sábado, 10 de marzo de 2018

CAPITULO 16- SIEMPRE HAY UN POBRE QUE SE VENDE.

16- SIEMPRE HAY UN POBRE QUE SE VENDE.










            "Cuando llegue al puerto esconderé las dos champas y me iré corriendo por la trocha. Cuando llegue a la Ciénaga, el niño me estará esperando". O se quedará escondido o nadará hasta la isla si el niño no le espera. Allí, en la selva de tierras altas, hay mucho donde esconderse; y si un blanco se interna por la selva en su busca, morirá, porque en la maraña de la selva no hay animal más torpe, más estúpido y ruidoso que el hombre blanco.
 
            Pero el niño ya lo espera. Con el primer resplandor del amanecer mira hacia el lugar donde el padre debe aparecer, y no lo ve.
            "Hoy no ha venido, mañana vendrá". Y se vuelve a dormir con un sueño inquieto, con la esperanza y el temor de que el padre vuelva.

            Ya los blancos vienen por el caño. En las aguas profundas y limpias de vegetación el bote avanza rápido. El negro comprende que no le dará tiempo a esconder las champas; las dejará ir en la corriente del remolino para que no las vean, para que no descubran la trocha, la casa en la isla. Rema con todas sus fuerzas, botando espuma a los lados de la champa; dos golpes de canalete a un lado, pasa el remo sobre su cabeza, dos golpes de canalete al otro lado, y la champa avanza recta, veloz.

            Al fondo los blancos gritan:      
            - ¡Allí está!
            - ¡Ya lo tenemos! Aquí ya no se nos escapa.
            Suenan disparos.     
            - No lo matéis. Lo quiero vivo.     
            - Nos va a pedir a gritos que lo matemos.

            El negro siente miedo; los blancos están demasiado cerca. Mira hacia atrás para medir las distancias, y están tan cerca que ya se ven sus caras llenas de odio. Y entre las caras blancas, una negra.

            ¡Un negro! ¡Un negro entre los asesinos blancos! Un negro de las orillas del Atrato, tal vez de su mismo pueblo. Siente otra vez un cansancio infinito, una suma impotencia. Esa era su sospecha, la que no quiso creer pese a todas las evidencias. Por ese negro los blancos se volvieron a buscarle aguas arriba en el gran río, por él supieron el camino que tenían que tomar, por él lo esperaron en los pasos claves, por él no se perdieron en el laberinto de las ciénagas. No odia a los blancos que le persiguen; los blancos matan a los negros, porque para eso los hizo Dios; pero ese negro que asesina a los de su propia raza, que vende su pueblo al enemigo, por él siente un odio, una rabia infinita. Se dejaría morir con tal de matarlo.
            "Por eso nunca derrotaremos a los blancos. Siempre hay un pobre que se pasa a su lado para matar a otros pobres. Los pobres del mundo nos matamos entre nosotros, y ellos se sientan y ríen".

            Ya se siente la corriente tenue que anuncia el zarpazo del remolino, y el negro rema con todas sus fuerzas; dos golpes de canalete a la derecha, pasa el canalete sobre su cabeza, dos golpes de canalete a la izquierda, ya va a llegar al puertecito, saldrá corriendo por la trocha y dejará que las champas se va­yan aguas abajo, dos golpes de canalete a la derecha, pasa el canalete sobre su cabeza, suenan otra vez disparos, y el canalete se le escapa de la mano. Intenta recogerlo del fondo de la champa, pero la mano ya no se cierra sobre el remo. Solo cuando un dolor agudo en el codo, como un machetazo a traición, le hace mirar hacia más arriba, se da cuenta de que su brazo cuelga de unas hilachas de piel y carne, al aire los huesos rotos, y otra vez el viejo olor dulzón de la sangre, como cuando alguien en el pueblo picaba un cerdo. Siente mareo, y respira hondo para no desmayarse. Se concentra con todas sus fuerzas en no perder el sentido, mientras el dolor le corre en oleadas por todo el cuerpo. A cada movimiento el antebrazo colgante parece desprenderse, y las astillas del hueso producen un dolor terrible en la carne. Entre las brumas del mareo ve con nostalgia como a su izquierda pasa el puertecito, con la pequeña champa que hizo para escapar de la isla, la trocha que lleva a su casa, y comienzan las altas paredes, las aguas profundas y rápidas, el tirón feroz del Remolino. El Animal, que siempre espera.

            Ahora que todo ha terminado, el negro siente alivio. Ya no hay dudas ni temores, tampoco engañosas esperanzas. Sabe que va a morir, y solo espera que el momento pase rápido y llegue al fin el sueño, el descanso, la nada. Los que mueren en el agua se condenan, porque los Animales son del diablo; pero ahora siente tanto dolor en su cuerpo cansado, que ni siquiera la condenación le importa.

            El motor se le acerca rápidamente, y dirige la champa con la mano sana. No pilota para salvarse, porque no hay salvación. Solo quiere retrasar el momento para que los blancos caigan con él en el remolino. Y cuando el ruido del remolino se hace tan fuerte que los blancos van a oírle sobre el motor, Elombre grita. Grita para tapar el rugido del animal, pero también grita de pena y rabia; grita por su celo de macho insatisfecho, por los muertos de la calle, por la pobreza de los negros, por las mujeres de la ciénaga, por la joven muerta, por su soledad profunda, por los niños de la palizada, por su brazo colgante, por la madre que hizo una manopla con lana de su suéter para la mano del niño pisoteado, por el hijo que le espera, por su propia muerte, por el negro traidor, por todos los pobres traidores del mundo.

