillando, los ojos abiertos mirándole con miedo, cortadas las flores nacientes de los pechos, y la grieta tierna del sexo abierta a machetazos hasta más allá de la cintura.

     El hombre se arrodilla junto a la niña; de la boca inmovilizada por la muerte sale un hilo de voz tan tenue que el hombre no sabe si oye o cree oír. "No me hagas nada; no fue culpa mía. Yo te estaba esperando, pero en vez tuya vinieron los blancos. Yo no me resistí, solo grité cuando me cortaron los senos; cuando me abrieron hasta la cintura no me importó, porque ya estaba muerta. No sé por qué me mataron".

     Los ojos de la muchacha siguen mirando con un  miedo infinito, y el hombre se pregunta con dolor porque se seguirá sintiendo miedo más allá de la muerte. Siente piedad por esa pobre niña que vivió con miedo, murió con miedo, y ahora va a seguir con miedo por toda la eternidad, y le cierra los ojos con la mano para que al fin pueda dormir y descansar, pero el miedo de la muchacha es tan intenso que la obliga a abrir los  ojos y mirar alrededor:

     "Ten cuidado. Alguien viene".

     El hombre corre hacia la cocina y apaga el fuego. Luego se coloca detrás de la puerta con el machete en alto. Y en el momento en que la silueta del hombre se recorta en el vano de la puerta descarga el machetazo con toda la fuerza contenida del miedo. El machete suena como si hubiera chocado contra una piedra, y una esquirla de metal vuela por el aire; la cabeza del hombre se aparta en dos mitades iguales, y el cuerpo cae al suelo como si nada le sostuviera debajo. El negro gruñe de alegría súbita, porque la muerte que ha encontrado ese desconocido es una muerte vieja, la muerte que su mujer y su contrario tenían preparada para él; siente humedad en los labios y se relame la sangre que le ha salpicado en la cara; se vuelve a la muchacha y le dice alegremente:     
-   Ese hombre ya nunca más te hará daño.     
-   "Gracias".

     El hombre ha caído fuera de la casa; el negro sale afuera y limpia el machete en la camisa del muerto; es un hombre blanco. "Ten cuidado con los hombres blancos -le han dicho desde niño-; los blancos son perezosos, ladrones y mentirosos. Te engañarán con falsas promesas, te harán trabajar para ellos, y luego te robarán; ellos son los amos de las leyes y las armas; si quieres revelarte, sus leyes te condenarán, y te matarán". Y ahora están allí. Han venido a robarles sus panas, sus machetes, su pescado y sus mujeres. Robarán, matarán y violarán, y su pueblo será destruido, como tantos otros.

     La voz de la muchacha lo llama adentro. "No me dejes sola. Tengo miedo".
     - Te llevaré a mi isla, te enterraré allí, y ya nunca más podrás tener miedo. El hombre la coge en brazos y sale con ella hacia la balsa. Pasan junto al muerto y la niña mueve un poco el cuello rígido para no mirarle. ¿Cuánto hará que murió la niña?
     "Él fue el que me violó, y luego me cortó los senos. No sé por qué me mató".

     El hombre baja con cuidado por el barranco fangoso. Pensaba haber robado un bote, pero ya no lo hará.

     Es fácil robar un bote; sus dueños los dejan en  la orilla, sujetos por la palanca clavada en el fango. Pero ya no irá al pueblo, ya no robará un bote, porque  el pueblo ya no existe. Ahora sólo existen los blancos, y el miedo. Se irá en su balsa, inmediatamente, antes de que los blancos regresen; se irá a su ciénaga, solo, libre, con su carga de pescado y su novia muerta. Los blancos son la muerte; pero él no va a morir, el vivirá.

     Pero la balsa ya no está. El blanco la echó aguas abajo, sin importarle su preciosa carga de pescado, y lo dejó prisionero.

