domingo, 30 de abril de 2017

ELOMBRE DE LA CIENAGA. CAPITULO 7 A 9.


7-    UNA CASA EN LA CIENAGA DEL REMOLINO.

Una isla menor en la Ciénaga del Remolino, vista desde el caño
            Amanecía apenas cuando el padre despertó al niño.     
            - Vamos, despierta pelado, ¿Es que piensas dormir más que yo?

            El frío no dejaba reaccionar al niño; lentamente se levantó, se restregó los párpados pesados, avivó el fuego que agonizaba, calentó las piernas entumecidas, llenó la olla de agua y niebla del amanecer, tomó de la canoa los últimos plátanos que quedaban, se acurrucó junto al fuego, los peló y partió cuidadosamente a golpes de machete y, aprovechando que el padre no miraba, los puso a cocinar sin haberlos lavado.


Vegetación en la Ciénaga.
            El hombre seguía tumbando monte metódicamente, agrandando el pedacito donde la selva los mantenía prisioneros. Los cerdos intentaron acercarse a la olla, pero cuando el niño les golpeó en el hocico con un palo espinoso se mantuvieron junto al hombre, devorando las hojas caídas. El hombre comprendió que el gran árbol era imposible de tumbar, porque había sido plantado mucho antes de la creación del mundo, para que ellos hicieran su casa bajo él, y limpió su alrededor en círculos cada vez más amplios. No sólo aumentó el terreno liberado, sino que fue reuniendo troncos para plantar la casa, lianas para atarlos, palmas  para rajarlas por el medio y extender su corteza para formar el piso. Los cerdos comían las pepas de tegua ávidamente, haciendo mucho ruido al romper las semillas para sacar el aceite.

            Comieron silenciosamente su plátano vacío; cuando acabaron, el padre habló por segunda vez en el día:     
-   Vas a tener que pescar para la comida.


            El niño se sintió feliz; ¡Pescar! ¡Pescar es lo que más le gusta en la vida! La sonrisa se le subió a los ojos. Pensó si le gustaba más pescar que chupar caña, más que comer banano maduro, más que bañarse en el agua caliente de la ciénaga, más que rendijear a los  mayores cuando hacían el amor, y decidió que pescar era definitivamente lo que más le gustaba. ¡Y ahora el padre lo ponía pescar, a pescar toda la mañana en la sombra umbría del gran árbol!

            Consiguió una docena de lombrices, disputándoselas a los cerdos, las envolvió cariñosamente en una hoja de bananillo, escogió con mirada experta un hueco en el chuscal flotante bajo el que se escondían los peces, y lanzó su anzuelo: "Ve pelado, tráeme la barra", y el niño recoge su anzuelo, cierra la hoja de la que se escapan las lombrices, busca la barra en el desorden caótico de la canoa, se la entrega al padre, ensarta una nueva lombriz en el anzuelo, lo lanza al agua; "Ve, pelado, traéme la pala", y el niño recoge su anzuelo, guarda sus lombrices donde no alcancen los cerdos, "pa'mi que he visto la pala abajo de todo, cuando buscaba la barra", y la encuentra en el desorden que aumenta y palpita como una masa amibiótica viva, y se la entrega al padre, se acomoda, "parece que va a picar", "era un rollizo, se fue, esos nunca pican", y "Vé pelado, sacá la tierra mientras yo cavo", y el niño guarda el cartucho de lombrices, y entre los dos dejan abiertos los cuatro profundos huecos donde van a ir los horcones de la casa; y el niño que se acomoda, que enhebra una lombriz en el anzuelo, que lo lanza al agua, y el padre "Vé pelado, tenéme derecho los palos mientras apisono la tierra", y el niño que se acomoda, que coge otra lombriz, y el padre "Vé pelado, sostenéme esta solerita mientras yo la ato", y el niño que se acomoda, y el padre "Vé, alcanzáme ese palito de chibugá", "jalá la punta de esa viga", "tené allí quieto", "pará este palo allá". Y el niño sube, baja, lleva, busca, trae, guarda, corre, sostiene, ata, clava, cuña, chacea, corta, cava, apisona, alcanza, afila, carga,....

            Y sin embargo, en algún momento de la mañana, el niño ha pescado cuatro grandes barbudos, los ha limpiado, los ha asado en el fuego siempre avivado, y ahora se sientan a comerlos en las vigas de la casa, con los pies al aire, escupiendo espinas que los cerdos se disputan ruidosamente.