            Los blancos que corren ciegos buscando la muerte del negro no se dan cuenta que corren hacia su propia muerte; van alegres, con gritos de triunfo. Unos metros antes de alcanzar la champa el negro traidor comprende que algo extraño sucede, porque Elombre no les mira a ellos, sino que tiene la vista fija adelante, como hipnotizado en algo. Dirige la vista allí donde Elombre mira, y se aterra. También él grita de terror, sin que los blancos acierten a saber que pasa. El motorista se resiste a parar el motor, ahora que tiene la presa tan cerca. El negro traidor corre hacia atrás, atropellando a los blancos, arranca el motor de las manos inexpertas; el impulso es mucho, y pasan junto a la champa sin detenerse; el caño es demasiado estrecho para dar la vuelta. Con la marcha atrás el bote disminuye la velocidad que lo lleva al remolino; por un momento el bote se inmoviliza, luego, lentamente, la corriente lo atrapa en su espiral de círculos cada vez más cerrados, más rápidos, hacia la boca tenebrosa. Ahora son los blancos los que gritan. El negro ve las bocas abiertas mientras el bote gira en círculos concéntricos, hasta que tiene la mitad de su longi­tud  en el vacío pavoroso; lentamente bascula, y cae al abismo; no tiene tiempo de alegrarse porque él mismo está ya girando la espiral mortal, cada vez más cerca de la boca, más veloz, hasta que cae por el borde de la cascada, esperando el momento terrible en que se encuentre frente al monstruo y lo mire con sus ojos fríos para sorberlo muy lentamente entre los labios apretados, para hacerle botar las tripas por la boca. Pero por una vez la vida fue misericordiosa con el negro y el encuentro tantas veces temido no se produjo, porque antes de llegar al fondo había muerto de miedo.

            El querosén se hace escaso en el quinqué y la mecha deja escapar una voluta de humo negro. El padre continúa su historia:
            - "Y cuando al fin se vio perdido, les llevó a todos al remolino, y allí murieron todos: los blancos y Elombre, y el negro traidor".

            El niño se queda mirando el negro remolino en las volutas del humo. El padre calla, y su pensamiento se va lejos; vuelve a aquel baile en que un policía mató un muchacho de un tiro porque los dos estaban tragados de la misma  mujer. Solo eran tres policías, y ellos más de cincuenta machetes, pero nadie hizo nada, tampoco él.

            El niño pregunta:     
            - ¿Y murieron todos?     
            - Murieron todos: Elombre, y los blancos, y el negro traidor.     
            - ¿Y no se salvó ninguno?     
            - Ninguno.

            El muchacho tenía ya como dieciocho años, era un trabajador fuerte, ya tenía su casa y su palanca. Era el único hijo de su madre, la esperanza para la vejez. El policía dice que disparó al aire para acabar una  discusión que había en la otra punta del bailadero; la bala le entró derecha por el pecho hasta el centro del corazón. El muchacho está ahora enterrado al ladito del camino que va al cementerio en Vegáez, con una losa de cemento encima. No quedó nadie que viera por la madre.

            El niño insiste:     
            - ¿Y cuántos eran los blancos?     
            - Los blancos eran siete.     
            - Y los dos que murieron en el pueblo, nueve.     
            - Y el negro traidor, diez.

            El padre se mira con tristeza las manos callosas que no supieron matar. Dice en un susurro:     
            - Ese sí que era un hombre.

            El niño vuelve a mirar los remolinos del humo. De pronto recuerda algo,     
            -¿Y qué fue del niño?     

            Pero el padre ya no le oye.

            El pueblo de pescadores no fue destruido por ninguna vinculación política, sino porque era el lugar  más apartado al que se podía llegar en motor desde Quibdó en un solo día, y por ser lo suficientemente pequeño como para no encontrar resistencia; y los blancos que acabaron con el pueblo no eran tampoco guerrilleros, sino amigos de un grupo de políticos que les habían mandado para hacerles pasar por guerrilleros para participar a medias con ellos en los beneficios de una amnistía que iba a legalizar para los grandes terratenientes la propiedad de las fincas que habían ocupado, e iban a premiar a sus bandas de asesinos con el reparto de las tierras que los campesinos habían abandonado. Además del interés económico, perseguían el interés político de atribuirles la masacre a guerrilleros liberales, no solo para desacreditar al partido contrario, sino para mostrar a los comités de autodefensa liberales, campesinos se habían organizado para defender sus tierras y sus vidas, que también los guerrilleros liberales iban a tener parte en el reparto, y desorganizar así una guerrilla que empezaba a hacerse fuerte y a inquietar tanto a la oligarquía liberal como a la conservadora.  Muchos campesinos de los comités de autodefensa creyeron que también era para ellos la amnistía, cambiaron felices los fusiles por los azadones, y volvieron a sus casas; luego aparecían muertos en los caminos, o un día se presentaban a un requerimiento de la policía, y nunca más se volvía a saber de ellos; eran aún hombres sin una ideología política definida, simplemente supervivientes de una masacre, y necesitaron mucho tiempo de dejarse matar sin hacer nada, de organizar después protestas en que el ejército los ultimaba, mientras los periódicos publicaban que los valientes soldados de la patria, en defensa de la paz y el orden, habían repelido el ataque de un grupo de chusmeros que se negaban a dejar las armas, para darse cuenta de las constantes de la Historia, y entender que lo que pasaba no era culpa del destino, ni castigo de Dios por los pecados del pueblo, sino conse­cuencias del juego económico de las fuerzas sociales, que no se iba a arreglar con protestas, manifestaciones, ni oraciones y procesiones, sino con método, inteligen­cia y lucha, y así fue como la mentira de la amnistía creó las primeras guerrillas en Colombia, y la represión y las luchas armadas popu­lares  se hicieron epidémi­cas, a pesar de nuevas y mortales amnistías cada vez menos creídas.

     El grupo de políticos salió al ama­necer desde Quibdó, en un bote de motor, con una pequeña escolta de policía. En cada pueblo se paraban a explicar que ellos, los valientes políticos conservadores, iban a  pa­cificar con riesgo de sus vidas un grupo de chusmeros que estaba operando más abajo de Tagachí y que por las  dificultades de comunicación no se habían enterado que la violencia había terminado gracias a una generosa amnistía. La gente, reunida por los policías y sus fusiles, les daba unos vivas temerosos. Antes de seguir, los políticos y los policías, se hacían invitar a unos tragos de aguardiente; en cada pueblo que paraban, a medida que la borrachera aumentaba, las proclamas eran más inspiradas, los discursos más largos, la apreciación del propio valor mayor; pero también iban dejando caer en sus propias conversaciones más detalles sospechosos que hacían pensar a la gente que los políticos, la policía y los asesinos eran la misma cosa. Al llegar a la loma de Mandé iban ya tan borrachos que los policías contaban la verdad a sus compañeros de beba, y algunos de los políticos que se habían volteado apenas al ganar las elecciones el partido contrario, o los que de tanto cambiarse ya ni sabían de que tocaba ahora, se encontraban de pronto dando vivas al glorioso partido liberal, carajo ¡Viva!, perdón, quiero decir al glorioso partido conservador, ¡Viva!, a las gloriosas fuerzas armadas, ¡Viva!, a los abnegados policías que tan desinteresadamente nos acompañan en nuestra misión pacificadora, ¡Viva!, a mi general en el gobierno que ha pacificado toda Colombia, ¡Viva!, a nosotros mismos, mierda, que somos unos verracos, ¡Viva! Porque la gente decía viva a todo sin importarle sino que los políticos que habían caído como pájaros de mal agüero y sus policías arrodillados se largaran de una puta vez por todas, y hubieran gritado vivas al mismísimo hambre con tal de que les dejaran en paz; cuando finalmente se tomaban sus aguardientes y se iban, la gente seguía gritando vivas y abrazándose de puro feliz, asombrados de estar aún vivos.

