19-HOY
NO HA VENIDO, MAÑANA VENDRA.
Los cerdos se habían convertido en
una plaga tan terrible que el niño decidió al fin matar uno. Fue la primera
decisión personal que el niño tomó en dos años de existencia rutinaria, después
de la partida del padre. Para entonces los lechones eran ya verracos grandes,
las cerdas de cría habían tenido dos camadas cada una, y las lechonas de la
primera camada habían parido también. El bote cargado de vegetales que el niño
les llevaba cada noche apenas si bastaba para que cada uno comiera un bocado,
entre peleas y dentelladas. Los cerdos eran ya más que los dedos de sus manos
contados dos veces, y la gran isla donde vivían un lodazal maloliente de
excrementos y tierra comidos y vueltos a comer.
No era el primer animal que el niño
mataba. Una guagua se había acostumbrado a pastar cada noche los frutos caídos
en la isla de las guayabas; el niño descubrió los dientes del roedor en las
frutas a medio comer, y una noche se vistió con la inmovilidad pétrea del
caimán, y la esperó con el cuerpo untado de hierba de limoncillo para que el
olor de hombre no la alertara; la partió en dos con un machetazo en la cintura
cuando el animal estaba ramoneando entre sus pies. También había matado un
guambé que retornaba a su isla cada vez que conseguía escapar del niño, porque allí
amamantaba una cría con la pata rota; y un caimán que arrastró al niño y su
canoa por toda la ciénaga, antes de morir de asfixia con un arpón clavado en
los pulmones. El niño comió con deleite la guagua y el guambé, pero del caimán
solo comió la carne blanca del lomo, y, a pesar de que en su cultura nada se
desaprovecha, tiró a los cerdos el resto, asustado por el olor hediondo que
encontró al abrir las tripas del animal. La comida le repitió varios días con
eructos aceitosos, y el peligro corrido, y la tristeza de no poder aprovechar
la carne hicieron que el niño nunca más pensara en matar otro caimán; aquel fue
de todas maneras el único que alcanzó a ver en ese mundo aislado de las otras
aguas por la corriente insalvable del remolino, y lo mató, más que por
comérselo, por eliminar un competidor en la pesca.
Pero matar un cerdo era algo
totalmente diferente. Mientras que el animal de monte lo mata cualquiera allí
donde lo encuentra, el animal doméstico, largo tiempo cuidado y alimentado,
solo se mata en las ocasiones muy especiales de un muerto importante o una
fiesta en el pueblo. Matar un cerdo suponía también tomar posesión de aquellos
animales que hasta entonces habían sido del padre.
La muerte del cerdo no fue fácil.
Cuando estaban distraídos en la disputa de la comida el niño lanzó contra la
masa inquieta de los animales el arpón que
su padre encabara para pescar los sábalos y que ya había usado para el
caimán. El arpón se le clavó a un cerdo mediano en un cuarto trasero, y los
gruñidos aterrorizados del animal hicieron huir a los demás; el niño dejó la
cuerda del arpón atada al bote, y se dispuso a rematar al animal con el hacha;
a pesar de estar trabado por la cuerda y el arpón, el animal esquivó tres
golpes sucesivos; el cuarto le hizo una gruesa hendidura sangrante en el lomo;
el quinto le quebró la paletilla delantera, y el sexto le partió la cabeza. El
niño sonrió por un instante, y luego dijo seriamente:
"Los cerdos son duros de
morir".
Le costó un esfuerzo grande, porque
eran las primeras palabras que pronunciaba en tres años, y las últimas que iba
a pronunciar en tres años más.
Las imágenes de un niño y un hombre
que había matado a uno de esos mismos cerdos de un machetazo en la cabeza se le
vinieron a la mente; el niño había recogido el pedazo de cabeza, y luego ambos
habían comido en la casa de la ciénaga, bajo la ceiba gigante. El niño se
identifica con el hombre, porque cada día el espejo del agua le devuelve la
misma imagen de brazos musculosos y
torneados, la misma espalda ancha, las mismas piernas alargadas. Recuerda con
simpatía, casi con cariño al niño; el cuello delgado, la cintura fina, las
manos delicadas, el hambre constante. ¿Dónde está el niño? No lo sabe. Tal vez
sea ese niño lo que espera cada mañana al mirar a ese confuso rincón donde la
selva ha borrado hasta los recuerdos de la trocha.