            Aquél fue el comienzo de un interminable régimen de pescado: guacucos asados sobre su propia concha en las brasas, bocachicos refritos en su propia manteca, quícharos ahumados, lonchas de doncella puestas al sol, veringos cocidos, barbudos asados en la parrilla, boquianchos, mojarras, pemás, cocós, nicuros, bagres, rollizos, sábalos de carne roja y sangrante, grandes como un hombre, que el padre alanceaba con el arpón. En el día el pescado se seca al sol y al humo, entre enjambres de moscas inahuyentables; en la noche, el niño interrumpe su sueño tres veces para mantener encendido el fuego. Los pescados secos, rígidos al tacto como una corteza, los amontonan unos sobre otros, atados con bejucos, y cuelgan los gruesos paquetes de las vigas de la casa, repitiendo una tradición mil veces milenaria, en un almacenamiento que siempre fue aumentando, porque nunca fueron capaces de darse cuenta de que cada día pescaban más peces de los que eran capaces de comer.

            Una semana después de comenzada, el padre puso el piso de corteza de palma, y quedó faltando tan sólo el techo de hoja.

            El niño fue ordenando el caos informe de la canoa, ordenándolo sobre el piso de la casa, encaramando por costumbre aquello que en el poblado las ratas hubieran dañado con facilidad. El padre le hizo guardar hasta los manojos de plantas que ya comenzaban a marchitarse, los ataditos de semillas que ya lanzaban afuera los deditos blancos de sus raíces, los montones de frutas podridas. Cuando terminó, llenó la canoa de agua para limpiarla de los gusanos blancos y peludos que quedaban en ella. Los gusanos se quedaron flotando en una costra aceitosa que lanzaba el agua con un totumo y los pescados atrapaban en el aire.

            Desembarazada de la carga, la canoa volvía a ser ligera y rápida. Parecía más alta, menos larga, y al dar los primeros golpes de canalete se extrañaban los brazos que esperaban una resistencia inexistente.

            Reconocieron la ciénaga: Era grande, más grande que Ciénaga Grande, y estaba llena de islas, de pasillos entre las islas, de tierras apenas sumergidas sobre las que pasaba la canoa, trazando al avanzar un surco entre la vegetación. Al niño le gustaba ver esa cubierta, compacta a la vista, subir y bajar al ritmo de las olas. Algunas islas eran tan grandes que un caño se introducía en ellas, y al avanzar dentro de él, descubrían una ciénaga atrapada dentro de la isla, y en su interior nuevas islas, y en ellas, ciénagas diminutas con islas microscópicas. El niño jugó por un momento a sentirse perdido en un universo de anillos decrecientes de tierra y agua, en un vértigo de sucesiones infinitas. Pero no era posible que se perdieran; percibían el más pequeño cambio en la vegetación, en la profundidad del agua, en su olor, en la posición respecto al sol. Para ellos cada isla era tan distinta de las demás, como una persona a otra. Y si hubiera habido alguna duda, les habría bastado mirar alrededor para encontrar la copa inhiesta del árbol primordial, elevándose sobre el cielo, señalándoles su casa, su fuego, y el centro del universo.

            Los ojos del hombre ven el lugar donde la guagua acude de noche a ramonear la hierba delicada de las orillas, el deslizadero donde la iguana se zambulle en el agua, la rama donde el paují duerme, la playa arenosa donde la tortuga pone sus huevos, el claro donde la capibara celebra su danza amorosa, el musgo maloliente sobre el que crió la tataura, el hueco sumergido donde la raya duerme, el nido donde ríe el chilacó, la puesta del cocodrilo. No necesita fijarse, pensar, decir; siente sin palabras, porque él también es parte de esa vida que no racionaliza, que vive para vivir.

            Bordearon la ciénaga sin encontrar un nuevo caño que cayera en ella. Sólo aguas verdosas que rezumaban de las tierras altas, y suelos fangosos depositados en crecidas de aguaceros ocasionales. En uno de esos suelos de palmar, entró el hombre hundiéndose en el lodo hasta las ingles. 
Vegetación flotante en la orilla.
Volvió  cuando el sol alargaba las sombras, visiblemente fatigado, angustiado de vagar en ese terreno donde la tierra era agua y el agua fango, pero con dos gruesos atados de hojas de cabecinegro, sobre los que se arrastraba para llegar al agua limpia. Trajo todavía dos cargas más, y volvieron a su isla con solo la luz rojiza, como un rescoldo, del sol ya puesto. Sobre el fuego tostaron apresuradamente dos largos espetones de sardinas, y las comieron sin dejar cabezas ni espinas, y se tumbaron a dormir en un cansancio tan profundo que no pudo despertarlos el ruido que toda la noche hicieron los cerdos, enloquecidos por el hambre.


8-    LA SERPIENTE EN EL PARAISO.