     Acostumbrado al bote como una prolongación de sus piernas, al agua como camino, el hombre toma conciencia en ese momento de lo encerrado de su pueblo; apenas un claro andable en la orilla del gran río, una hilera de casas apretadas por el río y la ciénaga, y la selva envolviéndolo todo; fango, espinas, mosquitos, hormigas, culebras, humedad, espíritus, fantasmas y muanes.

     Por un momento piensa en echarse aguas abajo; tal vez alcance a nado la balsa que flota en la negrura de la noche; o pueda llegar hasta el caño por donde se entra a las grandes ciénagas, y una vez allí construir una balsa de cualquier madera que flote y llegar a su isla en la Ciénaga del Animal. Pero el temor a caer en un remolino le clava en la tierra; de día, cuando uno los ve, y en una champa difícil de hundir, los remolinos no son peligro; en la noche, sin verlos, y con lo fácil que es llevar un nadador al fondo, el más pequeño de los animales le sorberá. Y él no quiere morir en el fondo del agua, viendo los ojos burlones del animal cuando le sorbe muy lentamente entre los labios apretados.

     Podría esconderse en la selva. Un negro que mató a otro del pueblo se aguantó dos días escondido antes de salir derrotado por el hambre y los mosquitos a la montonera de los machetes que lo picaron. Otro se escondió a unos pasos del pueblo, en la bamba de una ceiba, y ese nunca salió; encontraron su esqueleto porque una luz verdosa iluminaba el árbol de noche. Tal vez, en dos días, los blancos se hayan ido del pueblo, y entonces pueda robar una champa; sin una champa está muerto.
     "Tengo frío".
     El hombre sabe que los muertos sin mortaja sienten frío, y se aparecen por años a sus parientes quejándose de frío. La voz de la muchacha le saca de sus cavilaciones, y se da cuenta que también él está temblando de frío y miedo.

     La humedad del río le enfría el corazón.

     Con la niña en brazos vuelve a subir el barranco. La tiende en su cama, la envuelve cuidadosamente en su lona blanca.
     "Ponme los pechos en su sitio, para que pueda dar de mamar a mis hijos".

     El hombre no puede concentrarse en la búsqueda. Cada vez que prende un fósforo, el resplandor le asusta. Al tercer fósforo, exclama con desaliento:     
-   Ya no están; se los comieron las ratas.     

     La niña, con tristeza profunda:     
     "Ahora ya no podré tener hijos".

     El hombre no encuentra nada que decir; la toma en brazos con cuidado y la lleva por la breve trocha hacia el cementerio.
     - Te enterraré en el cementerio, con tus compañeras las ánimas; así no estarás tan sola, ni tendrás tanto miedo-
El hombre siente por la muchachita muerta una ternura que no ha sentido por nadie vivo. Con el machete deshierba un pedazo, y cava un hueco poco profundo. La tierra del cementerio es blanda.

     Dos hombres vienen por el camino, alumbrando con linternas hacia el frente; las luces se ven a lo lejos. El negro deja la muchacha y corre hacia atrás, a esconderse entre la hierba alta. Teme que el olor a hierba cortada y tierra removida le delate. Pero los blancos pasan hablando descuidadamente, sin preocuparse de nada.     
     - ¿Y para qué tenía que venirse por aquí solo?     
     - Ya sabes como es. Debe estar encaramado encima de la muerta.

     Cuando las linternas han pasado, el negro se atreve a levantar la cabeza y mirar; los blancos van despreocupados, con los fusiles al hombro con el caño hacia el suelo; si les hubiera acechado tras un árbol, hubiera podido matarles a los dos; no lo hizo, tuvo miedo hasta de mirar, la oportunidad pasó y ahora siente rabia contra sí mismo.

     Apresuradamente coloca la muchacha en el hueco, y le tira tierra encima. La niña le mira con sus ojos grandes de miedo, y él no puede llenárselos de tierra; intenta estirar la mortaja para tapárselos, pero no le alcanza. No sabe qué hacer. Al fin se los cierra con su mano, coloca su propia camisa encima, y pone tierra para que el peso se los mantenga cerrados.     
     - Duerme, niña, duerme.     

