16-
SIEMPRE HAY UN POBRE QUE SE VENDE.
"Cuando llegue al puerto
esconderé las dos champas y me iré corriendo por la trocha. Cuando llegue a la
Ciénaga, el niño me estará esperando". O se quedará escondido o nadará
hasta la isla si el niño no le espera. Allí, en la selva de tierras altas, hay
mucho donde esconderse; y si un blanco se interna por la selva en su busca,
morirá, porque en la maraña de la selva no hay animal más torpe, más estúpido y
ruidoso que el hombre blanco.
Pero el niño ya lo espera. Con el
primer resplandor del amanecer mira hacia el lugar donde el padre debe
aparecer, y no lo ve.
"Hoy no ha venido, mañana
vendrá". Y se vuelve a dormir con un sueño inquieto, con la esperanza y el
temor de que el padre vuelva.
Ya los blancos vienen por el caño.
En las aguas profundas y limpias de vegetación el bote avanza rápido. El negro
comprende que no le dará tiempo a esconder las champas; las dejará ir en la
corriente del remolino para que no las vean, para que no descubran la trocha,
la casa en la isla. Rema con todas sus fuerzas, botando espuma a los lados de
la champa; dos golpes de canalete a un lado, pasa el remo sobre su cabeza, dos
golpes de canalete al otro lado, y la champa avanza recta, veloz.
Al fondo los blancos gritan:
- ¡Allí está!
- ¡Ya lo tenemos! Aquí ya no se nos
escapa.
Suenan disparos.
- No lo matéis. Lo quiero vivo.
- Nos va a pedir a gritos que lo
matemos.
El negro siente miedo; los blancos
están demasiado cerca. Mira hacia atrás para medir las distancias, y están tan
cerca que ya se ven sus caras llenas de odio. Y entre las caras blancas, una
negra.
¡Un negro! ¡Un negro entre los
asesinos blancos! Un negro de las orillas del Atrato, tal vez de su mismo
pueblo. Siente otra vez un cansancio infinito, una suma impotencia. Esa era su
sospecha, la que no quiso creer pese a todas las evidencias. Por ese negro los
blancos se volvieron a buscarle aguas arriba en el gran río, por él supieron el
camino que tenían que tomar, por él lo esperaron en los pasos claves, por él no
se perdieron en el laberinto de las ciénagas. No odia a los blancos que le
persiguen; los blancos matan a los negros, porque para eso los hizo Dios; pero
ese negro que asesina a los de su propia raza, que vende su pueblo al enemigo,
por él siente un odio, una rabia infinita. Se dejaría morir con tal de matarlo.
"Por eso nunca derrotaremos a
los blancos. Siempre hay un pobre que se pasa a su lado para matar a otros
pobres. Los pobres del mundo nos matamos entre nosotros, y ellos se sientan y
ríen".
Ya se siente la corriente tenue que
anuncia el zarpazo del remolino, y el negro rema con todas sus fuerzas; dos
golpes de canalete a la derecha, pasa el canalete sobre su cabeza, dos golpes
de canalete a la izquierda, ya va a llegar al puertecito, saldrá corriendo por
la trocha y dejará que las champas se vayan aguas abajo, dos golpes de
canalete a la derecha, pasa el canalete sobre su cabeza, suenan otra vez
disparos, y el canalete se le escapa de la mano. Intenta recogerlo del fondo de
la champa, pero la mano ya no se cierra sobre el remo. Solo cuando un dolor
agudo en el codo, como un machetazo a traición, le hace mirar hacia más arriba,
se da cuenta de que su brazo cuelga de unas hilachas de piel y carne, al aire
los huesos rotos, y otra vez el viejo olor dulzón de la sangre, como cuando
alguien en el pueblo picaba un cerdo. Siente mareo, y respira hondo para no
desmayarse. Se concentra con todas sus fuerzas en no perder el sentido,
mientras el dolor le corre en oleadas por todo el cuerpo. A cada movimiento el
antebrazo colgante parece desprenderse, y las astillas del hueso producen un
dolor terrible en la carne. Entre las brumas del mareo ve con nostalgia como a
su izquierda pasa el puertecito, con la pequeña champa que hizo para escapar de
la isla, la trocha que lleva a su casa, y comienzan las altas paredes, las
aguas profundas y rápidas, el tirón feroz del Remolino. El Animal, que siempre
espera.
Ahora que todo ha terminado, el
negro siente alivio. Ya no hay dudas ni temores, tampoco engañosas esperanzas.
Sabe que va a morir, y solo espera que el momento pase rápido y llegue al fin
el sueño, el descanso, la nada. Los que mueren en el agua se condenan, porque
los Animales son del diablo; pero ahora siente tanto dolor en su cuerpo
cansado, que ni siquiera la condenación le importa.