            La isla, bajo el parasol del árbol cósmico, se había ido transformando tan progresivamente, que ninguno de los dos se había dado cuenta. Sólo esa mañana, cuando el acoso de los cerdos les hizo huir de un rincón a otro, y finalmente meterse en el agua para poder defecar, se les borró de los ojos la permanente ilusión de verdor, y descubrieron con sorpresa que su isla no era sino un hediondo lodazal marrón. Ni una hoja, ni una brizna de hierba, ni un palo en el suelo. La casa, los cerdos y el fuego habían terminado con todo, y aún tenían ham­bre. La casa lo mostraba en los grandes huecos luminosos del techo; el fuego en el humo mortecino de rescoldos asfixiados bajo cenizas. Pero los animales eran ruidosos, insistentes, interminables, omnipresentes. Habían aca­bado con las hojas caídas, los frutos silvestres, los gusanos de la podredumbre, los tallos tiernos, las lombrices del subsuelo, las cortezas, la madera, y habían seguido comiendo la tierra vegetal; llevaban ya dos días comiendo sus propios excrementos terrosos, con la firme decisión de sobrevivir, tenaces, metódicos. Elombre vio en ellos la misma energía que lo llevó a vencer al Animal, a seguir luchando por la vida, aun cuando sabía que estaba muerto. Miró sus ojos inyectados en sangre, sus colmillos al aire, la baba rabiosa del hocico, y sintió miedo. - Ayúdame a atarlos. Tenemos que sacarlos de aquí.

            Los engatusaron con un poco de pescado fresco. Los cerdos se lo disputaron ávidamente, a dentelladas salvajes. Hubo que hacer dos comederos distintos, y así fue que los pudieron atar de las patas traseras e introducirlos a tirones en la canoa.

            Eligieron una de las islas más grandes, con una playa arenosa donde los animales podrían bañarse. Los soltaron con cuidado, temiendo un ataque. Los cerdos se internaron en la isla, comenzando a comer ruidosamente la hierba escasa del suelo, a horadar túneles entre la maleza.     
            - Aquí tienen mucho que comer.     
            - Si, padre.     
            - Conviene que estén bien alimenta­das. Dentro de poco las toca parir.

            El niño miró al padre con sonrisa de entendido:
            - Con la próxima luna llena.

            Antes de volver a su isla, a la casa bajo el  árbol, cargaron su canoa de madera para el fuego, para ese fuego voraz  que habría de consumir bosques enteros. Cuando llegaron, el niño reavivó las llamas, y se acomodó para pescar. El padre le alargó un manojo de hierbas con las puntas marchitas:     
            - Ahora vamos a sembrar.

            La siembra se convirtió en una loca pesadilla, en una lucha contra el tiempo, en un quehacer sin descanso.

            El hombre se enloquecía viendo marchitarse las  plantas, pudrirse los colinos, germinar las semillas. Era preciso sembrar todo rápidamente, sin pérdida de tiempo, desde que el sol sale hasta que se pone. Llenaron su isla de plátano y banano; el hombre había traído todas las variedades posibles: acanalado, manzano, primitivo, patriota, muslo de mujer. Era preciso cavar huecos y más huecos, y llenarlos de ceniza para que los escarabajos cucarrones no se comieran la planta por dentro. Cuando ese espacio se les acabó, pasaron a otra isla a sembrar maíz; el padre tumbaba monte, danzando furiosamente con el machete, abatiendo filas y filas de enemigos de cañabrava, de guásimos, de orquídeas, de helechos; descansaba un instante, regaba delante de sí un puñado de maíz, y volvía a su danza feroz. El niño le seguía mochando las ramas de los árboles caídos, picando las grandes hojas de rascadera capaces de sofocar una plantita naciente. Al atardecer cargaban la canoa con troncos que el hombre rajaba con el hacha y el niño apilaba para el fuego. Comían unos pescados en las brasas de todo el día, y se acurrucaban en la casa, bajo el cielo a medio cubrir, para dormir el sueño sin fondo del cansancio.