            Con tanta beba y tanta joda, no llegaron a la guarnición de Tagachí sino cuando ya era noche cerrada. Los policías que llevaban horas esperándoles con buena provisión de aguardiente estaban ya medio borrachos, y se prendió la fiesta. En medio de la parranda se acordaron de su cita con los pájaros y con obstinación de borrachos se empeñaron en irlos a buscar para que se unieran a la parranda. Hubo que obligar casi por la fuerza al motorista que negaba a navegar de noche; tuvieron que pagarle de una el viaje de ida y vuelta, más una prima especial por la manejada nocturna, y regalarle una linterna con pilas nuevecitas; al fin accedió y los políticos se embarcaron con sus botellas en la mano, mientras los policías se quedaban a seguir bebiendo con sus compañeros. Al llegar al remolino del Tigre les sorprendió el aguacero, y si no se devolvieron fue por la insistencia del motorista de que no podían devolverse, porque estaban ya más cerca del pueblo de pescadores que de ningún otro. Apenas el bote atracó en una orilla muda y sombría los políticos se bajaron apresuradamente del bote que en la oscuridad del río les había hecho pasar tanto miedo, y que tenía el fondo encharcado de vómitos de borracho. Ni siquiera  se molestaron en disimular frente al motorista negro.     
            - ¡Sinsonte! ¡Turpial! ¡Gallinazo! ¡Despierten que ya llegamos!     
            - ¡Tarde, pero seguros!     
            - ¡Venimos congelados! ¡Ah hijo puta aguacero!     
            - ¡Prendan música, que aquí traemos el aguardien­te!

            Un silencio de muerte se tragó sus gritos. La luz de un quinqué que aún brillaba en la casa con techo de zinc les hizo correr allí, salpicándose unos a otros en la calle embarrada del aguacero incesante.

            Los policías de Tagachí no se despertaron de la trasnochada hasta el mediodía siguiente. Unas muchachas aún más borrachas que ellos dormían en los rincones del piso de madera, y las despertaron a las patadas para que les hicieran un sancocho de pescado con que calmar los estómagos estragados del aguardiente. Cuando estaban tomando el sabroso caldo humeante se extrañaron de que los políticos y sus pájaros no hubieran acudido al olor; tardaron aún mucho rato en darse cuente de que no habían vuelto, y más aún en pensar en el malestar del guayabo que debían hacer, y ya para entonces estaba a punto de venirse el aguacero del atardecer, así que decidieron que a la mañana siguiente irían a ver qué había pasado, si es que para entonces no habían vuelto.

            Encontraron a los políticos en la casa de techo de zinc encerrados para evitar el hedor y la visión terrible de los muertos pudriéndose en la calle, y gritando de miedo porque pensaron que los que venían no eran sus amigos políticos, sino espantos para vengarse. Se habían encerrado allí todos juntos, después de que recorrieran el pueblo en la oscuridad sin conseguir encontrar sino cadáveres, cadáveres en el interior de las casas, cadáveres niños en las cunas, cadáveres de lavanderas en la ciénaga, cadáveres borrachos en la cantina, cadáveres aplicados en la cabaña de la escuelita, cadáveres amantes en las camas, cadáveres hambrientos en las mesas, cadáveres fugitivos en la calle, cadáveres y más cadáveres, cadáveres sucios de fango, cadáveres lavados por el aguacero, cadáveres tiritando de frío en la noche, cadáveres sudando al sol en el mediodía. Se habían quedado presos porque el motorista huyó con su bote apenas llegaron, incapaz de resistir el olor de putrefacción de tantos muertos sin sepultura, la visión de los cadáveres en la calle, y la algarabía de los gallinazos y los perros voraces.
El Atrato es una de las mayores tumbas.
Rio Sucio 2002
Foto del periodico EL COLOMBIANO.

            Los policías les metieron apresura­damente en el bote y les llevaron a la quebrada más cercana, para que se dieran un baño que les quitara el hedor de cadáveres que exhalaban, y aún les hicieron bañarse otras dos veces más antes de llegar a Tagachí, y tirar los trajes de hombres importantes y salvadores de la Patria con que iban vestidos, que apestan a muerto, carajo, que les hace que tengan que ir en bola, y volverse a bañar con aguardiente, todo antes de darse cuenta de que aquel olor nunca se les iba a quitar, porque era tan penetrante que no sólo se les había fijado en la piel y los huesos, sino que se les había metido dentro del alma, y les iba a acompañar mientras vivieran, y aún después de muertos. Sin embargo la gente terminó por acostumbrarse al olor a muerte que llevaban los políticos donde quiera que iban, y todos ellos hicieron buena carrera y murieron ricos y rodeados del prestigio de haber sido hombres valientes que con su sola presencia desarmada hicieron huir un grupo de peligrosos chusmeros que habían destruido un pueblito de pescadores que por aquel entonces ni nombre tenía.

CAPITULO 15- NO SE PORQUE ME MATARON


15- NO SE POR QUE ME MATARON.     

        El niño se sienta a pescar. Sabe que está solo, pero a cada momento mira hacia atrás, como temiendo  que el padre se le haya acercado sigilosamente para agarrarle por la espalda y azotarle. El miedo le daña su mayor placer. Al fin la angustia se hace insoporta­ble, y exclama en voz alta.     
     - ¡Voy a limpiar el colino!.

