15- NO SE POR QUE ME
MATARON.
El niño se sienta a pescar.
Sabe que está solo, pero a cada momento mira hacia atrás, como temiendo que el padre se le haya acercado sigilosamente
para agarrarle por la espalda y azotarle. El miedo le daña su mayor placer. Al
fin la angustia se hace insoportable, y exclama en voz alta.
- ¡Voy a limpiar el colino!.
El colino estaba perdido de maleza, batatilla
que trepaba por los troncos y amarraba las hojas, rascadera y cañabrava, y
hasta pequeños arbolitos. Cuando llega el breve crepúsculo el niño tiene los
muslos cortados de cañabrava y la espalda hinchada de los mosquitos, pero ha
limpiado sólo un ridículo trocito de colino. Llena el bote de plátanos
olvidados que han caído al suelo de puro maduros, y sus troncos, que es preciso
cortar para que la mata para un nuevo racimo, y de palos; comida para los
marranos y el fuego, siempre hambrientos.
El niño se despierta y mira
hacía el caño, allí donde la trocha cae a la ciénaga: seguramente se ha
despertado ya varias veces en la mañana, porque siente la sensación de que está
realizando un gesto reiteradamente repetido. Pero allí no hay nadie, y se
vuelve a dormir. Sabe que tiene que ir a limpiar el colino, porque aunque el
padre no haya venido hoy, mañana puede venir, pero está cansado, y no hay prisa
por ir al trabajo; al fin y al cabo, ya casi está terminado.
El hombre salió al amanecer,
y ya es noche cerrada cuando al fin la balsa sale al gran río. Le duelen los
brazos, y el último tramo es el más duro,
pues tiene que remontar la balsa aguas arriba. El río está bajo, y en la
oscuridad profunda de una noche sin luna ni estrellas sólo se distingue el
barranco de la orilla como una sombra más densa. Junto a ella los balsos son
una mancha blanca.
El hombre teme, sobre todo,
el ruido que podría delatarle. Sube lentamente. La casa del compadre no se
alcanza a ver, no hay luz en ella; sólo las huellas de pasos en el barranco le
dan la seguridad de que su instinto no se equivoca. Sube lentamente. No entra
por la puerta delantera, sino que rodea lentamente la casa, hasta encontrar el
hueco de la cocina. Entra con el canalete en una mano y el machete horizontal
en la otra, defendiéndose de un golpe imaginario en la cabeza. El fogón está
frío. Hay un ruido de ratas asustadas, posesionadas de la casa como si nunca
hubiera habido nadie en ella. El hombre teme que el viejo se haya ido para no
entregarle la hija, pero tanteando sobre el fogón encuentra las pequeñas
posesiones del compadre; la coca de la sal, el candil del querosén, la caja de
fósforos, el cuchillo de picar revuelto. Y sigue adelante.
En la sala el olor le
alerta. Es un olor suave, dulzón, que lo impregna todo suavemente y brota de
todas partes. El hombre trata de olfatearlo, y entonces no lo siente. Sólo
cuando se distrae de él y avanza
tanteando las tinieblas el olor vuelve a enervarlo. Otra vez queda
inmóvil, y el olor desaparece, y vuelve a avanzar; entonces, al pisar una sustancia
espesa y viscosa, el hombre reconoce el olor, y se le clava en la cabeza como
una obsesión: sangre, sangre, sangre... La palabra le martillea y le llena de
miedo: sangre, sangre, sangre... El miedo le hace retroceder. En la puerta que
da junto a la cocina permanece indeciso, acuciado por el deseo y retenido por
el miedo. El ruido de las ratas otra vez en la sala le tranquiliza. Busca en la
alacena el lugar donde el viejo esconde los fósforos. Tiene miedo de prenderlo,
y apenas lo hace lo arroja lejos de sí; en el breve instante que el fósforo
está en el aire al hombre le ciega el rojo brillante de la sangre que cubre
todo el suelo, y que en el centro se recoge para tomar la forma del cuerpo de
la niña. El hombre espera inmóvil el movimiento de alguien alertado por la luz;
pero, menos las carreras de las ratas, huidas un instante, nada más se mueve;
salvo la presencia terrible de la sangre en la casa no hay nadie. El hombre
prende un segundo fósforo para buscar el candil; el candil tiene la mecha
quemada, como sucede cuando dejan arder hasta que el combustible se agota. No
tiene paciencia para buscar la botella de querosén que el viejo debe tener
escondida en alguna parte de la cocina,
y prende unos capachos secos de maíz que la muchacha guarda para comenzar el
fuego. Todo en la cocina está en orden, cada cosa donde la muchacha lo deja.