     Siente ganas de llorar. Es extraño, nunca antes le había pasado eso.

     Los blancos vuelven a pasar por la trocha. Ya no hablan, ahora van iluminando a lado y lado, y el fusil en la mano apunta las sombras. El negro los ve pasar. Las linternas sólo sirven para provocar sombras, y él es también una sombra negra en la negrura de la noche.  No le descubrirán fácilmente, y por primera vez en su vida se alegra de ser negro. Ahora siente menos miedo que antes, porque los blancos tienen miedo de él.

     Ahora que la garra del miedo se ha aflojado un instante sobre su garganta, piensa que la posibilidad  de escapar es robarse una champita en el pueblo; regresa a la casa del compadre, y toma el canalete que había dejado por inútil. Él va a ir al pueblo, va a conseguir un bote, no va a dejarse morir; si una vez venció al Animal, también escapará de los blancos.

     Camina lentamente por la trocha hacia el pueblo, preocupado de no hacer ruido y escuchar todo. Los pies descalzos pisan una masa fría y blanca, y salta temiendo haber pisado una serpiente; le cuesta reconocer que eso que hay allí, esa masa informe, es el cuerpecito de un niño recién nacido. Le han pisoteado hasta reventarle las tripas, licuarle los huesitos cartilaginosos, disgregarle la cabeza; los duros tacones de las pesadas botas militares han atravesado la piel y la carne, y han hecho profundas huellas en la tierra. A un lado, desprendida de su brazo, hay una manita envuelta en su manopla de lana; es lo único reconociblemente humano de ese niño tierno. El hombre la recoge con cuidado, lleno de odio hacia los blancos, y se queda indeciso con ella. Luego vuelve hacia la sepultura de la muchacha, escarba la tierra removida, y la destapa la cara; ella abre los ojos sorprendidos y llenos de miedo.     
     - Mira, no tiene quien le cuide. Ahora es tu hijo. Cuídale.
     "Gracias. Ahora es mi hijo. El pobrecito llevaba mucho tiempo llorando solo".

     Los niños chocoanos son propiedad colectiva; cualquiera les da de comer, a cualquiera hacen mandaditos, cualquier hombre del pueblo pudo haber sido su padre. El hombre se sorprende mientras camina pensando con lastima en la muchacha que fue la madre de aquél pobre niño. La lana de la manopla estaba ya desgastada, como lana usada antes. La mamá debía haber deshecho un suéter, cualquier otra de sus prendas para hacer esa pobre manoplita que defendiera al recién nacido de arañarse. Se pregunta si se lo quitaron a la fuerza y lo pisaron delante de ella, o si lo habrían dejado caer en el terror de la fuga. Nueve meses de espera, los dolores de un parto, la mamada sobre el seno amoroso, todo para terminar bajo unas botas militares. El hombre llora de rabia.

     Camina silencioso, en una mano el machete, el canalete en la otra. ¿Dónde estarán los blancos?

     Al llegar al pueblo se sale de la trocha para no atravesar el caño por el puentecillo de troncos. Se arrastra por la selva domesticada, cruza el caño hundiéndose hasta la ingle en el barro, y consigue salir al otro lado, a la calle polvorienta del pueblo. Hay una leve claridad que anuncia la salida de la luna, y el hombre sonríe al ver la silueta de un blanco apuntando con su fusil hacia el puentecillo.

     Busca la seguridad en los pequeños huertos de detrás de las casas, junto a la ciénaga. El hombre ve los cadáveres de las mujeres atoradas en el fango, flotando sobre el agua, todas uniformes, la cara dentro del agua, espaldas morenas agujereadas; las bateas están junto al agua con sus pilas de ropa y el manduco encima, como si las lavanderas fueran a volver en un momento a reanudar el trabajo; pero el hombre sabe que no vendrán, que ya las sardinas les han comido los ojos y los quícharos las han arrancado los pechos a mordiscos.