      El colino estaba perdido de maleza, batatilla que trepaba por los troncos y amarraba las hojas, rascadera y cañabrava, y hasta pequeños arbolitos. Cuando llega el breve crepúsculo el niño tiene los muslos cortados de cañabrava y la espalda hinchada de los mosquitos, pero ha limpiado sólo un ridículo trocito de colino. Llena el bote de plátanos olvidados que han caído al suelo de puro maduros, y sus troncos, que es preciso cortar para que la mata para un nuevo racimo, y de palos; comida para los marranos y el fuego, siempre hambrientos.

     El niño se despierta y mira hacía el caño, allí donde la trocha cae a la ciénaga: seguramente se ha despertado ya varias veces en la mañana, porque siente la sensación de que está realizando un gesto reiteradamente repetido. Pero allí no hay nadie, y se vuelve a dormir. Sabe que tiene que ir a limpiar el colino, porque aunque el padre no haya venido hoy, mañana puede venir, pero está cansado, y no hay prisa por ir al trabajo; al fin y al cabo, ya casi está terminado.

     El hombre salió al amanecer, y ya es noche cerrada cuando al fin la balsa sale al gran río. Le duelen los brazos, y el último tramo es el más duro,  pues tiene que remontar la balsa aguas arriba. El río está bajo, y en la oscuridad profunda de una noche sin luna ni estrellas sólo se distingue el barranco de la orilla como una sombra más densa. Junto a ella los balsos son una mancha blanca.

     El hombre teme, sobre todo, el ruido que podría delatarle. Sube lentamente. La casa del compadre no se alcanza a ver, no hay luz en ella; sólo las huellas de pasos en el barranco le dan la seguridad de que su instinto no se equivoca. Sube lentamente. No entra por la puerta delantera, sino que rodea lentamente la casa, hasta encontrar el hueco de la cocina. Entra con el canalete en una mano y el machete horizontal en la otra, defendiéndose de un golpe imaginario en la cabeza. El fogón está frío. Hay un ruido de ratas asustadas, posesionadas de la casa como si nunca hubiera habido nadie en ella. El hombre teme que el viejo se haya ido para no entregarle la hija, pero tanteando sobre el fogón encuentra las pequeñas posesiones del compadre; la coca de la sal, el candil del querosén, la caja de fósforos, el cuchillo de picar revuelto. Y sigue adelante.

     En la sala el olor le alerta. Es un olor suave, dulzón, que lo impregna todo suavemente y brota de todas partes. El hombre trata de olfatearlo, y entonces no lo siente. Sólo cuando se distrae de él y avanza  tanteando las tinieblas el olor vuelve a enervarlo. Otra vez queda inmóvil, y el olor desaparece, y vuelve a avanzar; entonces, al pisar una sustancia espesa y viscosa, el hombre reconoce el olor, y se le clava en la cabeza como una obsesión: sangre, sangre, sangre... La palabra le martillea y le llena de miedo: sangre, sangre, sangre... El miedo le hace retroceder. En la puerta que da junto a la cocina permanece indeciso, acuciado por el deseo y retenido por el miedo. El ruido de las ratas otra vez en la sala le tranquiliza. Busca en la alacena el lugar donde el viejo esconde los fósforos. Tiene miedo de prenderlo, y apenas lo hace lo arroja lejos de sí; en el breve instante que el fósforo está en el aire al hombre le ciega el rojo brillante de la sangre que cubre todo el suelo, y que en el centro se recoge para tomar la forma del cuerpo de la niña. El hombre espera inmóvil el movimiento de alguien alertado por la luz; pero, menos las carreras de las ratas, huidas un instante, nada más se mueve; salvo la presencia terrible de la sangre en la casa no hay nadie. El hombre prende un segundo fósforo para buscar el candil; el candil tiene la mecha quemada, como sucede cuando dejan arder hasta que el combustible se agota. No tiene paciencia para buscar la botella de querosén que el viejo debe tener escondida en  alguna parte de la cocina, y prende unos capachos secos de maíz que la muchacha guarda para comenzar el fuego. Todo en la cocina está en orden, cada cosa donde la muchacha lo deja.

     En la sala necesita un momento para que los ojos acostumbrados al resplandor de las llamas se acostumbren a la luz escasa, y vean la gran mancha de sangre, el cuerpo desnudo y ensangrentado de la muchacha, la boca con los dientes blancos brillando, los ojos abiertos mirándole con miedo, cortadas las flores nacientes de los pechos, y la grieta tierna del sexo abierta a machetazos hasta más allá de la cintura.

     El hombre se arrodilla junto a la niña; de la boca inmovilizada por la muerte sale un hilo de voz tan tenue que el hombre no sabe si oye o cree oír. "No me hagas nada; no fue culpa mía. Yo te estaba esperando, pero en vez tuya vinieron los blancos. Yo no me resistí, solo grité cuando me cortaron los senos; cuando me abrieron hasta la cintura no me importó, porque ya estaba muerta. No sé por qué me mataron".

     Los ojos de la muchacha siguen mirando con un  miedo infinito, y el hombre se pregunta con dolor porque se seguirá sintiendo miedo más allá de la muerte. Siente piedad por esa pobre niña que vivió con miedo, murió con miedo, y ahora va a seguir con miedo por toda la eternidad, y le cierra los ojos con la mano para que al fin pueda dormir y descansar, pero el miedo de la muchacha es tan intenso que la obliga a abrir los  ojos y mirar alrededor:

     "Ten cuidado. Alguien viene".

     El hombre corre hacia la cocina y apaga el fuego. Luego se coloca detrás de la puerta con el machete en alto. Y en el momento en que la silueta del hombre se recorta en el vano de la puerta descarga el machetazo con toda la fuerza contenida del miedo. El machete suena como si hubiera chocado contra una piedra, y una esquirla de metal vuela por el aire; la cabeza del hombre se aparta en dos mitades iguales, y el cuerpo cae al suelo como si nada le sostuviera debajo. El negro gruñe de alegría súbita, porque la muerte que ha encontrado ese desconocido es una muerte vieja, la muerte que su mujer y su contrario tenían preparada para él; siente humedad en los labios y se relame la sangre que le ha salpicado en la cara; se vuelve a la muchacha y le dice alegremente:     
-   Ese hombre ya nunca más te hará daño.     
-   "Gracias".