Un estertor del cerdo lo saca del
ensueño; el breve paréntesis del pasado se cierra definitivamente, y la vida
normal basada siempre en el presente, continúa: vivir para vivir, moverse por
las necesidades básicas, hambre, sueño, calor, cansancio, el gusto por la pesca, por el ejercicio
muscular, por el baño. Desde hace años nadie le ha dado una orden, nadie le ha
impuesto una norma; todo brota de él mismo, de su sentir silencioso. Vive con
el sol, a veces con la luna llena que lo llama a lancear los grandes bagres que
duermen en las orillas lodosas; nadie le despertará cuando duerme, nadie le
disputará la comida; solo queda de su pasado una sombra escondida que le
impulsa cada mañana a trabajar más allá de sus necesidades, y que en un tiempo
pasado lo persiguió en los sueños.
Carga
el cerdo. Es más pesado de lo que esperaba, menos de lo que hubiera deseado. El
bulto de su propio pene le molesta al andar; le sucede siempre cuando caza.
La
primera vez que aquello le sucedió le causó una gran inquietud, pero luego se
acostumbró a ello, y ya no recuerda ese momento. Estaba tumbado en la arena,
secándose al sol tibio del atardecer cuando observó un pene descomunal que se
elevaba tembloroso a cada latido del corazón, como si tuviera vida propia.
El
grueso pene le intrigaba cada vez más; una vez un dedo del pie se le hinchó en
una infección profunda y dolorosa que solo terminó cuando la piel se abrió para arrojar un pus espeso en el que flotaba
una espina de chontaduro; pero esto parecía diferente.
Temerosamente
tocó el miembro, y una sensación extraña, como si hubiera tocado la piel
eléctrica de un tiemblo, le estremeció; retiró la mano como si le quemara, pero
al cabo de un momento volvió a alargarla para obtener la misma sensación
fascinante. El sol que hacía transparentes las distancias le daba ánimo.
Deliberadamente palpó el misterio, acarició sus zonas, descubrió la mayor
sensibilidad en un pequeño estrechamiento bajo la cabeza rojiza; un dedo se le
quedó pegado allí, y al retirarlo sintió un dolor agradable. Como una
revelación descubrió un bello áspero que había crecido tan lentamente que nunca
antes se había dado cuenta; era corto y fuerte, más rizado aún que el de la
cabeza, y tan pegado a la piel como un liquen a la roca. Explorando, encontró
que la hinchazón se prolongaba dentro de él, y que los testículos, que el
excesivo calor tropical mantenían habitualmente alejados del pubis, estaban
ahora contraídos y fuertemente apretados. Volvió a subir lentamente la mano
estremecida, sintió el pene crecer más aún, volverse tibio y húmedo, arrastró
la suave piel del glande arriba y abajo, y el placer se expandió en oleadas;
fue primero un punto ardiente en el cuello del pene, luego en todo el sexo,
bajo por los muslos sudorosos, subió por el vientre contraído, le crispó los
dedos de los pies, dilató las costillas, y en un último estremecimiento echó
hacia atrás la cabeza hipnotizada en el fetiche, y todo el cuerpo quedó rígido
como un arco, clavado en el placer desconocido, volcado dentro de sí, mientras
la mano encallecida se hacía sabia en cada movimiento; luego todo su cuerpo explotó en un eructo volcánico, y
el niño quedó asombrado mirando esa sustancia espesa que había salido de él, y
que se evaporaba rápidamente enfriándole la mano, con un olor nuevo y extraño
en su mundo de olores, como el de la leche de la palma de mil pesos. Cuando
vuelve a observarlo, su pene ha recuperado su aspecto apacible de siempre; lo
toca y no siente nada. Se encoge de hombros y vuelve a bañar un cuerpo que ha
quedado sudoroso, con olor de humo en las axilas. Cuando sale del agua se
siente cansado como nunca, y se desploma en un sueño profundo y sin pesadillas.
Al amanecer el mundo es igual que siempre, y él ha olvidado todo.