     Aspira los vapores de la muerte, y se tambalea; es el miedo quien le sostiene, le hace cruzar los huertecillos de yucas, esconderse bajo una de las casas.

     Unos pocos pasos más, cruzar el espacio despejado de la calle, ganar el barranco con su protección de sombras, y allí las champas, y en ellas, la vida.

El negro mira a todas partes desde su escondite  bajo la casa, y no ve a nadie. La luna con ansias de salir le apremia; en una decisión brusca sale corriendo, tan agachado como puede. Tropieza con un tronco de árbol, un tronco que nunca antes estuvo allí, y cae de bruces al suelo. No se vuelve a mirar porque él sabe que no es un tronco, sino un muerto, que toda la calle está cubierta de muertos. Se tumba para parecerse lo más posible a uno de ellos, avanzando muy lentamente.

     A su izquierda un hombre gime. Le han cortado los pies y las manos, y alarga hacia él un muñón negro donde la infección pone vetas verdes. 
     - Hermano, llevo dos días penando... Ayúdame.

     El negro le reconoce. Era un hombre grande y fuerte; también él tenía una buena casa, buenas mujeres, buena champa. Otras veces han peleado por una muchacha, por un sitio donde tender los anzuelos, por un tronco bajando en la corriente del río. Ahora se da cuenta que aquél negro era un hombre igual a él, con sus mismos intereses, temores y esperanzas, negro como él, y que toda su historia les une. No puede negar el favor que le pide, y rueda junto a él, le pasa el machete afilado como una caricia por las venitas del cuello.
     - Soy tu amigo... Duerme.

     La yugular cortada deja salir tres latidos de sangre, mientras el herido le mira con gratitud; quiere decir algo, pero los párpados se le cierran lentamente, y muere.

     Elombre se siente triste. Por un instante en su vida ha tenido un amigo, y ahora está otra vez solo. Rueda dos veces más sobre sí mismo, y alcanza el barranco. Se deja resbalar hasta el agua.

     ¿Dónde están las champas, las canoas, los botes? Antes las orillas vivían llenas de ellos; ahora no hay ninguno. Pero tiene que haber al menos uno: los blancos no pueden ser tan locos como para quedarse encerrados sin un bote, en ese pueblo lleno de muertos.

     El negro ha subido por la ciénaga casi hasta la cabecera del pueblo, y ahora se deja deslizar río abajo, asomando apenas la cabeza fuera del agua, y tanteando con los pies el fondo arcilloso. Lleva el canalete en la mano izquierda, como un apoyo, y el machete, por primera vez en mucho tiempo, reposa en su vaina. En el frío de la noche el agua se siente caliente.

     Hacia el centro del pueblo le parece ver un grupo de embarcaciones. Seguramente allí estarán los blancos, porque enfrente está la única casa del pueblo con techo de zinc. Y allí conseguirá una champa.
     "Y cuando me vaya en mi champa, lanzaré todas las demás al agua, como ellos lanzaron mi balsa. Los blancos se quedarán encerrados en el pueblo, encerrados con los muertos. Cuando el sol caliente los cadáveres se pudrirán, y ellos se volverán locos".

     Si, allí están las champas.
     "Dijeron a los negros que las juntaran todas aquí, y los negros obedecieron. Luego se colocó allí un hombre con un fusil, disparando a todo el que se acercara para que nadie pudiera escapar. Luego empezó la matanza".

     Pero hay algo extraño entre las champas; un bote largo y alto, como nunca lo hubo en el pueblo.
     "Allí vinieron los blancos. Ahora cargarán el  bote con todo lo bueno del pueblo, el pescado, las cacerolas, los machetes, las barras de hierro, el plátano, y se irán. Pero yo lanzaré su bote aguas abajo, como ellos lanzaron mi balsa".