En
la sala necesita un momento para que los ojos acostumbrados al resplandor de
las llamas se acostumbren a la luz escasa, y vean la gran mancha de sangre, el
cuerpo desnudo y ensangrentado de la muchacha, la boca con los dientes blancos
brillando, los ojos abiertos mirándole con miedo, cortadas las flores nacientes
de los pechos, y la grieta tierna del sexo abierta a machetazos hasta más allá
de la cintura.
El hombre se arrodilla junto
a la niña; de la boca inmovilizada por la muerte sale un hilo de voz tan tenue
que el hombre no sabe si oye o cree oír. "No me hagas nada; no fue culpa
mía. Yo te estaba esperando, pero en vez tuya vinieron los blancos. Yo no me resistí,
solo grité cuando me cortaron los senos; cuando me abrieron hasta la cintura no
me importó, porque ya estaba muerta. No sé por qué me mataron".
Los ojos de la muchacha
siguen mirando con un miedo infinito, y
el hombre se pregunta con dolor porque se seguirá sintiendo miedo más allá de
la muerte. Siente piedad por esa pobre niña que vivió con miedo, murió con
miedo, y ahora va a seguir con miedo por toda la eternidad, y le cierra los
ojos con la mano para que al fin pueda dormir y descansar, pero el miedo de la
muchacha es tan intenso que la obliga a abrir los ojos y mirar alrededor:
"Ten cuidado. Alguien
viene".
El hombre corre hacia la cocina
y apaga el fuego. Luego se coloca detrás de la puerta con el machete en alto. Y
en el momento en que la silueta del hombre se recorta en el vano de la puerta
descarga el machetazo con toda la fuerza contenida del miedo. El machete suena
como si hubiera chocado contra una piedra, y una esquirla de metal vuela por el
aire; la cabeza del hombre se aparta en dos mitades iguales, y el cuerpo cae al
suelo como si nada le sostuviera debajo. El negro gruñe de alegría súbita,
porque la muerte que ha encontrado ese desconocido es una muerte vieja, la
muerte que su mujer y su contrario tenían preparada para él; siente humedad en
los labios y se relame la sangre que le ha salpicado en la cara; se vuelve a la
muchacha y le dice alegremente:
-
Ese hombre ya nunca más te hará
daño.
-
"Gracias".
El hombre ha caído fuera de
la casa; el negro sale afuera y limpia el machete en la camisa del muerto; es
un hombre blanco. "Ten cuidado con los hombres blancos -le han dicho desde
niño-; los blancos son perezosos, ladrones y mentirosos. Te engañarán con
falsas promesas, te harán trabajar para ellos, y luego te robarán; ellos son
los amos de las leyes y las armas; si quieres revelarte, sus leyes te
condenarán, y te matarán". Y ahora están allí. Han venido a robarles sus
panas, sus machetes, su pescado y sus mujeres. Robarán, matarán y violarán, y
su pueblo será destruido, como tantos otros.
La voz de la muchacha lo
llama adentro. "No me dejes sola. Tengo miedo".
- Te llevaré a mi isla, te
enterraré allí, y ya nunca más podrás tener miedo. El hombre la coge en brazos
y sale con ella hacia la balsa. Pasan junto al muerto y la niña mueve un poco
el cuello rígido para no mirarle. ¿Cuánto hará que murió la niña?
