sábado, 16 de junio de 2018

20-LA INDIA CAMINABA EN BUSCA DE UN LUGAR DONDE MORIR


20-LA INDIA CAMINABA EN BUSCA DE UN LUGAR DONDE MORIR

            Hacía dos días la india caminaba en  busca de un lugar seco y seguro donde morir. Buscando bejucos para amarrar las cargas se alejó del caserío más de lo que solía. Encontró lo que buscaba en el límite donde los hombres estaban desbrozando la selva: en la copa de los grandes árboles caídos, varas y varas de bejucos, brazadas de lianas gruesas y resistentes, raíces de plantas que germinaron en las alturas, y desde allí lanzaron al suelo lejano sus flexibles raíces. La india las elige, y las libera pacientemente en el laberinto de las ramas, enrollándolas en círculos concéntricos. Horas más tarde, cuando las espinas la hayan arrancado hasta la última brizna de ropa, aún conservará uno de ellos anudado a la cintura, como la última de sus posesiones a la que se aferrara para sobrevivir.

            Entre los árboles caídos, el ir y venir de los pies descalzos ha marcado una trocha. Se necesitan muchos días de trabajo, muchas idas y venidas para derribar al suelo esos árboles de madera dura como el hierro y que un hombre no puede abarcar. La trocha ondula, avanza y retrocede, evitando las raíces donde la culebra cuida su camada, las zonas pantanosas donde el detritos fermenta, las espinas escondidas bajo las hojas secas; en la selva, la línea recta no es nunca el camino más corto.

            Lejos del caserío la india camina entre la hierba rala, allí donde hubo una milpa de plátano y maíz, cuando una explosión de colores la detiene, porque en la selva, salvo las escasas orquídeas que florecen en la oscuridad, no hay flores, y el color es la llamada de atención de la serpiente:
          
                "No me pises, porque las dos moriremos".

            Es una coral verde, amarilla y roja, inmóvil al encontrarse con la india. Las dos se observan. Cuando la coral avanza directamente hacía la india, resorteando la cabeza de colmillos enormes, tanteando el aire con la lengua bífida, la india levanta el machete. La coral emite un silbido de amenaza:
                "Apártate o te mataré".

             La vida de la india depende de la precisión con que lance el golpe: si es en el instante preciso, la culebra morirá; si la culebra está demasiado lejos, esquivará el filo, y ya no habrá tiempo de repetir el golpe; si la deja acercarse demasiado, la coral la morderá antes de que la alcance el machete; si el veneno queda entre la carne, llegará al poblado y morirá entre los suyos; si entra en una vena, la descubrirán por la espiral de los gallinazos.

            Pero la coral es una culebra mansa, y a pesar de todas sus bravatas antes de llegar a la india se queda inmóvil, atemorizada. La coral evita la pelea, no es como la mapaná que se esconde en el rastrojo para morder a traición, o la matabogas, que salta desde los árboles; lentamente, de mala gana, se sale del camino despejado, y se aleja hacía un refugio de arbustos espinosos. Nunca va a llegar; en un instante se convierte en una masa negra que gime y se retuerce, mientras las hormigas legionarias la devoran tan rápidamente que la cabeza que se agitaba en el aire es solo un montón de huesos antes de caer, mientras el resto del cuerpo aún intenta avanzar. La excitación de la presa se transmite en ondas concéntricas, y la hierba, las zarzas, los árboles se cubren de negro bajo las oleadas de hormigas carniceras que acuden al festín. Aterrorizada, la india corre y corre, sin saber hacía donde corre. Solo se detiene cuando el cansancio la asfixia.

            ¿En dónde está? Es una zona de penumbra, bajo grandes árboles cubiertos de parásitos; el suelo es un cenagal acuoso donde sus huellas se marcan como pequeños charcos; el aire espeso de mosquitos la enloquece. ¿Cuánto tiempo ha corrido? ¿Una hora, unos minutos apenas? Cuidadosamente retrocede. Si ha corrido en línea recta, si el poblado no ha sido destruido por las hormigas, si las hormigas no la atrapan por el camino, y si encuentra la quebrada que corre junto al poblado, podrá llegar a su casa por los caminos del agua. Si no...

            Avanza lentamente, con los nervios en tensión, temiendo sentir a cada paso el roce áspero del río de hormigas que sube por sus pies hasta los ojos tiernos y vulnerables. Ella conoce la historia de un hombre que fue atacado por las hormigas legionarias; consiguió escapar tirándose inmediatamente al río; unas horas más tarde el hombre murió porque las hormigas le entraron por los orificios de la nariz y le devoraron los pulmones desde dentro.

            El agua se hace honda y no le deja ver sus huellas. ¿Es posible que haya cruzado esas aguas en que ahora le cuesta andar? Su leve faldita está mojada y llena de barro. Recuerda haber cruzado charcos de pantano; ahora cruza una pequeña ciénaga que no recuerda; cree, sin embargo, ir en la dirección correcta, fiándose de su instinto bajo la arboleda cerrada que el sol nunca atraviesa.