     Le intriga pensar porqué lanzaron su balsa al agua. ¿Acaso no vieron las veinte arrobas de pescado en ella?

      Y sentado en el bote, con un fusil cruzado sobre las rodillas, un blanco.

     El negro ya no puede retroceder. Sigue bajando hacia las champas. Hay tres champas, y luego el bote con el blanco sentado en el centro; las demás champas deben estar detrás, pero no se ven. Al llegar cerca se sumerge.

     Incluso en pleno día, las aguas lodosas del Atrato no dejan ver en ellas; bajo la leve luz que anuncia la salida de la luna son completamente opacas. Pero el hombre está acostumbrado a ellas. Tantea con la mano las tres champas, el bote que cala más profundo, apoya las manos en la quilla sumergida del bote, con la cabeza empuja hacia atrás las tres champas, muy lentamente. Abriendo un hueco entre el bote y las champas, clava los pies en el fondo poco profundo, toma el machete en la mano, y se levanta fuera del agua mientras suelta el machetazo. El filo pasa tan rápido por la garganta del blanco sentado, que ni siquiera lo ve, no siente el golpe sutil, no comprende que el negro que está enfrente a él, riéndose con el agua a la cintura, le acaba de degollar. Solo cuando siente el calor de la sangre corriéndole por el pecho intuye lo que ha pasado, se lleva la mano a la garganta y siente los borbotones  de sangre escapársele entre los dedos, se horroriza; quiere gritar, y sólo puede  emitir un glugluteo; intenta respirar, y se ahoga, porque tiene los pulmones encharcados en su propia sangre. Se pone en pie, quisiera correr, huir de ese negro que se ríe y se ríe, llamar a sus compañeros, resbala y cae al río, ahogado antes de tocar el agua.

     El negro aún se ríe. "Para los gallinazos de la palizada, amigo". Los gallinazos están gordos, ha sido un buen tiempo para ellos.

     El negro elije para si una buena champa, estrecha y rápida, y lanza las otras dos al agua. Agarra el bote por la punta que tiene en tierra, lo desvara, y lo empuja al agua con todas sus fuerzas. El bote se va rápido, hasta que una cadena con que está atado se templa dando un cimbronazo que conmueve la casa de los blancos.

     De la casa cercana salen voces:
     - Pendejo, si el bote no lo atamos a la casa, se te va.
     - ¿Estás dormido, o que'es la vaina?

     El negro deja de reír. Otra vez siente miedo. Se sienta en la champa elegida, y rema rápido hacia el centro del río. De la casa sale un hombre con una linterna.     
     - Maldito pendejo, ¿Te caíste al agua dormido?

     La linterna alumbra el agua, rosada y lenta, y el cuerpo que flota.     
     - ¡Le mataron! ¡Mataron al Sinsonte!

     Hay un eco de voces gritando:
     - ¡Le mataron! ¡Mataron al Sinsonte!

     El negro se aleja silencioso en su champa, bendiciendo la oscuridad que le protege. Y en ese momento, enorme y redonda, aparece en el cielo la luna llena que una nube retrasaba. Con el resplandor azuloso y brillante el negro ve las casas del pueblo pasar rápidas junto a él, los muertos de la calle, los blancos que corren. El agua brilla como un espejo. Noches como esta son las que él siempre ha ansiado para ir de caza; pero ahora levanta el puño al cielo y maldice, porque esta vez, él es la presa.

     - ¡Miren! ¡Fue ese negro! ¡Por allí va!
     - ¡Rápido! ¡El motor! ¡Las llaves de la cadena!

