viernes, 19 de mayo de 2017

CAPITULOS 4 A 6

4-    TEME QUE LAS HORMIGAS LE DEVOREN

            Cuando la mujer vuelve en sí, el sol está alto y siente que le pica en los ojos; o tal vez sean las picaduras de los insectos que le han hinchado los brazos, las piernas y la cara; las hormigas le corren por todo el cuerpo. Se intenta poner en pie, pero se marea, vomita, y vuelve a caer al suelo; las moscas junto a la cara la enloquecen. Siente en un carrillo como dos brasas pegadas; se lleva las manos allí y las retira llenas de coágulos de sangre. Cuidadosamente explora la cortada que le hizo Elombre al darle con el filo del machete en la cara, tan profunda que los dedos pasan al otro lado y tocan las muelas astilladas. Tiene la lengua tan hinchada que no puede escupir los grandes coágulos y los pedazos de dientes que la asfixian, y tiene que sacárselos lentamente con la mano. El dolor, y el olor de su propio vómito la marea. Siente que otra vez se va a desmayar y lucha contra ello respirando profundamente con todas sus  fuerzas, porque está sola y teme que las hormigas la devoren. Siente un ruido cada vez más fuerte, como un motor que se acercara dentro de ella, y luego, nada.


5-    EL ANIMAL

            Y entonces, repentinamente, sintieron el zarpazo del animal maligno. La canoa se lanzó bruscamente hacía la boca espumeante donde el agua hervía y desaparecía en un gorgoteo sordo.     
            - ¡El Animal! ¡A la orilla!

            Reman apresuradamente. Pero están en el fondo de una trampa, entre paredes altas verticales donde es imposible desembarcar o varar la canoa. La palanca no toca  fondo. Aunque tratan de remar hacía atrás, de alejarse del sumidero que los atrae, ya es tarde, y la  canoa demasiado pesada corre hacía él cada vez más veloz.

            El hombre se dio cuenta con un escalofrío de que  no había esperanzas: no conseguiría detener la canoa, y aunque saltara de ella al agua, nunca podría subir por los muros verticales de barro, ni abrirse paso por la selva hasta las ciénagas, ni atravesar las ciénagas sin su canoa. Estaba muerto, simplemente muerto, y lo único que lamentaba era haber ido a buscar la muerte con tanto cansancio.

            Ya lo veían; vieron el agua girando vertiginosamente, las olas encrespadas chocando entre sí, las espumas volando, y sobre todo el agujero negro, insondable, donde el agua caía en cascada sin conseguir nunca llenarlo, porque aquel Animal era el más grande, el más terrible de los animales.

            Todos los terrores de su raza abrumaron al hombre; el terror de los dioses de la selva, sedientos de sangre, en un África nunca conocida; el terror de los pies descalzos ante el ruido siseante de la mapaná; el terror de la langosta y el hambre que caen del cielo; de los leones en la pradera, del tigre y la mamba verde en el árbol; del vampiro nocturno; el terror de la bodega asfixiante y las cadenas del barco negrero; de la viruela, el paludismo, el tifus y la fiebre amarilla, del pián y la lepra; sintió el terror de la niña negra al ser desnudada por el amo blanco para violarla, del cimarrón capturado al ser atado a la pira de leña verde para arder lentamente, del esclavo al ser atrapado por el derrumbe en las tinieblas eternas de la mina de oro. En aquel momento un miembro de su tribu extinta era crucificado en Alabama, y él sintió su terror, y gritó su mismo grito cuando los clavos le traspasaron las muñecas. No era la muerte lo que temía, sino el momento en que el monstruo lo atrapara bajo el agua, viera su cara horrible, y lo fuera sorbiendo lenta­mente, apretando los labios muecos para hacerle botar las tripas por la boca.

            Bajo la piel negra la palidez le hacía ver de un morado lívido, y sintió la dureza de la sangre al congelársele en el corazón.

            Pero la salvación estaba allí: era una raíz puesta al descubierto por un derrumbe de la pared, una posibilidad de volver a asirse a la vida; estaba en la otra parte del cañón, más allá de donde el Animal sorbía el agua. Las decisiones en la selva son rápidas:     
            - ¡Rema, pelado, adelante, deprisa!