                   Al tercer día toparon una culebra. El padre la sintió deslizarse con un leve ruido metálico, apenas comenzada la rocería; se le perdió en el espacio enmarañado, virgen de machete, apenas un fugaz verde y negro entre la hierba verde y las negras sombras. Siguieron rozando poco a poco, con movimientos ralentizados, tirando el machete lejos, interponiendo un muro de aire y luz entre la espesa selva vegetal y la piel negra, tan blanda a los colmillos venenosos. Al atardecer, el hombre se fue llenando de una profunda  inquietud que le asaltaba en oleadas desde una palma zancona. Sentía su instinto animal empujándole hacía atrás, como un persistente viento helado. Con los nervios en tensión, ceñudo, avanzaba arrastrado por el hambre del machete hacía la fuente del miedo, cada vez más lento, sintiendo húmedas las palmas de la mano y seca la garganta, hasta que frente a una palma se quedó inmóvil, escudriñando sombras un tiempo eterno. En el sudor frío, en el pelo erizado, en la opresión del pecho que le impedía respirar, en la profunda repugnancia de su cuerpo a avanzar, él sabía que la muerte estaba allí, agazapada en las sombras. Al fin pudo distinguir las dos pupilas verticales que lo miraban fijamente, hipnotizadas sobre las venas del cuello. Trazó poco a poco el contorno de la cabeza triangular, el cuerpo poderoso comprimido como un muelle, la cola amarrada al tronco de palma; llevaba toda la mañana agazapada, esperando a que el hombre estuviera a su alcance para lanzarse como un rayo y dar ese mordisco letal que le haría brotar sangre de cada poro y se le pudriera la carne gangrenada, hasta que la sangre envenenada paralizara su corazón y cayera muerto.

            Ahora que la había localizado, sintió un profundo alivio; ya no era la muerte la que lo esperaba allí, era solo un animal salvaje, como él; el animal odiado desde el comienzo del tiempo. Los brazos se le desengarrotaron, y respiró un aire profundo que le dolió en el fondo de los pulmones. Durante todo el día los dos instintos habían luchado poderosamente; ahora el hombre iba al fin a vencer, porque no era sólo el instinto el que luchaba, sino también el aprendizaje, la experiencia aprendida de boca de los agonizantes y el arma de hierro.

            Los dos se movieron lentamente, acariciando el aire. La serpiente retrocedió la cabeza hacia las sombras, apretó sus anillos sobre sí. Le hacía falta tan solo que el hombre avanzara un paso más para poder estirarse, lanzar su cabeza como un proyectil, hundir sus colmillos en el cuello y dejar su veneno mezclado en la sangre del hombre, para que la muerte fuera avanzando con cada latido del corazón. Pero el hombre no avanzó: suavemente cortó una rama larga, pausadamente volvió el machete a su funda, aferró el palo con las dos manos, lo mantuvo un instante vertical, y adelantó ese paso fatídico mientras el palo ya bajaba.

            El golpe cayó con la violencia acumulada en horas  de tensión insoportable, abriéndose paso entre hojas desgajadas de la copa de la palmera. Golpeando la serpiente un poco más atrás de la cabeza que ya  avanzaba hacia él, nadando en el aire inmóvil. Con el cuello roto la serpiente cayó a tierra, desenrollada, larga como dos hombres, y aún la cabeza intentó atacar el pie descalzo utilizando los pocos centímetros útiles que le restaban desde la cabeza hasta el punto en que las vértebras partidas habían cortado la comunicación con ese cuerpo que se retorcía espasmódicamente, porque ya no era suyo. El hombre volvió a levantar el palo, y el segundo golpe dio en la cabeza, que se aplastó en una explosión de huesos frágiles. La boca se abrió y los colmillos lanzaron su veneno amarillo en una contracción póstuma, pero el hombre siguió golpeando y golpeando, rompiendo piel y huesos, licuando la carne blanca, desahogando el odio heredado de mil generaciones africanas muertas con la asfixia del veneno atenazándoles la garganta. El  hermoso animal que una vez fuera un mapaná, ya no era sino una masa informe, un charco nauseabundo en el suelo, y el hombre seguía golpeando con los restos del palo roto en la mano. Se detuvo cuando los golpes comenzaron a salpicarle.     
            - Nunca mates una culebra con el machete. El veneno se corre por la hoja y te mata.
            - No padre.
            Sin embargo, en esa isla donde tantas cosas iba a aprender el niño, y tantas olvidar, también aquello iba a caer en el olvido.

            El niño asintió silenciosamente: incluso cuando alguien moría picado de culebra, era peligroso tocarle con las manos. Los que tenían que cargarlo para meterlo en la caja, primero se tenían que untar bien las manos con jugo de tabaco, y después lavárselas con aguardiente. Las hormigas en cambio, ya estaban escurriéndose bajo sus pies a comerse el sango venenoso, y nada las ocurría.

            El niño se encogió de hombros. Las cosas eran  como eran, y no valía la pena intentar explicarlas.