            En el borde del agua, antes de pisar la orilla casi seca, un ruido como de gotas de agua cayendo sobre las hojas la detiene. Un perezoso cubierto de algas, que en su inmovilidad habitual hubiera pasado desapercibido, le llama la atención al agitarse extrañamente. El animal cae pesadamente, y en el suelo se vuelve negro cuando un tejido de hormigas ávidas lo cubre. Resignada, lentamente, la india da media vuelta y vuelve a caminar en el agua.

            En la casa de la ciénaga, bajo la ceiba secular, el joven negro pesca. Es uno de los atardeceres rojizos de la sequía, cuando hasta el nivel de la ciénaga baja, y los pescados suben a las cabeceras de los ríos, a desovar en las aguas frescas y claras. El sol poniente,  sangriento y enorme, suscita una vaga ansiedad en el joven; pero la noche llega definitivamente, sin que nada suceda, en un mundo donde nunca nada sucede.

            En la ciénaga de detrás del pueblo, allí donde hace doce años se internara a la luz de las casas ardiendo un hombre y un niño que nunca iba a  volver, un grupo de negros pesca con sus atarrayas. Las redes caen al agua y nunca salen vacías, pero la sal escasea, y se hace difícil conservar el pescado. Hoy y mañana comerán todo el que puedan; cuando la lluvia vuelva a caer cada día y el nivel del agua vuelva a subir, el pescado se irá, y ellos se sentarán en las puertas de sus casas a ver correr el río y la vida, y a aguantar hambre. El nuevo poblado es más grande y está más cercano al caño que aquél con el que terminó La Violencia. Del viejo aún se reconocen desde el río casas que quedaron en pie y se transformaron en cúbicos montones de epifitas, trepadoras y bromeliáceas. Los más valientes han entrado durante el día allí, cuando el sol brillante aleja sus miedos, y han encontrado panas, machetes oxidados, un arete de mujer, montones de huesos verdosos; recuerdos de personas que allí vivieron, amaron y trabajaron, y cuya vida se terminó bruscamente, sin tiempo de bajar del fuego la olla que ya humeaba, de despedirse con un "te quiero", y se quedaron tendidos en la calle, muertos para toda la eternidad.

            En los trópicos el sol se pone, y la noche llega bruscamente, sin crepúsculos. Los pescadores extienden sus atarrayas a secar, y sus mujeres cortan el pescado para darle sal; en la ciénaga el joven añade dos gruesos troncos al fuego para irse a dormir, y la india mira con desconsuelo el suelo fangoso en el que a cada  paso los pies se siguen hundiendo sin encontrar fondo, y el aire hirviente de mosquitos, y sigue andando lentamente, definitivamente perdida, en busca de un lugar seco y sin hormigas en el que tenderse a morir.

            Los indios buscaron a la joven durante cinco días, recorriendo incansables, trochas, quebradas, y las orillas de los ríos. Cuando perdieron la esperanza de  hallarla viva siguieron buscando para encontrar su cadáver y enterrarle con una estaca clavada en el co­razón, para que no se convirtiera en un muán que arrebatara a sus hijos desde las sombras densas de la luna llena; encontraron largas tiras de vértebras de culebras devoradas, caparazones de tortugas en cuyo interior sonaban maracas de huesos, y esqueletos de monos que subieron a árboles aislados sin saber en qué terrible trampa caían, y ante los que les parecía estar viendo los restos atormentados de un niño. A los cinco días volvieron con pajuís y venados cazados, y un bagre inmenso que la sequía atrapó en un charco de agua, pero con la terrible convicción de que la indiecita había sido devorada por las hormigas. Todavía un adolescente indio, casi un niño que aún se estaba preparando para los ritos de iniciación a la pubertad, siguió buscando durante dos días más, y regresó con lo único que quedó de ella; un trozo de la tela roja de su "antea" que quedó enganchada en una zarza, y un círculo de bejucos.

     Más allá de los límites de la resistencia humana, la india seguía avanzando. Cruzaba una zona de agua que llegaba a la cintura, cubierta de una espesa nata verde, sintiendo en las piernas los aguijonazos de las larvas de caracol que le penetraban en la sangre. Cada  movimiento provoca olas que avanzan lentamente, perdiéndose en el horizonte monótonamente verde y gelatinoso. La luz del espacio sin árboles disminuye los mosquitos. Y el aire es ahora el soporte de escarabajos de patas ásperas cuya picadura arde. La india intenta oxearlos de sus espaldas lanzando manotazos de agua que la llenan de algas y gusarapos que se retuercen; los escarabajos, tenazmente aferrados, no levantan el vuelo hasta que acaban de depositar en un hueco sangrante su puesta de larvas carniceras.