     El hombre ha caído fuera de la casa; el negro sale afuera y limpia el machete en la camisa del muerto; es un hombre blanco. "Ten cuidado con los hombres blancos -le han dicho desde niño-; los blancos son perezosos, ladrones y mentirosos. Te engañarán con falsas promesas, te harán trabajar para ellos, y luego te robarán; ellos son los amos de las leyes y las armas; si quieres revelarte, sus leyes te condenarán, y te matarán". Y ahora están allí. Han venido a robarles sus panas, sus machetes, su pescado y sus mujeres. Robarán, matarán y violarán, y su pueblo será destruido, como tantos otros.

     La voz de la muchacha lo llama adentro. "No me dejes sola. Tengo miedo".
     - Te llevaré a mi isla, te enterraré allí, y ya nunca más podrás tener miedo. El hombre la coge en brazos y sale con ella hacia la balsa. Pasan junto al muerto y la niña mueve un poco el cuello rígido para no mirarle. ¿Cuánto hará que murió la niña?
     "Él fue el que me violó, y luego me cortó los senos. No sé por qué me mató".

     El hombre baja con cuidado por el barranco fangoso. Pensaba haber robado un bote, pero ya no lo hará.

     Es fácil robar un bote; sus dueños los dejan en  la orilla, sujetos por la palanca clavada en el fango. Pero ya no irá al pueblo, ya no robará un bote, porque  el pueblo ya no existe. Ahora sólo existen los blancos, y el miedo. Se irá en su balsa, inmediatamente, antes de que los blancos regresen; se irá a su ciénaga, solo, libre, con su carga de pescado y su novia muerta. Los blancos son la muerte; pero él no va a morir, el vivirá.

     Pero la balsa ya no está. El blanco la echó aguas abajo, sin importarle su preciosa carga de pescado, y lo dejó prisionero.

     Acostumbrado al bote como una prolongación de sus piernas, al agua como camino, el hombre toma conciencia en ese momento de lo encerrado de su pueblo; apenas un claro andable en la orilla del gran río, una hilera de casas apretadas por el río y la ciénaga, y la selva envolviéndolo todo; fango, espinas, mosquitos, hormigas, culebras, humedad, espíritus, fantasmas y muanes.

     Por un momento piensa en echarse aguas abajo; tal vez alcance a nado la balsa que flota en la negrura de la noche; o pueda llegar hasta el caño por donde se entra a las grandes ciénagas, y una vez allí construir una balsa de cualquier madera que flote y llegar a su isla en la Ciénaga del Animal. Pero el temor a caer en un remolino le clava en la tierra; de día, cuando uno los ve, y en una champa difícil de hundir, los remolinos no son peligro; en la noche, sin verlos, y con lo fácil que es llevar un nadador al fondo, el más pequeño de los animales le sorberá. Y él no quiere morir en el fondo del agua, viendo los ojos burlones del animal cuando le sorbe muy lentamente entre los labios apretados.

     Podría esconderse en la selva. Un negro que mató a otro del pueblo se aguantó dos días escondido antes de salir derrotado por el hambre y los mosquitos a la montonera de los machetes que lo picaron. Otro se escondió a unos pasos del pueblo, en la bamba de una ceiba, y ese nunca salió; encontraron su esqueleto porque una luz verdosa iluminaba el árbol de noche. Tal vez, en dos días, los blancos se hayan ido del pueblo, y entonces pueda robar una champa; sin una champa está muerto.
     "Tengo frío".
     El hombre sabe que los muertos sin mortaja sienten frío, y se aparecen por años a sus parientes quejándose de frío. La voz de la muchacha le saca de sus cavilaciones, y se da cuenta que también él está temblando de frío y miedo.

     La humedad del río le enfría el corazón.

     Con la niña en brazos vuelve a subir el barranco. La tiende en su cama, la envuelve cuidadosamente en su lona blanca.
     "Ponme los pechos en su sitio, para que pueda dar de mamar a mis hijos".

     El hombre no puede concentrarse en la búsqueda. Cada vez que prende un fósforo, el resplandor le asusta. Al tercer fósforo, exclama con desaliento:     
-   Ya no están; se los comieron las ratas.     

     La niña, con tristeza profunda:     
     "Ahora ya no podré tener hijos".

     El hombre no encuentra nada que decir; la toma en brazos con cuidado y la lleva por la breve trocha hacia el cementerio.
     - Te enterraré en el cementerio, con tus compañeras las ánimas; así no estarás tan sola, ni tendrás tanto miedo-
El hombre siente por la muchachita muerta una ternura que no ha sentido por nadie vivo. Con el machete deshierba un pedazo, y cava un hueco poco profundo. La tierra del cementerio es blanda.

     Dos hombres vienen por el camino, alumbrando con linternas hacia el frente; las luces se ven a lo lejos. El negro deja la muchacha y corre hacia atrás, a esconderse entre la hierba alta. Teme que el olor a hierba cortada y tierra removida le delate. Pero los blancos pasan hablando descuidadamente, sin preocuparse de nada.     
     - ¿Y para qué tenía que venirse por aquí solo?     
     - Ya sabes como es. Debe estar encaramado encima de la muerta.

     Cuando las linternas han pasado, el negro se atreve a levantar la cabeza y mirar; los blancos van despreocupados, con los fusiles al hombro con el caño hacia el suelo; si les hubiera acechado tras un árbol, hubiera podido matarles a los dos; no lo hizo, tuvo miedo hasta de mirar, la oportunidad pasó y ahora siente rabia contra sí mismo.

     Apresuradamente coloca la muchacha en el hueco, y le tira tierra encima. La niña le mira con sus ojos grandes de miedo, y él no puede llenárselos de tierra; intenta estirar la mortaja para tapárselos, pero no le alcanza. No sabe qué hacer. Al fin se los cierra con su mano, coloca su propia camisa encima, y pone tierra para que el peso se los mantenga cerrados.     
     - Duerme, niña, duerme.     

     Siente ganas de llorar. Es extraño, nunca antes le había pasado eso.

     Los blancos vuelven a pasar por la trocha. Ya no hablan, ahora van iluminando a lado y lado, y el fusil en la mano apunta las sombras. El negro los ve pasar. Las linternas sólo sirven para provocar sombras, y él es también una sombra negra en la negrura de la noche.  No le descubrirán fácilmente, y por primera vez en su vida se alegra de ser negro. Ahora siente menos miedo que antes, porque los blancos tienen miedo de él.