            El padre iba ya delante, en su baile gozoso, machete en mano, tirando al suelo el maíz fértil que la vegetación cortada  cubría y abonaba para hacerlo germinar en madre pródiga de las mazorcas amarillas.
            Tardaron otra semana en terminar de regar el maíz, y para entonces ya era urgente plantar los pequeños limoneros, los naranjos, los chontaduros, los caimitos, los madroños, los árboles de pan, los mil pesos, los aguacates, los guayabos, el cacao, el bocao, los guanábanos, las badeas, las granadillas, los mangos, las guamas, las churimas... Era una carrera contra el tiempo, contra el calor que marchitaba los frutales niños en los manojos atados, contra el agua y el sol que hacían volver a brotar con ímpetu la hierba recién cortada. El padre abría hoyos, y el niño rozaba la hierba. Apenas acababan de plantar en una isla, y ya era urgente volver a limpiar las plantaciones anteriores de la maleza que las ahogaba, de las plantas salvajes que corte tras corte volvían a levantarse sobre sus raíces, indiferentes a los machetes. Y sin embargo estaban condenadas a morir, porque la tenacidad del hombre iba más allá de su tenacidad vegetal, y mientras las raíces de las plantas se iban reduciendo a cada corte, el hombre iba hundiendo más sus raices en esa tierra que antes era selva y que ahora era ya su tierra. Cada vez que los pies del hombre llegaban al fértil mantillo, renacían sus esperanzas; y aunque el hombre y las plantas se aferraban igualmente a la vida, era esta esperanza la fuerza contra la que la selva no podía luchar. Y al fin la lucha terminó cuando al ir a renacer, las plantas salvajes se sintieron ahogadas por la sombra y las raíces de las plantas domesticadas y mimadas por el hombre, y murieron definitivamente para que las plantas esclavas se alimentaran de ellas.

            Ese día, sintió el niño que despertaba de un mal sueño. Percibió el mensaje de muerte de la selva, los gritos de triunfo de los frutales, el susurro suave del viento entre los plátanos, la explosión germinativa del maíz. Levantó los ojos del suelo, enderezó la espalda encorvada, estiró los brazos doloridos y pasó una mirada silenciosa y gozosa por las islas que ahora se veían despejadas, con las plantitas naciendo en hileras simétricas. Ya no tendrían las culebras palmas sombrías donde agazaparse, ni las candelillas caerían más sobre su cuello, ni las espinas se clavarían hasta los huesos en los pies desnudos.     
            - Falta sembrar el arroz, padre.     
            - Eso puede esperar. Ahora voy a acabar de techar. Tú pesca mientras tanto.

            El niño se sentó a pescar a la sombra de un banano.
            - ¿Cómo estaba ya tan alta esa bananera? ¿Cuántas lunas llevaban ya sembrando, limpiando monte, volviendo a sembrar y volviendo a limpiar?

            El niño no lo sabía. Aquel había sido un tiempo continuo, sin marcas que sirvieran para señalar su transcurrir. El niño pensaba ahora en ese tiempo como una larga pesadilla de trabajo incesante, de brazos y espaldas doloridos, donde el sueño nunca alcanzaba para reponer el cansancio. Pero ahora, este plátano le devolvía el tiemp0. Tuvo un sobresalto:     
            - ¡Padre, las cerdas!     
            - ¿Y?     
            - Ya deben haber parido, padre.     
            - Mañana iremos a verlo.     

            Pero no fueron.

            El peso del cielo sobre la casa era cada vez menos, a medida que el hombre iba cerrando su espiral. Las hojas que se habían secado dobladas, dejaban caer un polvo blanco y olían fuertemente a moho. La techada avanzaba lentamente.

            El niño nunca había visto una casa tan densamente techada. Al principio atribuyó la densidad de vigas, columnas, soleras y portaletes, a la simple abundancia de madera proveniente del desmonte. Ahora que veía el techo combarse bajo el peso de esa techada excesiva, comprendía que también para la casa en la ciénaga tenía el padre su plan misterioso.

            Cuando el cielo era apenas una grieta alta, el padre se puso a hacer el caballete. Era el mejor caballete que el niño hubiera visto nunca: sólo las maderas más seleccionadas, las que nunca se pudren, y las hojas ¡Oh Dios mío!, con las hojas que tenía ese caballete, hubiera podido techarse una casa entera.     
            - La mayoría de las casas se acaban por el caballete.
            - Si, padre.     
            - O porque el río se las lleva.     
            - Si, padre.     
            - Pero esta....

            El padre se puso a reír y el niño comprendió al fin: el caballete nunca se acabaría, nunca el río podría llevársela; esta era una casa hecha para durar, clavada sobre la isla de la Ciénaga del Remolino para estar allí todo el tiempo que el tiempo durara.

            Aquella noche durmieron con un sueño profundo, sin estrellas sobre ellos.

9- ES MEJOR HUIR.

            Al día siguiente volvieron a sembrar. Pero la siembra era ya un quehacer descansado. El niño sentía crecer las raíces bajo sus pies, las hojas tiernas le acariciaban los muslos, y sonreía de gozo.