"Él fue el que me
violó, y luego me cortó los senos. No sé por qué me mató".
El hombre baja con cuidado
por el barranco fangoso. Pensaba haber robado un bote, pero ya no lo hará.
Es fácil robar un bote; sus
dueños los dejan en la orilla, sujetos
por la palanca clavada en el fango. Pero ya no irá al pueblo, ya no robará un
bote, porque el pueblo ya no existe. Ahora sólo existen los
blancos, y el miedo. Se irá en su balsa, inmediatamente, antes de que los
blancos regresen; se irá a su ciénaga, solo, libre, con su carga de pescado y
su novia muerta. Los blancos son la muerte; pero él no va a morir, el vivirá.
Pero la balsa ya no está. El
blanco la echó aguas abajo, sin importarle su preciosa carga de pescado, y lo
dejó prisionero.
Acostumbrado al bote como
una prolongación de sus piernas, al agua como camino, el hombre toma conciencia
en ese momento de lo encerrado de su pueblo; apenas un claro andable en la
orilla del gran río, una hilera de casas apretadas por el río y la ciénaga, y
la selva envolviéndolo todo; fango, espinas, mosquitos, hormigas, culebras,
humedad, espíritus, fantasmas y muanes.
Por un momento piensa en
echarse aguas abajo; tal vez alcance a nado la balsa que flota en la negrura de
la noche; o pueda llegar hasta el caño por donde se entra a las grandes
ciénagas, y una vez allí construir una balsa de cualquier madera que flote y llegar
a su isla en la Ciénaga del Animal. Pero el temor a caer en un remolino le
clava en la tierra; de día, cuando uno los ve, y en una champa difícil de
hundir, los remolinos no son peligro; en la noche, sin verlos, y con lo fácil
que es llevar un nadador al fondo, el más pequeño de los animales le sorberá. Y
él no quiere morir en el fondo del agua, viendo los ojos burlones del animal
cuando le sorbe muy lentamente entre los labios apretados.
Podría esconderse en la
selva. Un negro que mató a otro del pueblo se aguantó dos días escondido antes
de salir derrotado por el hambre y los mosquitos a la montonera de los machetes
que lo picaron. Otro se escondió a unos pasos del pueblo, en la bamba de una
ceiba, y ese nunca salió; encontraron su esqueleto porque una luz verdosa
iluminaba el árbol de noche. Tal vez, en dos días, los blancos se hayan ido del
pueblo, y entonces pueda robar una champa; sin una champa está muerto.
"Tengo frío".
El hombre sabe que los
muertos sin mortaja sienten frío, y se aparecen por años a sus parientes
quejándose de frío. La voz de la muchacha le saca de sus cavilaciones, y se da
cuenta que también él está temblando de frío y miedo.
La humedad del río le enfría
el corazón.
Con la niña en brazos vuelve
a subir el barranco. La tiende en su cama, la envuelve cuidadosamente en su
lona blanca.
"Ponme los pechos en su
sitio, para que pueda dar de mamar a mis hijos".
El hombre no puede
concentrarse en la búsqueda. Cada vez que prende un fósforo, el resplandor le
asusta. Al tercer fósforo, exclama con desaliento:
-
Ya no están; se los comieron las
ratas.
La niña, con tristeza
profunda:
"Ahora ya no podré
tener hijos".
El hombre no encuentra nada
que decir; la toma en brazos con cuidado y la lleva por la breve trocha hacia
el cementerio.
- Te enterraré en el
cementerio, con tus compañeras las ánimas; así no estarás tan sola, ni tendrás
tanto miedo-
El hombre siente por la muchachita muerta una ternura que no ha
sentido por nadie vivo. Con el machete deshierba un pedazo, y cava un hueco
poco profundo. La tierra del cementerio es blanda.
Dos hombres vienen por el
camino, alumbrando con linternas hacia el frente; las luces se ven a lo lejos.