     Ahora que la garra del miedo se ha aflojado un instante sobre su garganta, piensa que la posibilidad  de escapar es robarse una champita en el pueblo; regresa a la casa del compadre, y toma el canalete que había dejado por inútil. Él va a ir al pueblo, va a conseguir un bote, no va a dejarse morir; si una vez venció al Animal, también escapará de los blancos.

     Camina lentamente por la trocha hacia el pueblo, preocupado de no hacer ruido y escuchar todo. Los pies descalzos pisan una masa fría y blanca, y salta temiendo haber pisado una serpiente; le cuesta reconocer que eso que hay allí, esa masa informe, es el cuerpecito de un niño recién nacido. Le han pisoteado hasta reventarle las tripas, licuarle los huesitos cartilaginosos, disgregarle la cabeza; los duros tacones de las pesadas botas militares han atravesado la piel y la carne, y han hecho profundas huellas en la tierra. A un lado, desprendida de su brazo, hay una manita envuelta en su manopla de lana; es lo único reconociblemente humano de ese niño tierno. El hombre la recoge con cuidado, lleno de odio hacia los blancos, y se queda indeciso con ella. Luego vuelve hacia la sepultura de la muchacha, escarba la tierra removida, y la destapa la cara; ella abre los ojos sorprendidos y llenos de miedo.     
     - Mira, no tiene quien le cuide. Ahora es tu hijo. Cuídale.
     "Gracias. Ahora es mi hijo. El pobrecito llevaba mucho tiempo llorando solo".

     Los niños chocoanos son propiedad colectiva; cualquiera les da de comer, a cualquiera hacen mandaditos, cualquier hombre del pueblo pudo haber sido su padre. El hombre se sorprende mientras camina pensando con lastima en la muchacha que fue la madre de aquél pobre niño. La lana de la manopla estaba ya desgastada, como lana usada antes. La mamá debía haber deshecho un suéter, cualquier otra de sus prendas para hacer esa pobre manoplita que defendiera al recién nacido de arañarse. Se pregunta si se lo quitaron a la fuerza y lo pisaron delante de ella, o si lo habrían dejado caer en el terror de la fuga. Nueve meses de espera, los dolores de un parto, la mamada sobre el seno amoroso, todo para terminar bajo unas botas militares. El hombre llora de rabia.

     Camina silencioso, en una mano el machete, el canalete en la otra. ¿Dónde estarán los blancos?

     Al llegar al pueblo se sale de la trocha para no atravesar el caño por el puentecillo de troncos. Se arrastra por la selva domesticada, cruza el caño hundiéndose hasta la ingle en el barro, y consigue salir al otro lado, a la calle polvorienta del pueblo. Hay una leve claridad que anuncia la salida de la luna, y el hombre sonríe al ver la silueta de un blanco apuntando con su fusil hacia el puentecillo.

     Busca la seguridad en los pequeños huertos de detrás de las casas, junto a la ciénaga. El hombre ve los cadáveres de las mujeres atoradas en el fango, flotando sobre el agua, todas uniformes, la cara dentro del agua, espaldas morenas agujereadas; las bateas están junto al agua con sus pilas de ropa y el manduco encima, como si las lavanderas fueran a volver en un momento a reanudar el trabajo; pero el hombre sabe que no vendrán, que ya las sardinas les han comido los ojos y los quícharos las han arrancado los pechos a mordiscos.

     Aspira los vapores de la muerte, y se tambalea; es el miedo quien le sostiene, le hace cruzar los huertecillos de yucas, esconderse bajo una de las casas.

     Unos pocos pasos más, cruzar el espacio despejado de la calle, ganar el barranco con su protección de sombras, y allí las champas, y en ellas, la vida.

El negro mira a todas partes desde su escondite  bajo la casa, y no ve a nadie. La luna con ansias de salir le apremia; en una decisión brusca sale corriendo, tan agachado como puede. Tropieza con un tronco de árbol, un tronco que nunca antes estuvo allí, y cae de bruces al suelo. No se vuelve a mirar porque él sabe que no es un tronco, sino un muerto, que toda la calle está cubierta de muertos. Se tumba para parecerse lo más posible a uno de ellos, avanzando muy lentamente.

     A su izquierda un hombre gime. Le han cortado los pies y las manos, y alarga hacia él un muñón negro donde la infección pone vetas verdes. 
     - Hermano, llevo dos días penando... Ayúdame.

     El negro le reconoce. Era un hombre grande y fuerte; también él tenía una buena casa, buenas mujeres, buena champa. Otras veces han peleado por una muchacha, por un sitio donde tender los anzuelos, por un tronco bajando en la corriente del río. Ahora se da cuenta que aquél negro era un hombre igual a él, con sus mismos intereses, temores y esperanzas, negro como él, y que toda su historia les une. No puede negar el favor que le pide, y rueda junto a él, le pasa el machete afilado como una caricia por las venitas del cuello.
     - Soy tu amigo... Duerme.

     La yugular cortada deja salir tres latidos de sangre, mientras el herido le mira con gratitud; quiere decir algo, pero los párpados se le cierran lentamente, y muere.

     Elombre se siente triste. Por un instante en su vida ha tenido un amigo, y ahora está otra vez solo. Rueda dos veces más sobre sí mismo, y alcanza el barranco. Se deja resbalar hasta el agua.

     ¿Dónde están las champas, las canoas, los botes? Antes las orillas vivían llenas de ellos; ahora no hay ninguno. Pero tiene que haber al menos uno: los blancos no pueden ser tan locos como para quedarse encerrados sin un bote, en ese pueblo lleno de muertos.

     El negro ha subido por la ciénaga casi hasta la cabecera del pueblo, y ahora se deja deslizar río abajo, asomando apenas la cabeza fuera del agua, y tanteando con los pies el fondo arcilloso. Lleva el canalete en la mano izquierda, como un apoyo, y el machete, por primera vez en mucho tiempo, reposa en su vaina. En el frío de la noche el agua se siente caliente.