            El  niño obedeció la orden absurda con el automatismo de cinco siglos de esclavitud, y la canoa difícilmente contenida se disparó hacía el sumidero rugiente. El hombre la guía con la habilidad de la desesperación, pasaron lo más arrimados a la orilla la espiral mortal, y llegaron a la otra orilla cuando ya la corriente había vencido su impulso y comenzaba a arrastrarla en retroceso hacía donde las aguas caían.

            Elombre se puso en pie, y aferró la raíz contra su pecho, gozándose de su solidez; sintió la fuerza de la canoa demasiado hundida bajo la carga excesiva, tirar de él, escurriéndose bajo sus pies inconteniblemente por la succión del remolino ansioso.
-   ¡Agárrate a mí! ¡Sujétate a la canoa y agárrame!

            El niño se demoró en obedecer. Apenas cuando el hombre intentaba sujetar con sus pies la parte trasera de la canoa el niño se abrazó a él. La canoa pareció dudar un momento, y lentamente les abandonó a ambos para dirigirse hacia la boca del monstruo.

            Cuando perdieron el apoyo bajo ellos y el agua les alcanzó hasta las rodillas, el hombre comprendió que sólo por un  momento había sentido la esperanza de vivir. Y ahora que la canoa se alejaba lentamente de ellos, robándoles toda posibilidad de supervivencia, sintió la decepción de sus ilusiones. Estaba muerto, sencillamente muerto, muerto desde que el pueblo decidió traicionarle y dejarle ir al machete del enemigo; no aceptó esa muerte fácil, y cargó su canoa con todo lo que tenía para ir a buscar la muerte que estaba  allí, riéndose de sus esfuerzos. Ahora que había llegado a la cita definitiva comprendía que había valido la pena luchar.

            Veía la canoa irse con todo lo suyo, hasta con su propia vida, y él permanecía allí, aferrado a esa raíz que fue su última esperanza.

             Sintió un tirón, y sus ojos incrédulos vieron la línea negra de un bejuco al templarse, la canoa que se detenía y volvía a ellos a medida que el niño enrollaba el bejuco que le ataba a la patilla; en el tiempo comprimido de la última oportunidad, el niño había encontrado la manera de agarrar un bejuco, de hacer los nudos precisos, y ahora tiraba suavemente de la canoa, la hacía volver bajo ellos mientras el padre sólo podía mantenerse agarrado a la raíz y mirar hipnotizado la vida perdida que el niño le devolvía, hasta que la sintió bajo él, se apoyó en ella, le subió de los pies instintivos hasta llenarle la cabeza, se le esparció por la piel que volvía a ser negra, por los brazos tensos, por el pecho que de pronto descubrió que le dolía y le sangraba contra la raíz.

            El niño trepó por el padre, ató con una gruesa liana la canoa a la raíz, y el padre comenzó a abrir las manos, a extender los brazos, a separarse con dificultad de ese asidero donde se había aferrado a la vida. Se palpó el pecho magullado, potente, y lo volvió a llenar de aire.     
            - ¡Estamos vivos, pelado, estamos vivos!

            La corriente pasaba silenciosa bajo la canoa y el remolino rugía con hambre. El niño sonrió; a pesar de todo, era bueno estar vivos.

            No fue fácil salir de allí. El hombre vació escalones en el barro vertical, y clavó machetes para asir las manos. Fue una tarea larga y pesada, siempre a punto de resbalar y caer al agua ansiosa, hasta que consiguió agarrarse a las matas, arriba de la pared. Allí buscó y cortó una liana, lo suficientemente larga  para poder atarla a la canoa y arrastrarla  contracorriente desde arriba. Volvieron a embarcar cuando ya la corriente estaba calmada y el ruido era un latir lejano; tenían las piernas sangrantes, de las espinas, y la espalda les ardía con cientos de picaduras de mosquitos; el canalete escocía en las manos desolladas, pero el hombre sonrió:     
-   Estamos vivos, pelado, estamos vivos.     

            El niño le devolvió la sonrisa: sí, estaban vivos. Algún día morirían, pero ahora estaban vivos, y cada golpe del canalete, cada nueva inspiración gozosa de ese aire nunca respirado, era una nueva victoria de vida.

             El niño había visto muchos entierros. Los muertos adultos estaban en el cementerio, entre cruces y rojas palmas de Cristo, en una tierra donde el agua nunca inundaba, la mejor tierra para vivir. Los vivos en el pueblo, en las calles fangosas y las casas caídas. Los hombres se morían en peleas de machete o maldiciones de brujo, o cuando al atarrayar la red se quedaba enganchada bajo el agua y ellos atados a ella; cuando  alguien se zambullía y cortaba la cuerda salía a flote un muerto hinchado, pesado, rezumando agua, que era preciso enterrar enseguida; o también morían cuando les picaba una serpiente.