El motor se le acerca rápidamente, y
dirige la champa con la mano sana. No pilota para salvarse, porque no hay salvación.
Solo quiere retrasar el momento para que los blancos caigan con él en el
remolino. Y cuando el ruido del remolino se hace tan fuerte que los blancos van
a oírle sobre el motor, Elombre grita. Grita para tapar el rugido del animal,
pero también grita de pena y rabia; grita por su celo de macho insatisfecho,
por los muertos de la calle, por la pobreza de los negros, por las mujeres de
la ciénaga, por la joven muerta, por su soledad profunda, por los niños de la
palizada, por su brazo colgante, por la madre que hizo una manopla con lana de
su suéter para la mano del niño pisoteado, por el hijo que le espera, por su
propia muerte, por el negro traidor, por todos los pobres traidores del mundo.
Los blancos que corren ciegos
buscando la muerte del negro no se dan cuenta que corren hacia su propia
muerte; van alegres, con gritos de triunfo. Unos metros antes de alcanzar la
champa el negro traidor comprende que algo extraño sucede, porque Elombre no
les mira a ellos, sino que tiene la vista fija adelante, como hipnotizado en
algo. Dirige la vista allí donde Elombre mira, y se aterra. También él grita de
terror, sin que los blancos acierten a saber que pasa. El motorista se resiste
a parar el motor, ahora que tiene la presa tan cerca. El negro traidor corre hacia
atrás, atropellando a los blancos, arranca el motor de las manos inexpertas; el
impulso es mucho, y pasan junto a la champa sin detenerse; el caño es demasiado
estrecho para dar la vuelta. Con la marcha atrás el bote disminuye la velocidad
que lo lleva al remolino; por un momento el bote se inmoviliza, luego,
lentamente, la corriente lo atrapa en su espiral de círculos cada vez más
cerrados, más rápidos, hacia la boca tenebrosa. Ahora son los blancos los que
gritan. El negro ve las bocas abiertas mientras el bote gira en círculos
concéntricos, hasta que tiene la mitad de su longitud en el vacío pavoroso; lentamente bascula, y
cae al abismo; no tiene tiempo de alegrarse porque él mismo está ya girando la
espiral mortal, cada vez más cerca de la boca, más veloz, hasta que cae por el
borde de la cascada, esperando el momento terrible en que se encuentre frente
al monstruo y lo mire con sus ojos fríos para sorberlo muy lentamente entre los
labios apretados, para hacerle botar las tripas por la boca. Pero por una vez
la vida fue misericordiosa con el negro y el encuentro tantas veces temido no
se produjo, porque antes de llegar al fondo había muerto de miedo.
El querosén se hace escaso en el quinqué y la mecha
deja escapar una voluta de humo negro. El padre continúa su historia:
- "Y cuando al fin se vio
perdido, les llevó a todos al remolino, y allí murieron todos: los blancos y
Elombre, y el negro traidor".
El niño se queda mirando el negro
remolino en las volutas del humo. El padre calla, y su pensamiento se va lejos;
vuelve a aquel baile en que un policía mató un muchacho de un tiro porque los
dos estaban tragados de la misma mujer.
Solo eran tres policías, y ellos más de cincuenta machetes, pero nadie hizo
nada, tampoco él.
El niño pregunta:
- ¿Y murieron todos?
- Murieron todos: Elombre, y los
blancos, y el negro traidor.
- ¿Y no se salvó ninguno?
- Ninguno.
El muchacho tenía ya como dieciocho
años, era un trabajador fuerte, ya tenía su casa y su palanca. Era el único
hijo de su madre, la esperanza para la vejez. El policía dice que disparó al
aire para acabar una discusión que había
en la otra punta del bailadero; la bala le entró derecha por el pecho hasta el
centro del corazón. El muchacho está ahora enterrado al ladito del camino que
va al cementerio en Vegáez, con una losa de cemento encima. No quedó nadie que
viera por la madre.
El niño insiste:
- ¿Y cuántos eran los blancos?
- Los blancos eran siete.
- Y los dos que murieron en el
pueblo, nueve.
- Y el negro traidor, diez.
El padre se mira con tristeza las
manos callosas que no supieron matar. Dice en un susurro:
- Ese sí que era un hombre.
El niño vuelve a mirar los remolinos
del humo. De pronto recuerda algo,
-¿Y qué fue del niño?
Pero el padre ya no le oye.