     Hacia el centro del pueblo le parece ver un grupo de embarcaciones. Seguramente allí estarán los blancos, porque enfrente está la única casa del pueblo con techo de zinc. Y allí conseguirá una champa.
     "Y cuando me vaya en mi champa, lanzaré todas las demás al agua, como ellos lanzaron mi balsa. Los blancos se quedarán encerrados en el pueblo, encerrados con los muertos. Cuando el sol caliente los cadáveres se pudrirán, y ellos se volverán locos".

     Si, allí están las champas.
     "Dijeron a los negros que las juntaran todas aquí, y los negros obedecieron. Luego se colocó allí un hombre con un fusil, disparando a todo el que se acercara para que nadie pudiera escapar. Luego empezó la matanza".

     Pero hay algo extraño entre las champas; un bote largo y alto, como nunca lo hubo en el pueblo.
     "Allí vinieron los blancos. Ahora cargarán el  bote con todo lo bueno del pueblo, el pescado, las cacerolas, los machetes, las barras de hierro, el plátano, y se irán. Pero yo lanzaré su bote aguas abajo, como ellos lanzaron mi balsa".

     Le intriga pensar porqué lanzaron su balsa al agua. ¿Acaso no vieron las veinte arrobas de pescado en ella?

      Y sentado en el bote, con un fusil cruzado sobre las rodillas, un blanco.

     El negro ya no puede retroceder. Sigue bajando hacia las champas. Hay tres champas, y luego el bote con el blanco sentado en el centro; las demás champas deben estar detrás, pero no se ven. Al llegar cerca se sumerge.

     Incluso en pleno día, las aguas lodosas del Atrato no dejan ver en ellas; bajo la leve luz que anuncia la salida de la luna son completamente opacas. Pero el hombre está acostumbrado a ellas. Tantea con la mano las tres champas, el bote que cala más profundo, apoya las manos en la quilla sumergida del bote, con la cabeza empuja hacia atrás las tres champas, muy lentamente. Abriendo un hueco entre el bote y las champas, clava los pies en el fondo poco profundo, toma el machete en la mano, y se levanta fuera del agua mientras suelta el machetazo. El filo pasa tan rápido por la garganta del blanco sentado, que ni siquiera lo ve, no siente el golpe sutil, no comprende que el negro que está enfrente a él, riéndose con el agua a la cintura, le acaba de degollar. Solo cuando siente el calor de la sangre corriéndole por el pecho intuye lo que ha pasado, se lleva la mano a la garganta y siente los borbotones  de sangre escapársele entre los dedos, se horroriza; quiere gritar, y sólo puede  emitir un glugluteo; intenta respirar, y se ahoga, porque tiene los pulmones encharcados en su propia sangre. Se pone en pie, quisiera correr, huir de ese negro que se ríe y se ríe, llamar a sus compañeros, resbala y cae al río, ahogado antes de tocar el agua.

     El negro aún se ríe. "Para los gallinazos de la palizada, amigo". Los gallinazos están gordos, ha sido un buen tiempo para ellos.

     El negro elije para si una buena champa, estrecha y rápida, y lanza las otras dos al agua. Agarra el bote por la punta que tiene en tierra, lo desvara, y lo empuja al agua con todas sus fuerzas. El bote se va rápido, hasta que una cadena con que está atado se templa dando un cimbronazo que conmueve la casa de los blancos.

     De la casa cercana salen voces:
     - Pendejo, si el bote no lo atamos a la casa, se te va.
     - ¿Estás dormido, o que'es la vaina?

     El negro deja de reír. Otra vez siente miedo. Se sienta en la champa elegida, y rema rápido hacia el centro del río. De la casa sale un hombre con una linterna.     
     - Maldito pendejo, ¿Te caíste al agua dormido?

     La linterna alumbra el agua, rosada y lenta, y el cuerpo que flota.     
     - ¡Le mataron! ¡Mataron al Sinsonte!

     Hay un eco de voces gritando:
     - ¡Le mataron! ¡Mataron al Sinsonte!

     El negro se aleja silencioso en su champa, bendiciendo la oscuridad que le protege. Y en ese momento, enorme y redonda, aparece en el cielo la luna llena que una nube retrasaba. Con el resplandor azuloso y brillante el negro ve las casas del pueblo pasar rápidas junto a él, los muertos de la calle, los blancos que corren. El agua brilla como un espejo. Noches como esta son las que él siempre ha ansiado para ir de caza; pero ahora levanta el puño al cielo y maldice, porque esta vez, él es la presa.

     - ¡Miren! ¡Fue ese negro! ¡Por allí va!
     - ¡Rápido! ¡El motor! ¡Las llaves de la cadena!

     El negro siente que la amargura lo invade: ¡Los blancos tienen un motor! Si los blancos tienen un motor, son ricos. Todos los negros sueñan con tener un día un motor que los libere de su penoso destino de bogas, y nunca lo logran. Los aguacates se pudren, y el plátano se madura antes de llegar al mercado en Quibdó. Dos días con la palanca en la mano, noche y día. Pero ni juntando todo lo que tienen entre todos los negros del poblado tendrían con que comprar un motor. Y lo que puedan robar a los blancos, no alcanza tampoco para la gasolina. El motor es para los blancos. Para los negros, la palanca y el canalete, y el hambre.
     "La Paisa tenía razón. No han venido a robar. Han venido a matarnos, porque somos pobres. Los ricos tienen miedo, porque cada vez hay más pobres".

     Los pensamientos del negro son amargos. "Con un motor me alcanzarán enseguida".

      Recurre a un truco desesperado, un truco que usan algunas guaguas viejas y experimentadas para escapar en el agua de los cazadores; se separa de la orilla, buscando la corriente rápida del centro del río, como  si fuera a marchar largo trecho aguas abajo. Desde el final del pueblo, el blanco que le esperaba en el puentecito del caño le hace tres disparos de fusil, pero el negro no se inquieta, sabe que está lejos, y que en la superficie llana del agua las distancias y los movimientos son engañosos; se limita a sentarse en el fondo de la champa para ofrecer menos blanco.