            Era bueno cuando un hombre se moría, porque en la noche se cantaban alabados para aplacar al espíritu del muerto, y se tomaba guarro, y si había modo, hasta se repartía café y patacones o maíz frito a los que se quedaban a amanecer. En cambio, cuando un niño se moría, bastaba con meterle en la caja con dos piedras pesadas y tirarle en el centro del río; la caja debía quedarle ajustada, porque si el muerto se sentía amplio volvía a buscar un amigo para que le hiciera compañía. A los hombres había que atarles los dedos gordos de los pies con una cuerda con siete nudos, curada en jugo de tabaco, para que tampoco ellos pudieran volver. A los grandes les cerraban los ojos, pero a los niños pequeños se los dejaban abiertos para que vieran a Dios, porque los niños bautizados van al cielo, pero los que murieron sin bautizo van al infierno por toda la vida.

            El niño se dio cuenta, mientras remaba, de que ya tenía más amigos muertos que vivos.


6-    LA CIENAGA DEL REMOLINO

            En el otro lado del sumidero, también la corriente fluía hacía él.

            Avanzaban maravillados por el caño, cada vez más amplio. La corriente en su contra, disminuyó, hasta hacerse apenas perceptible; en las orillas árboles de tierra firme, añosos y enormes, anunciaban las tierras altas, libres de la  maldición periódica de las inundaciones.

            El niño sintió que el agua olía a pescado, reventaba de vida. La golpeó fuertemente con el plano del canalete, y una nube de sardinas plateadas saltó asustada fuera del agua; dos o tres de ellas cayeron den­tro de la canoa, abriendo las branquias y los ojos; volvió a golpear una y otra vez, hasta conseguir un totumo de pescaditos brillantes.

            Se sentía bien allí, remando bajo el sol, en un agua casi sin corriente, pescando sardinas. Todo lo demás, el pueblo, la madre y su grito de muerte, el mismo Animal, no eran sino un recuerdo lejano, difícil bajo este sol que deslumbra y adormece. El niño, como un animal de la selva, no tiene historia, ni pasado, tan sólo el momento de la vida presente.

            La corriente cesó por completo, y ante ellos se abrió la amplitud de una ciénaga.

            El padre miró el sol que caía en el horizonte, y eligió una isla alta ante ellos, allí donde una ceiba gigantesca hería el cielo.     
            - Vamos a dormir allí.

            Las orillas de la isla eran bajas, arenosas, rodeadas de un caldo vivo de maraña flotante.

            Se entendían sin palabras. Mientras el padre desbrozaba la maleza entre la bamba laminar del árbol, el niño hizo fuego y puso a cocinar una olla con plátanos y sardinas. En todo el día no había comido sino plátano maduro, y ante la olla humeante sintió su hambre como un gozo.

            Soltó los marranos. Se movieron torpemente  al principio, con las patas entumecidas; luego se dedicaron furiosamente a hozar. Con la última luz, los vieron meterse en el agua, bañarse y devorar el chuscal de la orilla.

            El padre había preparado una chocita para pasar la noche: cuatro palos clavados en el suelo, sostenían un piso endeble, a medio metro del suelo, a salvo de culebras e insectos rastreros; arriba unas grandes hojas de rascadera intentaban servir de resguardo contra el aguacero; las grandes raíces laminares de la ceiba eran protección contra el viento.

            El niño terminó de bruñir el fondo vacío de la olla, se restregó las manos sobre los muslos desnudos, colgó la olla vacía lejos del alcance de los marranos, se acomodó sobre el ramaje del piso, volteó, y se quedó bruscamente dormido, con un sueño agotado y profundo, sin alcanzar a oír el aguacero que ya empezaba a caer.

            El hombre colgó su machete al alcance de la mano, y se acomodó junto al niño, pero no le fue fácil dormir bajo las emociones intensas. En la media noche de su duermevela, se levantó para añadir unos gruesos troncos al fuego que se apagaba bajo la lluvia. Nunca supo que aquel fuego que alimentaba con la esperanza de que llegara al amanecer habría de permanecer encendido para  siempre, y que sería el último vestigio de su paso por la vida.

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