El pueblo de pescadores no fue
destruido por ninguna vinculación política, sino porque era el lugar más apartado al que se podía llegar en motor
desde Quibdó en un solo día, y por ser lo suficientemente pequeño como para no
encontrar resistencia; y los blancos que acabaron con el pueblo no eran tampoco
guerrilleros, sino amigos de un grupo de políticos que les habían mandado para
hacerles pasar por guerrilleros para participar a medias con ellos en los
beneficios de una amnistía que iba a legalizar para los grandes terratenientes
la propiedad de las fincas que habían ocupado, e iban a premiar a sus bandas de
asesinos con el reparto de las tierras que los campesinos habían abandonado.
Además del interés económico, perseguían el interés político de atribuirles la
masacre a guerrilleros liberales, no solo para desacreditar al partido contrario,
sino para mostrar a los comités de autodefensa liberales, campesinos se habían
organizado para defender sus tierras y sus vidas, que también los guerrilleros
liberales iban a tener parte en el reparto, y desorganizar así una guerrilla
que empezaba a hacerse fuerte y a inquietar tanto a la oligarquía liberal como
a la conservadora. Muchos campesinos de
los comités de autodefensa creyeron que también era para ellos la amnistía,
cambiaron felices los fusiles por los azadones, y volvieron a sus casas; luego aparecían
muertos en los caminos, o un día se presentaban a un requerimiento de la
policía, y nunca más se volvía a saber de ellos; eran aún hombres sin una
ideología política definida, simplemente supervivientes de una masacre, y
necesitaron mucho tiempo de dejarse matar sin hacer nada, de organizar después
protestas en que el ejército los ultimaba, mientras los periódicos publicaban
que los valientes soldados de la patria, en defensa de la paz y el orden,
habían repelido el ataque de un grupo de chusmeros que se negaban a dejar las
armas, para darse cuenta de las constantes de la Historia, y entender que lo
que pasaba no era culpa del destino, ni castigo de Dios por los pecados del
pueblo, sino consecuencias del juego económico de las fuerzas sociales, que no
se iba a arreglar con protestas, manifestaciones, ni oraciones y procesiones,
sino con método, inteligencia y lucha, y así fue como la mentira de la
amnistía creó las primeras guerrillas en Colombia, y la represión y las luchas
armadas populares se hicieron epidémicas,
a pesar de nuevas y mortales amnistías cada vez menos creídas.
El grupo de políticos salió al amanecer
desde Quibdó, en un bote de motor, con una pequeña escolta de policía. En cada
pueblo se paraban a explicar que ellos, los valientes políticos conservadores,
iban a pacificar con riesgo de sus
vidas un grupo de chusmeros que estaba operando más abajo de Tagachí y que por
las dificultades de comunicación no se
habían enterado que la violencia había terminado gracias a una generosa
amnistía. La gente, reunida por los policías y sus fusiles, les daba unos vivas
temerosos. Antes de seguir, los políticos y los policías, se hacían invitar a
unos tragos de aguardiente; en cada pueblo que paraban, a medida que la
borrachera aumentaba, las proclamas eran más inspiradas, los discursos más
largos, la apreciación del propio valor mayor; pero también iban dejando caer
en sus propias conversaciones más detalles sospechosos que hacían pensar a la
gente que los políticos, la policía y los asesinos eran la misma cosa. Al
llegar a la loma de Mandé iban ya tan borrachos que los policías contaban la
verdad a sus compañeros de beba, y algunos de los políticos que se habían
volteado apenas al ganar las elecciones el partido contrario, o los que de
tanto cambiarse ya ni sabían de que tocaba ahora, se encontraban de pronto
dando vivas al glorioso partido liberal, carajo ¡Viva!, perdón, quiero decir al
glorioso partido conservador, ¡Viva!, a las gloriosas fuerzas armadas, ¡Viva!,
a los abnegados policías que tan desinteresadamente nos acompañan en nuestra
misión pacificadora, ¡Viva!, a mi general en el gobierno que ha pacificado toda
Colombia, ¡Viva!, a nosotros mismos, mierda, que somos unos verracos, ¡Viva!
Porque la gente decía viva a todo sin importarle sino que los políticos que
habían caído como pájaros de mal agüero y sus policías arrodillados se largaran
de una puta vez por todas, y hubieran gritado vivas al mismísimo hambre con tal
de que les dejaran en paz; cuando finalmente se tomaban sus aguardientes y se
iban, la gente seguía gritando vivas y abrazándose de puro feliz, asombrados de
estar aún vivos.