     El negro siente que la amargura lo invade: ¡Los blancos tienen un motor! Si los blancos tienen un motor, son ricos. Todos los negros sueñan con tener un día un motor que los libere de su penoso destino de bogas, y nunca lo logran. Los aguacates se pudren, y el plátano se madura antes de llegar al mercado en Quibdó. Dos días con la palanca en la mano, noche y día. Pero ni juntando todo lo que tienen entre todos los negros del poblado tendrían con que comprar un motor. Y lo que puedan robar a los blancos, no alcanza tampoco para la gasolina. El motor es para los blancos. Para los negros, la palanca y el canalete, y el hambre.
     "La Paisa tenía razón. No han venido a robar. Han venido a matarnos, porque somos pobres. Los ricos tienen miedo, porque cada vez hay más pobres".

     Los pensamientos del negro son amargos. "Con un motor me alcanzarán enseguida".

      Recurre a un truco desesperado, un truco que usan algunas guaguas viejas y experimentadas para escapar en el agua de los cazadores; se separa de la orilla, buscando la corriente rápida del centro del río, como  si fuera a marchar largo trecho aguas abajo. Desde el final del pueblo, el blanco que le esperaba en el puentecito del caño le hace tres disparos de fusil, pero el negro no se inquieta, sabe que está lejos, y que en la superficie llana del agua las distancias y los movimientos son engañosos; se limita a sentarse en el fondo de la champa para ofrecer menos blanco.

     Los blancos aún no han conseguido abrir el candado que asegura el bote a los pilares de la casa con una larga cadena de hierro. Pierden preciosos minutos bañando el candado en aceite para vencer la corrosión de la humedad tropical. Luego el motor tarda en prender. Los blancos maldicen mientras el bote baja perezosa­mente por el río, entre humo y explosiones. Sigue remando rápido, por el centro del río. Pasa a la altura del caño; es la entrada que lleva a la ciénaga de detrás del pueblo, con su vegetación de mujeres asesinadas, luego a la gran ciénaga, y al Caño del Remolino, a su ciénaga, a la casa donde su hijo lo espera; pero sigue remando aguas abajo; los blancos le ven alejarse desesperados, y el motor no prende. Pero cuando el río lo oculta en una prolongada curva, el negro rema rápido hacia la orilla y vuelve a subir. Es el momento en que oye el ruido acuciante del motor; se oculta en la sombra de un árbol cuyas ramas rozan el agua; es una preocupación innecesaria, porque los blancos lo buscan en el centro del río y pasan rápidos, sin mirar siquiera las orillas. Cuando el bote toma la curva el ruido se debilita; el negro vuelve a remar aguas arriba. Los blancos no saben de canoa, se irán lejos buscándole, mucho más lejos de lo que él nunca se hubiera podido ir, y cuando se den cuenta de que él se les escondió, no sabrán donde buscarlo.

     Otra vez vuelve a ver el caño que lleva a la ciénaga. Una vez dentro, los blancos nunca podrán encontrarlo. Una vez un cura se adentró solo a pescar, y los hombres del pueblo lo encontraron a los días, perdido, sin saber hacia dónde ir, y con el cuerpo hecho una llaga de los mosquitos.

     El motor se vuelve a oír más fuerte, y el negro sabe que los blancos vuelven; han ido apenas un poco más abajo de lo que él habría podido ir en su champa. Suben registrando la orilla; el ruido es distinto cuando entran en una bahía, o en la boca de un caño, o en las quebradas que caen al gran río; son breves momentos, y el ruido angustioso se oye cada vez más cercano; el negro no comprende cómo los blancos han podido ser tan astutos, y empieza a sentir la triste, terrible sospecha, que sólo comprobará al amanecer, en el embarcadero junto al remolino.

     Pero ya está llegando al caño que lleva a la ciénaga. Allí los blancos nunca podrán encontrarle.