            Elombre trabajaba metódicamente, cada vez más callado. Y cuando al fin recogieron una cosecha de maíz que se había secado en la mata sin que se dieran cuenta, fue cuando pareció despertarse. Acumularon las mazorcas atadas de dos en dos, sobre largos varales colocados en el techo poderoso que resistió sin doblarse esa abundancia excesiva que hubiera tumbado una casa normal, y ordenaron en grandes montones el que no les cupo, y comenzaron a desgranarlo hasta que les dolieron las uñas. Hubo que tejer grandes cestas que se quedaron en los rincones, estrechando la casa; al anochecer el padre hundía sus manos en los granos de oro, los dejaba caer en cascadas sonoras y fruncía el ceño.

            El hombre recordaba otros días de cosecha, con las tinajas rebosantes de guaro y chicha, las mujeres afanadas moliendo el maíz, y los bailes nocturnos de la abundancia, donde él, Elombre, se perdía en la selva con una mujer para volver luego al baile, hasta que se perdiera con otra, temblorosa de amor o de miedo. Pero ahora... ¿Dónde estaban esas cinturas que se curvaban bajo su empuje, esos senos henchidos, esos muslos de agua, esos vientres que el hendía con un susurro de hojas rasgadas? Acariciaba el maíz y sentía ansias de enredar los dedos nudosos en el vello rizado de la mujer; veía crecer el plátano, y era su propio sexo el que crecía, sin encontrar una tierra que lo cobijara; se encontró añorando a la mujer que lo robó y una noche despertó en un charco de semen espeso después de que en sueños violara a la que le quiso matar. Bajo el sol tropical su cuerpo era una brasa que todo el agua de la ciénaga no era capaz de apagar.

            Y luego aquel silencio. Hasta los ruidos de la selva llegaban amortiguados a su isla. Hasta el viento se había vuelto indeciso; pasaba sobre los árboles más altos sin atreverse siquiera a mecerlos, sin arrancar un gemido en las hojas. La planicie de la ciénaga le desesperaba; bajo ese espejo los pescados pasaban rápidos, se amaban, se devoraban y morían, pero ningún ruido llegaba hasta él. En la noche sentía el escalofrío del caimán nadando entre la tiniebla; los ocelotes caían sobre las manadas de tatauros. Pero de esas tragedias habituales, ningún ruido llegaba hasta él.

            Y la falta de alcohol; el alcohol, que le hubiera permitido olvidar por un momento que su espalda se encorvaba y que algún día moriría; el alcohol que le hacía sentirse blanco, rico y eterno.

            Por su mente ronda un pensamiento sin palabras, una obsesión que no se atreve a confesarse. Y una desesperación que le hace huir de él.

            Y una mañana el niño se despertó sobresaltado por los fuertes hachazos del padre, que tallaba una champa en el palo robusto de un chibugá.
Canoas talladas
          Aquello no tenía sentido; el padre no le había llamado a que le preparara el desayuno, ni le había mandado a trabajar en la deshierba, ni tan siquiera a desgranar maíz. 

            El niño lo mira silenciosamente. Pero el padre parecía estar más allá de su alcance, encerrado en su pensamiento obsesivo. Al fin se encogió de hombros, asó un pescado seco sobre las brasas, frió unas rodajas de maíz cocinado, colocó todo sobre una hoja de plátano y lo dejó junto al padre, en el borde mismo de esa burbuja de silencio que parecía envolverle. Luego, antes de comer él mismo, se desnuda y se baña entre gritos, gozando la libertad inesperada. Sale del agua con el cuerpo chorreante, brillando al sol. El padre lo ve salir e interrumpe un instante su trabajo; luego su ritmo se hace más rápido. El niño pesca.

            El niño pescó y pescó hasta que el sol se puso y  la oscuridad naciente le alertó que había descuidado sus obligaciones; presurosamente asó cuatro pescados grandes, dejó dos sobre la hoja de plátano que el padre  había vaciado sin que el niño percibiera una pausa en los golpes, y enseguida se acostó a dormir. Lo último que el niño pudo percibir, antes de que el sueño lo envolviera en su negrura, fueron los golpes que el padre descargaba, vacilantes por la falta de luz.

            No hablaron palabra durante la semana demencial que duró la talla de la champa. El padre parecía vivir sólo para servir a esa grieta que se alargaba consumiendo el centro del palo, se extendía hacía los bordes, tomaba vida propia para explorar cada veta, haciendo saltar grandes lajas de madera rojiza; luego el hombre fue afinando el palo por fuera, reduciéndolo a una sutil astilla que envolvía el reposo de la grieta. Era inútil que el niño lo hablara; las palabras rebotaban contra esa burbuja que lo rodeaba, y en cuyo centro El hombre se ahogaba braceando en un universo de alcohol, música y mujeres.