Tres
noches más tarde despertó en una pesadilla donde intenta volar inútilmente
sobre un légamo pantanoso en el que acaba por caer, y su pene está nuevamente
erecto. La exploración ya no busca desentrañar un misterio amenazador; las
caricias son tranquilas, gozosas, vuelve a encontrar los puntos ardientes del
placer, demora voluntariamente ese orgasmo que libera su cuerpo; el momento
llega y la sensación lo penetra y lo traspasa, le da su sitio en el mundo, le
une a la tierra madre y a la fertilidad del agua: en un instante la naturaleza
ha vuelto a su caos primordial, y ha sido vuelta a crear llena de fuerzas
germinativas nuevas. En el límite de la ciénaga, más allá de la ceiba, sale un
sol nuevo, más luminoso que ningún otro sol.
"Hoy
no ha venido, mañana vendrá".
Y
se duerme en un sueño tranquilo, en el que su cuerpo se eleva como el sol para
zambullirse y penetrar las aguas claras que tanto ama.
El
fenómeno volvió a presentarse periódicamente, sin que él se preguntara nunca
porqué; sabía que así como cada mañana el sol nacía en un lado de la ciénaga y
moría en el otro, y la luna crecía y decrecía, y las plantas daban semilla y
las semillas germinaban, también su pene crecía para ponerse rígido y sensible,
y que también ello era bueno, hermoso y parte de la vida. Aceptaba con gusto el
placer que ello le daba, pero pocas veces tomó la iniciativa para provocarlo,
porque la vida le mantenía ocupado gozosamente de la noche a la mañana: el
placer de trabajar sus propias tierras, de alimentar sus cerdos, de cuidar su
fuego, el placer de la pesca, de la comida abundante, del baño en la ciénaga,
de remar bajo el sol, el placer de recoger las cosechas, de la siembra
continua, de observar su mundo limitado, el placer del sueño profundo.
Esta vez, con la sangre del cerdo
que acaba de matar secándosele en las espaldas, y las moscas zumbando sobre él,
no hizo caso al apremio del pene endurecido. Colgó la carne de una viga para
luego cortarla en tiras largas que secaría al sol, y se fue a bañar,
restregándose con la arena carrasposa del fondo. Cuando al fin salió el pene
había decidido volver al aspecto pequeño y arrugado de otras veces, y el joven
pensó que era una sabia decisión, porque tenía muchas cosas que hacer.
El siguiente cerdo que mató, fue uno
pequeño y tierno que asó entero sobre una cama de brasas y comió durante tres
días. Luego se sintió asqueado de carne, y se sometió a un régimen de frutas,
hasta que las piñas le rajaron la lengua, y retornó a los sancochos de pescado,
y aunque mató cinco cerdos más, en un intento de contener su explosión, solo
ocasionalmente volvió a comer su carne.
Buscando un nuevo acomodo para los
animales recorrió sistemáticamente la ciénaga, sin encontrar islas libres.
Volvió a descubrir el caño del remolino, cuya existencia ya ignoraba, pero al
penetrar entre las altas paredes amenazadoras, en el mundo oscuro, tan distinto
de su ciénaga luminosa, una brusca angustia le hizo retroceder. Desde entonces
pensó en la ciénaga como en un mundo cerrado, defendido por la selva de unos
indefinibles peligros que moraban en el horizonte. Así que tuvo que seguir
matando cerdos y añadir palos cruzados a las vigas, para colgar los tasajos.
Aún yacían en su memoria los
fragmentos perdidos de una vida anterior: los juegos de cosquillas con una niña
que era su madre, el largo pueblo con el cementerio al fondo, la noche loca en
que salió con el padre, el grito penetrante de la madre macheteada, la angustia
del remolino; pero no hay nada que los saque del fondo donde yacen, porque no
hay en la ciénaga nada afín que pueda recordárselos; tan solo una ansiedad cuya
causa desconoce le lleva cerca de sus retozos infantiles, esperando algo que no
sabe que es, pero cuyo interior animal intuye. Pero ello no sucederá hasta
mucho tiempo después, cuando incluso esa esperanza infantil haya muerto a base
de esperar.
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