     Es un alivio entrar en las aguas quietas y anchas de la ciénaga. Atrás quedó el pueblo, con el hedor de cadáveres que lo paralizaba; y el río con la palizada donde aleteaban sin poder volar los gallinazos ahítos de carne. El horizonte confinado entre las orillas del río se abre en lejanías; sin el empuje contrario de la corriente, la estrecha champa se siente más ligera. Sólo la sospecha le atormenta y le roba la  alegría; es tan fuerte que en vez de dirigirse en línea recta hacia la salida de la segunda ciénaga sigue por la orilla izquierda; el camino más largo. Irá dando una larga curva, por los lados donde la hierba acuática semeja praderas y los manglares invaden la ciénaga, y lo que parecen ser aguas profundas no son sino lodazales húmedos, donde las champas se quedan pegadas como una mosca en la savia del cauchero.

     El motor se vuelve a oír. El negro ve el bote que avanza en línea recta hacia la salida contraria, por el rumbo donde él habría ido si su sospecha no lo hubiera alertado. Llegan hasta el final de la ciénaga, y luego tuercen en ángulo recto hacia la orilla derecha y regresan hacia atrás, registrándolo todo; el motor suena lento, porque navegan entre los árboles que crecen en el agua; hasta encienden sus linternas cuando la oscuridad se hace demasiado densa bajo las copas unidas, y apagan el motor para meterse en marañas de árboles caídos.

     El negro avanza rápidamente, casi tanto como el pesado bote de los blancos, sin preocuparse de esconderse porque el ruido le indica que están demasiado lejos para verle, con los ojos enceguecidos por el resplandor de las linternas. Registrando la orilla, los blancos han llegado hasta el caño por donde él entrara, y navegan ya por su orilla; el motor se oye cada vez más cerca, y el negro busca un escondite seguro; en una pequeña ensenada que las tormentas han llenado de árboles flotantes voltea boca abajo su champa, y la mete como uno más entre los gruesos troncos. Cuando el motor pasa él está dentro del agua, respirando el escaso aire de debajo de la champa. El resplandor de una linterna pasa sobre él, y dentro del agua el ruido del motor ensordece, pero los blancos se alejan. Cuando el negro termina de enderezar su champa y achicarla las luces le buscan otra vez tenazmente en la orilla contraria. Sigue remando y logra salir de la ciénaga abriendo un surco en la vegetación espesa de un estrecho caño que lo lleva a la otra ciénaga. Siguiendo ese trazo los blancos salen de una ciénaga para entrar en otra, y la persecución continúa.

     Los blancos parecían leer los indicios minúsculos que sólo los negros ven: el animal asustado, la ramita recién rota, las hierbas flotantes apartadas, el lodo del agua removido por el canalete; nunca el negro volvería a pasar una noche como aquella, en que conoció todos los temores y esperanzas del animal acosado, cada vez más cerca de la salvación, y cada vez más cerca de ser atrapado.

     Cuando atravesaba un espacio de aguas abiertas, sin escondite posible, el bote de los blancos se le acercó a toda velocidad; en el último momento la hélice chocó contra un tronco sumergido, y pudo escapar  mientras cambiaban el pasador roto por el golpe, pasó por zonas de lotos, donde la hélice de los blancos  necesitó ser limpiada con tanta frecuencia que el bote fue más lento que la champa; pero luego se le adelantaban, le buscaban en los sitios donde él debía de estar, le esperaban en los pasos claves, como si de antemano supieran donde iba, y el sólo podía esconderse entre la maraña de la ciénaga, esperando que los blancos pasaran sin verle para realizar otro corto avance.

     En el Caño del Remolino le sorprende la claridad rojiza del atardecer; pero los blancos se oyen lejos, y el negro una vez más respira aliviado.

     Las hazañas de Elombre, en esa noche de terror, se contarán de padres a hijos por muchos años, en las tertulias nocturnas del anochecer, junto a las llamas del quinqué:
     - "Siete veces estuvieron los blancos a punto de alcanzarle, y siete veces los burló: primero como la guagua, y luego como el caimán; luego como la nutria y la culebra, y  como el pato y el cangrejo, y luego como la iguana. Y luego...
     - Luego ¿Qué pasó padre?     
     - Luego..."

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