El negro deja la muchacha y corre hacia atrás, a esconderse entre la hierba
alta. Teme que el olor a hierba cortada y tierra removida le delate. Pero los
blancos pasan hablando descuidadamente, sin preocuparse de nada.
- ¿Y para qué tenía que
venirse por aquí solo?
- Ya sabes como es. Debe
estar encaramado encima de la muerta.
Cuando las linternas han
pasado, el negro se atreve a levantar la cabeza y mirar; los blancos van
despreocupados, con los fusiles al hombro con el caño hacia el suelo; si les
hubiera acechado tras un árbol, hubiera podido matarles a los dos; no lo hizo,
tuvo miedo hasta de mirar, la oportunidad pasó y ahora siente rabia contra sí
mismo.
Apresuradamente coloca la
muchacha en el hueco, y le tira tierra encima. La niña le mira con sus ojos
grandes de miedo, y él no puede llenárselos de tierra; intenta estirar la
mortaja para tapárselos, pero no le alcanza. No sabe qué hacer. Al fin se los
cierra con su mano, coloca su propia camisa encima, y pone tierra para que el
peso se los mantenga cerrados.
- Duerme, niña, duerme.
Siente ganas de llorar. Es
extraño, nunca antes le había pasado eso.
Los blancos vuelven a pasar
por la trocha. Ya no hablan, ahora van iluminando a lado y lado, y el fusil en
la mano apunta las sombras. El negro los ve pasar. Las linternas sólo sirven
para provocar sombras, y él es también una sombra negra en la negrura de la
noche. No le descubrirán fácilmente, y
por primera vez en su vida se alegra de ser negro. Ahora siente menos miedo que
antes, porque los blancos tienen miedo de él.
Ahora que la garra del miedo
se ha aflojado un instante sobre su garganta, piensa que la posibilidad de escapar es robarse una champita en el
pueblo; regresa a la casa del compadre, y toma el canalete que había dejado por
inútil. Él va a ir al pueblo, va a conseguir un bote, no va a dejarse morir; si
una vez venció al Animal, también escapará de los blancos.
Camina lentamente por la
trocha hacia el pueblo, preocupado de no hacer ruido y escuchar todo. Los pies
descalzos pisan una masa fría y blanca, y salta temiendo haber pisado una
serpiente; le cuesta reconocer que eso que hay allí, esa masa informe, es el
cuerpecito de un niño recién nacido. Le han pisoteado hasta reventarle las
tripas, licuarle los huesitos cartilaginosos, disgregarle la cabeza; los duros
tacones de las pesadas botas militares han atravesado la piel y la carne, y han
hecho profundas huellas en la tierra. A un lado, desprendida de su brazo, hay
una manita envuelta en su manopla de lana; es lo único reconociblemente humano
de ese niño tierno. El hombre la recoge con cuidado, lleno de odio hacia los
blancos, y se queda indeciso con ella. Luego vuelve hacia la sepultura de la
muchacha, escarba la tierra removida, y la destapa la cara; ella abre los ojos
sorprendidos y llenos de miedo.
- Mira, no tiene quien le
cuide. Ahora es tu hijo. Cuídale.
"Gracias. Ahora es mi
hijo. El pobrecito llevaba mucho tiempo llorando solo".
Los niños chocoanos son
propiedad colectiva; cualquiera les da de comer, a cualquiera hacen mandaditos,
cualquier hombre del pueblo pudo haber sido su padre. El hombre se sorprende
mientras camina pensando con lastima en la muchacha que fue la madre de aquél
pobre niño. La lana de la manopla estaba ya desgastada, como lana usada antes.
La mamá debía haber deshecho un suéter, cualquier otra de sus prendas para
hacer esa pobre manoplita que defendiera al recién nacido de arañarse. Se
pregunta si se lo quitaron a la fuerza y lo pisaron delante de ella, o si lo
habrían dejado caer en el terror de la fuga. Nueve meses de espera, los dolores
de un parto, la mamada sobre el seno amoroso, todo para terminar bajo unas
botas militares. El hombre llora de rabia.