Con tanta beba y tanta joda, no
llegaron a la guarnición de Tagachí sino cuando ya era noche cerrada. Los
policías que llevaban horas esperándoles con buena provisión de aguardiente
estaban ya medio borrachos, y se prendió la fiesta. En medio de la parranda se
acordaron de su cita con los pájaros y con obstinación de borrachos se
empeñaron en irlos a buscar para que se unieran a la parranda. Hubo que obligar
casi por la fuerza al motorista que negaba a navegar de noche; tuvieron que
pagarle de una el viaje de ida y vuelta, más una prima especial por la manejada
nocturna, y regalarle una linterna con pilas nuevecitas; al fin accedió y los
políticos se embarcaron con sus botellas en la mano, mientras los policías se
quedaban a seguir bebiendo con sus compañeros. Al llegar al remolino del Tigre
les sorprendió el aguacero, y si no se devolvieron fue por la insistencia del
motorista de que no podían devolverse, porque estaban ya más cerca del pueblo
de pescadores que de ningún otro. Apenas el bote atracó en una orilla muda y
sombría los políticos se bajaron apresuradamente del bote que en la oscuridad
del río les había hecho pasar tanto miedo, y que tenía el fondo encharcado de
vómitos de borracho. Ni siquiera se
molestaron en disimular frente al motorista negro.
- ¡Sinsonte! ¡Turpial! ¡Gallinazo!
¡Despierten que ya llegamos!
- ¡Tarde, pero seguros!
- ¡Venimos congelados! ¡Ah hijo puta
aguacero!
- ¡Prendan música, que aquí traemos
el aguardiente!
Un silencio de muerte se tragó sus
gritos. La luz de un quinqué que aún brillaba en la casa con techo de zinc les
hizo correr allí, salpicándose unos a otros en la calle embarrada del aguacero
incesante.
Los policías de Tagachí no se
despertaron de la trasnochada hasta el mediodía siguiente. Unas muchachas aún
más borrachas que ellos dormían en los rincones del piso de madera, y las
despertaron a las patadas para que les hicieran un sancocho de pescado con que
calmar los estómagos estragados del aguardiente. Cuando estaban tomando el
sabroso caldo humeante se extrañaron de que los políticos y sus pájaros no
hubieran acudido al olor; tardaron aún mucho rato en darse cuente de que no
habían vuelto, y más aún en pensar en el malestar del guayabo que debían hacer,
y ya para entonces estaba a punto de venirse el aguacero del atardecer, así que
decidieron que a la mañana siguiente irían a ver qué había pasado, si es que
para entonces no habían vuelto.
Encontraron a los políticos en la
casa de techo de zinc encerrados para evitar el hedor y la visión terrible de
los muertos pudriéndose en la calle, y gritando de miedo porque pensaron que
los que venían no eran sus amigos políticos, sino espantos para vengarse. Se
habían encerrado allí todos juntos, después de que recorrieran el pueblo en la
oscuridad sin conseguir encontrar sino cadáveres, cadáveres en el interior de
las casas, cadáveres niños en las cunas, cadáveres de lavanderas en la ciénaga,
cadáveres borrachos en la cantina, cadáveres aplicados en la cabaña de la
escuelita, cadáveres amantes en las camas, cadáveres hambrientos en las mesas,
cadáveres fugitivos en la calle, cadáveres y más cadáveres, cadáveres sucios de
fango, cadáveres lavados por el aguacero, cadáveres tiritando de frío en la
noche, cadáveres sudando al sol en el mediodía. Se habían quedado presos porque
el motorista huyó con su bote apenas llegaron, incapaz de resistir el olor de
putrefacción de tantos muertos sin sepultura, la visión de los cadáveres en la
calle, y la algarabía de los gallinazos y los perros voraces.
El Atrato es una de las mayores tumbas. Rio Sucio 2002 Foto del periodico EL COLOMBIANO. |
Los policías les metieron apresuradamente
en el bote y les llevaron a la quebrada más cercana, para que se dieran un baño
que les quitara el hedor de cadáveres que exhalaban, y aún les hicieron bañarse
otras dos veces más antes de llegar a Tagachí, y tirar los trajes de hombres
importantes y salvadores de la Patria con que iban vestidos, que apestan a
muerto, carajo, que les hace que tengan que ir en bola, y volverse a bañar con
aguardiente, todo antes de darse cuenta de que aquel olor nunca se les iba a
quitar, porque era tan penetrante que no sólo se les había fijado en la piel y
los huesos, sino que se les había metido dentro del alma, y les iba a acompañar
mientras vivieran, y aún después de muertos. Sin embargo la gente terminó por
acostumbrarse al olor a muerte que llevaban los políticos donde quiera que
iban, y todos ellos hicieron buena carrera y murieron ricos y rodeados del
prestigio de haber sido hombres valientes que con su sola presencia desarmada
hicieron huir un grupo de peligrosos chusmeros que habían destruido un pueblito
de pescadores que por aquel entonces ni nombre tenía.
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