viernes, 29 de diciembre de 2017

Capítulo 13. El placer de la violencia.

ELOMBRE DE LA CIENAGA
Capítulo 13. El placer de la violencia.

El niño pesca. El padre no volverá hoy. Y si en el pueblo hay baile y aguardiente, tampoco mañana, ni tal vez pasado. Ya limpiará el colino mañana.

            Bajo el sol de las cuatro, el aire parece temblar. El calor adormece al niño. Unos destellos le hieren los ojos: es el machete bruñido que el padre agita allí donde el caño del animal se junta con la ciénaga. El niño guarda sus lombrices, y lanza al agua el bote. El padre le espera impaciente, cortando las estivas para mantener seco el bulto de sal. El hombre tenía un aspecto terriblemente agotado. Ni siquiera contestó al temeroso "Hola padre" del niño; colocó los palos para estivar el bulto, y se sentó adelante, dejando el trabajo de acabar de llegar a los golpes rítmicos del niño. Apenas salió al sol ardiente de la ciénaga la cabeza se le cayó floja sobre el pecho, y empezó a res­pirar ronca y pausadamente, como lo hacen a veces los borrachos cuando se desploman dormidos después de varios días seguidos de estar bebiendo. El niño pensaba: "Está cansado, no ha hecho sino bogar y bogar. No ha dormido, no se ha detenido en el pueblo". Aceptó la vuelta del padre como todo lo que sucede en la vida, como el sol que cada mañana sale a la misma hora, o como el aguacero del atardecer. El padre ha vuelto y el niño no siente alegría ni pena, simplemente una curiosidad profunda que oculta con la seriedad con que rema.




            Un instante antes de que el bote toque la arena de la playa, el hombre siente sobre él la frescura de la ceiba cósmica, y levanta la cabeza. Vuelven los olores conocidos: el humo agonizante de la hoguera en su volcán de cenizas, los arrumes de pescado viejo, el pescado fresco al sol, las hojas mohosas del techo, la cascada de maíz. Jala el bote fuertemente de la punta, para vararlo y que no se mueva mientras el carga el bulto de sal. Sus movimientos son precisos. "Tampoco ha tomado, ¿A qué fue al pueblo?" Descarga el bulto en el centro del tambo, donde no lo alcance el aguacero aunque llueva muy venteado, y lo oculta con cabecinegro que tiene en reserva para el día en que aparezcan goteras; es el reflejo de una vida defendiéndose de los otros hombres. El niño ha puesto a asar dos enormes pescados frescos. Lentamente, con una fatiga infinita, el hombre se desata el machete, deja la hoja allí donde suele dormir, y con la vaina vacía en la mano se acerca al niño por la espalda. Camina lentamente para no alertarlo. Lo agarra del brazo con un movimiento brusco, y lo sujeta al suelo.
            - ¡Hínquese! ¡Cuente treinta!

            El niño se arrodilla, y comienza a gemir. El hombre ordena "silencio", y el niño calla. Los ramales de cuero del machete flagelan al niño; el niño cuenta  los tres primeros golpes "Uno, padre, dos, treees" antes de volverse un  manojo aterrado de nervios que grita inconteniblemente y trata de escapar, pero el padre lo tiene bien sujeto y lo tumba boca abajo y sigue azotando.

            Flagelando al hijo el hombre se siente crecer, se siente libre y grande. Retrocede cinco generaciones y se convierte en el amo blanco, en el hombre blanco que domina al esclavo; se ceba golpeando, y el gozo le invade el cuerpo, le crece a cada golpe.     
            - ¡Treinta, padre, treinta! ¡Ya van treinta!

            El hombre se sorprende que el final haya llegado tan rápido, y de mala gana suelta al niño y le dice calmadamente, en forma casi rutinaria:     
            - Ahora vete a limpiar el colino.

            El niño se limpia de mocos y lágrimas con el dorso de la mano.     
            - Si, padre.

            El hombre camina a sacar los pescados del fuego. El bulto del pene rígido le molesta al andar: "Es el recuerdo de la muchacha": se oculta así que no es la esperanza del sexo futuro, es el placer de la violencia.


            El niño se baña primero para calmar el ardor de  la espalda, los muslos, las nalgas, luego toma el machete y se pone a limpiar la isla. Solo cuando el sol se ha puesto y la oscuridad es cerrada, se atreve a volver. El padre se ha comido los dos pescados, y ahora duerme con un sueño inquieto, se mueve, habla. El niño escucha atentamente, esperando descubrir el secreto de su rápida vuelta, pero todo es entrecortado, incoherente. Sólo logra entender "ten cuidado con el remoli­no": sigue escuchando, pero el padre da media vuelta y duerme con un sueño tranquilo y feliz en el que ordena a la hija de su compadre "¡Hínquese!";  y la muchacha se arrodilla, y él la viola treinta veces. 

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