Camina silencioso, en una
mano el machete, el canalete en la otra. ¿Dónde estarán los blancos?
Al llegar al pueblo se sale
de la trocha para no atravesar el caño por el puentecillo de troncos. Se
arrastra por la selva domesticada, cruza el caño hundiéndose hasta la ingle en
el barro, y consigue salir al otro lado, a la calle polvorienta del pueblo. Hay
una leve claridad que anuncia la salida de la luna, y el hombre sonríe al ver
la silueta de un blanco apuntando con su fusil hacia el puentecillo.
Busca la seguridad en los
pequeños huertos de detrás de las casas, junto a la ciénaga. El hombre ve los
cadáveres de las mujeres atoradas en el fango, flotando sobre el agua, todas
uniformes, la cara dentro del agua, espaldas morenas agujereadas; las bateas
están junto al agua con sus pilas de ropa y el manduco encima, como si las
lavanderas fueran a volver en un momento a reanudar el trabajo; pero el hombre
sabe que no vendrán, que ya las sardinas les han comido los ojos y los
quícharos las han arrancado los pechos a mordiscos.
Aspira los vapores de la
muerte, y se tambalea; es el miedo quien le sostiene, le hace cruzar los
huertecillos de yucas, esconderse bajo una de las casas.
Unos pocos pasos más, cruzar
el espacio despejado de la calle, ganar el barranco con su protección de
sombras, y allí las champas, y en ellas, la vida.
El negro mira a todas partes desde su escondite bajo la casa, y no ve a nadie. La luna con
ansias de salir le apremia; en una decisión brusca sale corriendo, tan agachado
como puede. Tropieza con un tronco de árbol, un tronco que nunca antes estuvo
allí, y cae de bruces al suelo. No se vuelve a mirar porque él sabe que no es
un tronco, sino un muerto, que toda la calle está cubierta de muertos. Se tumba
para parecerse lo más posible a uno de ellos, avanzando muy lentamente.
A su izquierda un hombre
gime. Le han cortado los pies y las manos, y alarga hacia él un muñón negro
donde la infección pone vetas verdes.
- Hermano, llevo dos días
penando... Ayúdame.
El negro le reconoce. Era un
hombre grande y fuerte; también él tenía una buena casa, buenas mujeres, buena
champa. Otras veces han peleado por una muchacha, por un sitio donde tender los
anzuelos, por un tronco bajando en la corriente del río. Ahora se da cuenta que
aquél negro era un hombre igual a él, con sus mismos intereses, temores y
esperanzas, negro como él, y que toda su historia les une. No puede negar el
favor que le pide, y rueda junto a él, le pasa el machete afilado como una
caricia por las venitas del cuello.
- Soy tu amigo... Duerme.
La yugular cortada deja
salir tres latidos de sangre, mientras el herido le mira con gratitud; quiere
decir algo, pero los párpados se le cierran lentamente, y muere.
Elombre se siente triste.
Por un instante en su vida ha tenido un amigo, y ahora está otra vez solo.
Rueda dos veces más sobre sí mismo, y alcanza el barranco. Se deja resbalar
hasta el agua.
¿Dónde están las champas,
las canoas, los botes? Antes las orillas vivían llenas de ellos; ahora no hay
ninguno. Pero tiene que haber al menos uno: los blancos no pueden ser tan locos
como para quedarse encerrados sin un bote, en ese pueblo lleno de muertos.
El negro ha subido por la
ciénaga casi hasta la cabecera del pueblo, y ahora se deja deslizar río abajo,
asomando apenas la cabeza fuera del agua, y tanteando con los pies el fondo
arcilloso. Lleva el canalete en la mano izquierda, como un apoyo, y el machete,
por primera vez en mucho tiempo, reposa en su vaina. En el frío de la noche el
agua se siente caliente.
Hacia el centro del pueblo
le parece ver un grupo de embarcaciones. Seguramente allí estarán los blancos,
porque enfrente está la única casa del pueblo con techo de zinc. Y allí
conseguirá una champa.