     Los blancos aún no han conseguido abrir el candado que asegura el bote a los pilares de la casa con una larga cadena de hierro. Pierden preciosos minutos bañando el candado en aceite para vencer la corrosión de la humedad tropical. Luego el motor tarda en prender. Los blancos maldicen mientras el bote baja perezosa­mente por el río, entre humo y explosiones. Sigue remando rápido, por el centro del río. Pasa a la altura del caño; es la entrada que lleva a la ciénaga de detrás del pueblo, con su vegetación de mujeres asesinadas, luego a la gran ciénaga, y al Caño del Remolino, a su ciénaga, a la casa donde su hijo lo espera; pero sigue remando aguas abajo; los blancos le ven alejarse desesperados, y el motor no prende. Pero cuando el río lo oculta en una prolongada curva, el negro rema rápido hacia la orilla y vuelve a subir. Es el momento en que oye el ruido acuciante del motor; se oculta en la sombra de un árbol cuyas ramas rozan el agua; es una preocupación innecesaria, porque los blancos lo buscan en el centro del río y pasan rápidos, sin mirar siquiera las orillas. Cuando el bote toma la curva el ruido se debilita; el negro vuelve a remar aguas arriba. Los blancos no saben de canoa, se irán lejos buscándole, mucho más lejos de lo que él nunca se hubiera podido ir, y cuando se den cuenta de que él se les escondió, no sabrán donde buscarlo.

     Otra vez vuelve a ver el caño que lleva a la ciénaga. Una vez dentro, los blancos nunca podrán encontrarlo. Una vez un cura se adentró solo a pescar, y los hombres del pueblo lo encontraron a los días, perdido, sin saber hacia dónde ir, y con el cuerpo hecho una llaga de los mosquitos.

     El motor se vuelve a oír más fuerte, y el negro sabe que los blancos vuelven; han ido apenas un poco más abajo de lo que él habría podido ir en su champa. Suben registrando la orilla; el ruido es distinto cuando entran en una bahía, o en la boca de un caño, o en las quebradas que caen al gran río; son breves momentos, y el ruido angustioso se oye cada vez más cercano; el negro no comprende cómo los blancos han podido ser tan astutos, y empieza a sentir la triste, terrible sospecha, que sólo comprobará al amanecer, en el embarcadero junto al remolino.

     Pero ya está llegando al caño que lleva a la ciénaga. Allí los blancos nunca podrán encontrarle.

     Es un alivio entrar en las aguas quietas y anchas de la ciénaga. Atrás quedó el pueblo, con el hedor de cadáveres que lo paralizaba; y el río con la palizada donde aleteaban sin poder volar los gallinazos ahítos de carne. El horizonte confinado entre las orillas del río se abre en lejanías; sin el empuje contrario de la corriente, la estrecha champa se siente más ligera. Sólo la sospecha le atormenta y le roba la  alegría; es tan fuerte que en vez de dirigirse en línea recta hacia la salida de la segunda ciénaga sigue por la orilla izquierda; el camino más largo. Irá dando una larga curva, por los lados donde la hierba acuática semeja praderas y los manglares invaden la ciénaga, y lo que parecen ser aguas profundas no son sino lodazales húmedos, donde las champas se quedan pegadas como una mosca en la savia del cauchero.

     El motor se vuelve a oír. El negro ve el bote que avanza en línea recta hacia la salida contraria, por el rumbo donde él habría ido si su sospecha no lo hubiera alertado. Llegan hasta el final de la ciénaga, y luego tuercen en ángulo recto hacia la orilla derecha y regresan hacia atrás, registrándolo todo; el motor suena lento, porque navegan entre los árboles que crecen en el agua; hasta encienden sus linternas cuando la oscuridad se hace demasiado densa bajo las copas unidas, y apagan el motor para meterse en marañas de árboles caídos.

     El negro avanza rápidamente, casi tanto como el pesado bote de los blancos, sin preocuparse de esconderse porque el ruido le indica que están demasiado lejos para verle, con los ojos enceguecidos por el resplandor de las linternas. Registrando la orilla, los blancos han llegado hasta el caño por donde él entrara, y navegan ya por su orilla; el motor se oye cada vez más cerca, y el negro busca un escondite seguro; en una pequeña ensenada que las tormentas han llenado de árboles flotantes voltea boca abajo su champa, y la mete como uno más entre los gruesos troncos. Cuando el motor pasa él está dentro del agua, respirando el escaso aire de debajo de la champa. El resplandor de una linterna pasa sobre él, y dentro del agua el ruido del motor ensordece, pero los blancos se alejan. Cuando el negro termina de enderezar su champa y achicarla las luces le buscan otra vez tenazmente en la orilla contraria. Sigue remando y logra salir de la ciénaga abriendo un surco en la vegetación espesa de un estrecho caño que lo lleva a la otra ciénaga. Siguiendo ese trazo los blancos salen de una ciénaga para entrar en otra, y la persecución continúa.

     Los blancos parecían leer los indicios minúsculos que sólo los negros ven: el animal asustado, la ramita recién rota, las hierbas flotantes apartadas, el lodo del agua removido por el canalete; nunca el negro volvería a pasar una noche como aquella, en que conoció todos los temores y esperanzas del animal acosado, cada vez más cerca de la salvación, y cada vez más cerca de ser atrapado.

     Cuando atravesaba un espacio de aguas abiertas, sin escondite posible, el bote de los blancos se le acercó a toda velocidad; en el último momento la hélice chocó contra un tronco sumergido, y pudo escapar  mientras cambiaban el pasador roto por el golpe, pasó por zonas de lotos, donde la hélice de los blancos  necesitó ser limpiada con tanta frecuencia que el bote fue más lento que la champa; pero luego se le adelantaban, le buscaban en los sitios donde él debía de estar, le esperaban en los pasos claves, como si de antemano supieran donde iba, y el sólo podía esconderse entre la maraña de la ciénaga, esperando que los blancos pasaran sin verle para realizar otro corto avance.

     En el Caño del Remolino le sorprende la claridad rojiza del atardecer; pero los blancos se oyen lejos, y el negro una vez más respira aliviado.

     Las hazañas de Elombre, en esa noche de terror, se contarán de padres a hijos por muchos años, en las tertulias nocturnas del anochecer, junto a las llamas del quinqué:
     - "Siete veces estuvieron los blancos a punto de alcanzarle, y siete veces los burló: primero como la guagua, y luego como el caimán; luego como la nutria y la culebra, y  como el pato y el cangrejo, y luego como la iguana. Y luego...
     - Luego ¿Qué pasó padre?     
     - Luego..."