             El segundo día el niño puso el pescado y el maíz fritos en la misma hoja de plátano y pescó y pescó hasta la caída del sol; el tercer día el niño puso el pescado y el maíz en la misma hoja marchita de plátano, en cuyo alrededor zumbaban enjambres de moscas, y pescó y pescó hasta la caída de la noche. Pero al cuarto día, poseído de una súbita determinación, se embarcó en el bote. Volvió gozoso al caer la tarde, cargado de limones y papas maduras, de zapotes y badeas. Las arrumó junto al padre, y se tumbó a dormir, mecido en un universo de abundancia.

            En la exploración del quinto día, el niño descubrió en una isla minúscula una selva de tomates. Los frutos habían madurado, se habían podrido en la mata, y habían vuelto a germinar sin que ellos se dieran cuenta de este proceso de vida que habían iniciado. Sólo entonces, el niño se dio cuenta de que en la pesadilla de la siembra no podía recordar que islas estaban sembradas y cuáles no, ni qué habían puesto en cada una, y que ante el extrañamiento del padre, como si se hubiera vuelto loco, era él quien iba a tomar posesión de esa riqueza desconocida. El niño caminaba con cuidado entre las plantitas tiernas, hacía trochas entre los tomates-enredaderas, las tomateras-árboles, las tomateras-bejucos, aplastando con el pie el suelo vivo y rojizo, los tomates-hierba, los tomates-helechos, sin poder evitar matar plantas que apenas comienzan a nacer; volvió al atardecer con el bote lleno de frutos rojos, los pies rojos, la boca chorreando jugo rojo, y se sentó junto al padre a seguir comiendo, hasta que le rindió el sueño.

            Al amanecer del sexto día, tuvo una súbita revelación:
            - ¡Padre, las cerdas!

            El hombre volvió lentamente de su sueño profundo, se restregó los ojos hechos a no ver sino la madera, y volvió a vivir la realidad. Vio el fuego que humeaba entre montones de cenizas, el pescado secándose, la casa hecha para la eternidad, y se enojó de su propia estupidez. Él no se quedaría allí, en ese universo sin ruidos, sin música, sin baile, donde no había trago ni hombres con quien tomarlo, ni una mujer que trabajara para él en el día y calentara su sexo en la noche. El  terminará su champa, una champa pequeña que pueda arrastrar sobre la trocha, y navegar hasta el pueblo. Y una vez allí...

            El hombre vuelve a soñar. Sueña viejas borracheras, cúmulos de cuerpos bailando la danza frenética del amor, músicas interminables. Son sueños tan reales que  los golpes del hacha se transforman en ritmos de cumbia, y la boca le sabe a sexo y aguardiente. En cambio las imágenes de aquella noche demencial en que escapó al machete enemigo en el pueblo ¿Son ciertas? Y la persecución de su mujer, el grito pavoroso, la sangre salpicándole las manos, ¿Acaso fueron reales? Y esta vida de siembra y pescado, este silencio opresivo, ¿No es una pesadilla?

            Pero él terminará su champa y logrará despertar, volverá al pueblo para ser otra vez Elombre y hacer el amor en la hamaca con su mujer, cuando el baile y el aguardiente le hagan arder en la noche.

            ¿Pero acaso existe el pueblo? ¿No le vio él arder? ¿Arder, hasta que sólo quedaron las estacas humeantes de trúntago? ¿No vio los cadáveres de las mujeres estregando en las aguas negras de la ciénaga? ¿Los niños muertos flotando en el río? ¿Los hombres tendidos en la calle?

            El niño siente que el padre se le escapa nuevamente, en un mundo donde él no le puede alcanzar. Lo observa cuidadosamente, como un espectáculo extraño; luego se encoge de hombros, se embarca, y va hacía la isla de los cerdos.

            Los cerdos la han vuelto baja y alargada, sin un árbol, sin una mata que sobresalga. En la playa el niño espera quieto, tratando de no hacer ruido, de no oler, no ser visto; los animales no aparecen, y camina unos pasos hacia adentro. La cerda sale de un hoyo en el suelo, tan llena de barro que el niño casi la pisa antes de verla. El niño corre. Él ha visto en el pueblo un niño que se atrevió a meterse en el cercado de una  cochiquera; los cerdos se echaron sobre él, le derribaron a dentelladas, y cuando los hombres acudieron, ya le habían comido las piernas, los brazos, la nariz, los labios, las orejas, los párpados. Era apenas un tronco con unos ojos negros que aún miraban fijamente, como preguntando el porqué. Todo el pueblo desfiló para verlo, hasta que a los dos días un hombre de un poblado vecino, acudió a rezarle una oración para que al fin pudiera morir. El rezo fue bueno, porque a medida que el hombre lo decía, los ojos perdían brillo, y al terminarlo metieron al niño en la caja que ya tenían preparada y lo arrojaron al río.