            ¿Cuánto hace que camina en el agua? Esta luna que está alta ¿Ha perdurado de la noche, o es otra noche que se avecina? La piel está arrugada, y las piernas hinchadas sienten calambres dolorosos. No sabe cuánto tiempo hace que camina, pero sigue avanzando hacia ese horizonte inmutablemente lejano, porque después de siglos de sobrevivir todas las injusticias, arrojados mil veces de sus tierras, explotados por los blancos y sus leyes, robados por los negros, asesinados por las serpientes y el ejército, diezmados por el paludismo, su raza vive por un instinto más fuerte que cualquier razón.


            En la noche el agua fue bajando insensiblemente, y al amanecer fue llegando a un terreno lodoso, plegado de candelilla, con cañales y palmas zanconas, en donde los tapires y los pecaris habían abierto agujeros transitables. La india los siguió gateando, evitando el menor roce con esa vegetación infectada después de que uno de los parásitos le dejara en el cuello la intensa y prolongada quemadura de su picada; pese a sus cuidados otros dos más le picaron junto a las clavículas con su fuego imposible de soportar; ella no gritó, no alteró sus pasos cansinos, apenas respiró más anhelantemente, y siguió caminando hasta encontrar otra vez el suelo seco y los árboles altos que hacen umbría la selva. Eligió uno al que un balazo rodeaba por completo, y formaba con sus raíces parásitas escalones en el tronco y un cálido nido en la horquilla. Subió a él animada no ya por la esperanza de sobrevivir, sino de encontrar una muerte tranquila, alegremente entregada a ese sueño pro­fundo del que sabía que nunca iba a despertar.

            Un olor fuera de lugar la fue llamando desde el límite de su consciencia; la abría los ojos gozosamente cerrados, despertó su cuerpo a los dolores que el sueño anestesiaba, la revolvía sin poder reconocer ese olor obsesionante que se mezclaba con la podredumbre de la selva y el de sus propias llagas infectadas; brusca­mente lo reconoció, como una conmoción; era el olor del fuego.

            Sus sentidos alerta lo percibían ahora tan claramente que se sintió cocinando en su tambo, entre el olor a carne y pescado, y el del agua corriente y fresca, tan distinto del agua corrompida que acaba de atravesar; las caras sonrientes de sus hermanos de raza le llaman. En un instante las caras desaparecen, pero el olor de agua y comida están allí, acosándola: el descanso le está aún prohibido. Con tristeza se deja resbalar de su confortable nido, y a pesar de la protesta de su cuerpo dolorido siguió caminando hacia los olores del hambre. La esperanza no le ha dado la vida, pero le ha quitado el derecho a una muerte confortable.

            Si la india hubiera sabido que tan difícil iba a ser llegar a ese fuego promisorio, se hubiera dejado morir en su resguardo. La esperanza la llevó hacía adelante, de caída en caída, avanzando sobre las rodillas en los no pudo volver a ponerse de pie, haciendo esfuerzos para no quedarse dormida en cada paso, sin fuerzas para espantar los insectos, insensible a las espinas, a cada momento esperando llegar, y perdiendo la esperanza en cada nueva caída. Cuando el sol iba a caer se acabó la penumbra ardiente de la selva, y el universo se abrió en el espacio luminoso y fresco de una ciénaga de aguas limpias. Lo primero que hizo la india fue beber y beber, reparando el agua pérdida en siete días de caminar sin descanso y la sangre robada por las sanguijuelas y los insectos, o vertida en las heridas de las espinas; luego se adentró en el agua hasta la cintura, y se quitó de encima el barro arcilloso de las caídas; solo entonces, cuando la  mano bajó de la cintura a los muslos sin encontrar su "antea" se dio cuenta de que estaba desnuda, sin que eso la importara, porque en ese momento no podía pensar en ella como mujer, sino como un animal moribundo; su desnudez no era provocación, sino una pequeña parte de su permanente infortunio.

            La ciénaga era espaciosa, salpicada de islas cultivadas que formaban a veces laberintos o enmarcaban pequeñas ciénagas en su interior. El aire era tan cristalino y el agua tan pura, que parecía mentira que existieran allí, entre la humedad ponzoñosa y oscura de la selva. Una isla se destacaba de las demás por ser el soporte de un árbol gigante, tan grande que sus ramas sobresalían a los lados y se reflejaban en el agua. Bajo él, empequeñecido por su tronco enorme, había una casa sin paredes y con el techo de hoja, y junto a ella una columna de humo azul, alzándose vertical en un cielo tan tranquilo que se perdía de vista sin que su inmovilidad se alterara.

            La india gritó en su lengua:     
-   ¡Ayúdenme! ¡Estoy perdida! ¡Vengan por mí!
La ciénaga se tragó su grito. 

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