            La cerda no hace caso al niño, vuelve a su nido, y cinco lechones gruñen y se paran para recibirla. En otro nido, casi al lado, la otra cerda  amamanta seis cochinitos.
-   Parieron las cerdas, padre.

            El padre no contesta.     
-   La una cinco, la otra seis.

            Apenas un gruñido.     
            - Les  llevé tronco de plátano para que coman. En la isla ya no hay qué.

            El padre no contesta, no está, no existe. El niño siente un rencor profundo cuando asa plátano y pescado para que ese ser extraño coma; pero luego sonríe, porque si el padre ya no está, él es el dueño de los cerdos. Y es un buen cambio.

            El niño sueña esa noche que el padre se sienta en la champa, y la champa lo va devorando poco a poco, pies, piernas, manos, brazos, tripas, pecho, cuello, labios, orejas, párpados, hasta  que sólo quedan unos ojos que interrogan fijamente; el padre le quiere llamar, pero no puede, y el niño no se da cuenta porque está pescando; al fin los ojos son también devorados, y el niño piensa "estoy solo", y se siente tranquilo, porque el peligro son los demás; el resto de la noche el niño duerme plácidamente, mientras realiza una grandiosa pesca de cerdas que paren sin parar.

            La champa ya está lista, y el padre talla un canalete para ella. A los golpes del machete va liberándose de la madera la pala ancha y afilada y las orejas de la empuñadura, hasta que toma el aspecto de una gran lanza. El niño ha visto tallar muchos canaletes, pero éste le sorprende porque es un trabajo distinto; el canalete surge rápido, preciso, sin adornos. No hay nada especial en él salvo esa misma sobriedad. No es un canalete para pavonearse  ante las muchachas del pueblo, para  sentirlo cariñosamente en la mano en la remada, para descrestar a los hombres del pueblo en el aburrimiento dominical. Es un canalete  para salir rápido, para huir. La idea penetra lentamente en el cerebro del niño: el padre está huyendo; ya no le importa la casa para la eternidad, la explosión de las cosechas, el parto de las cerdas, el acumulamiento del pescado, el maíz reventando las canastas; el padre tiene miedo, huye; hay algo en la isla que le asusta. Pero el niño no puede entender qué.

            En su interior el hombre lo sabe, pero no se atreve siquiera a pensarlo. No quiere confesarse que va en busca de ruido que no le deje pensar, de alcohol que le haga olvidar, de mujeres que le agoten porque añora las noches de sexo y alcohol, y está solo en la isla con su hijo, y tiene que huir de allí antes de que lo destruya y se destruya.

            Pero el hombre no se atreve a confesárselo porque él es él, Elombre. Es mejor huir, buscar música, alcohol y mujeres. Volverá al pueblo y penetrará con el machete erecto en la mano, y volverá a ser Elombre. Luego...

            Luego, ya no importa. Ahora lo importante es volver a ese pueblo del que nunca debió haber salido.

            ¿Qué encontrará en el pueblo? No lo sabe, pero le es indiferente. Cualquier cosa es preferible a esta isla, al acoso incesante de los sentidos, a la duda que le obliga a pensar, a torturarse, él, que siempre había existido con la existencia feliz de los animales que no piensan, simplemente existen, matan, comen y procrean. Hay algo vicioso en esta isla donde la vida es demasiado placentera, el pescado pica demasiado fácil, las cosechas crecen demasiado deprisa, pero donde no hay aguardiente ni mujeres. Y mientras el hombre piensa sin querer pensar, el canalete está terminado, y mañana será el día en que pueda volver.
 
Vigía del Fuerte. Secando pescado en la calle.



            En el silencio de la noche insomne, el padre hace sus planes: "Y me llevaré una arroba de pescado, y la cambiaré en el pueblo, ¿Existe el pueblo aún? ¿Y si no sólo ardieron dos casas, sino que el fuego corrió por todo el pueblo? ¿Y si le esperan para matarle los dueños de las casas  quemadas? ¿O el hombre que le quiso matar a traición, en el contraluz de la puerta? ¿O los hermanos de la mujer que mató por robarle las cerdas?". "Al anochecer pasaré frente al pueblo, y veré si se quemó; pasaré arrimado a las sombras de la orilla contraria, sin hacer siquiera ruido con el canalete. Y me iré a la casa de mi compadre, al otro lado del cementerio, donde nadie se atreve a ir en la noche. Ya su hija ha sido mía; si acaso hay peligro en el pueblo, cogeré la muchacha y volveré a la isla hasta que lleguen tiempos mejores". 


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