"Y cuando me vaya en mi
champa, lanzaré todas las demás al agua, como ellos lanzaron mi balsa. Los
blancos se quedarán encerrados en el pueblo, encerrados con los muertos. Cuando
el sol caliente los cadáveres se pudrirán, y ellos se volverán locos".
Si, allí están las champas.
"Dijeron a los negros
que las juntaran todas aquí, y los negros obedecieron. Luego se colocó allí un
hombre con un fusil, disparando a todo el que se acercara para que nadie
pudiera escapar. Luego empezó la matanza".
Pero hay algo extraño entre
las champas; un bote largo y alto, como nunca lo hubo en el pueblo.
"Allí vinieron los
blancos. Ahora cargarán el bote con todo
lo bueno del pueblo, el pescado, las cacerolas, los machetes, las barras de
hierro, el plátano, y se irán. Pero yo lanzaré su bote aguas abajo, como ellos
lanzaron mi balsa".
Le intriga pensar porqué
lanzaron su balsa al agua. ¿Acaso no vieron las veinte arrobas de pescado en
ella?
Y sentado en el bote, con un fusil cruzado
sobre las rodillas, un blanco.
El negro ya no puede retroceder.
Sigue bajando hacia las champas. Hay tres champas, y luego el bote con el
blanco sentado en el centro; las demás champas deben estar detrás, pero no se
ven. Al llegar cerca se sumerge.
Incluso en pleno día, las
aguas lodosas del Atrato no dejan ver en ellas; bajo la leve luz que anuncia la
salida de la luna son completamente opacas. Pero el hombre está acostumbrado a
ellas. Tantea con la mano las tres champas, el bote que cala más profundo,
apoya las manos en la quilla sumergida del bote, con la cabeza empuja hacia
atrás las tres champas, muy lentamente. Abriendo un hueco entre el bote y las
champas, clava los pies en el fondo poco profundo, toma el machete en la mano,
y se levanta fuera del agua mientras suelta el machetazo. El filo pasa tan rápido
por la garganta del blanco sentado, que ni siquiera lo ve, no siente el golpe
sutil, no comprende que el negro que está enfrente a él, riéndose con el agua a
la cintura, le acaba de degollar. Solo cuando siente el calor de la sangre
corriéndole por el pecho intuye lo que ha pasado, se lleva la mano a la
garganta y siente los borbotones de
sangre escapársele entre los dedos, se horroriza; quiere gritar, y sólo
puede emitir un glugluteo; intenta
respirar, y se ahoga, porque tiene los pulmones encharcados en su propia
sangre. Se pone en pie, quisiera correr, huir de ese negro que se ríe y se ríe,
llamar a sus compañeros, resbala y cae al río, ahogado antes de tocar el agua.
El negro aún se ríe.
"Para los gallinazos de la palizada, amigo". Los gallinazos están
gordos, ha sido un buen tiempo para ellos.
El negro elije para si una
buena champa, estrecha y rápida, y lanza las otras dos al agua. Agarra el bote
por la punta que tiene en tierra, lo desvara, y lo empuja al agua con todas sus
fuerzas. El bote se va rápido, hasta que una cadena con que está atado se
templa dando un cimbronazo que conmueve la casa de los blancos.
De la casa cercana salen
voces:
- Pendejo, si el bote no lo
atamos a la casa, se te va.
- ¿Estás dormido, o que'es
la vaina?
El negro deja de reír. Otra
vez siente miedo. Se sienta en la champa elegida, y rema rápido hacia el centro
del río. De la casa sale un hombre con una linterna.
- Maldito pendejo, ¿Te
caíste al agua dormido?
La linterna alumbra el agua,
rosada y lenta, y el cuerpo que flota.
- ¡Le mataron! ¡Mataron al
Sinsonte!
Hay un eco de voces
gritando:
- ¡Le mataron! ¡Mataron al
Sinsonte!
El negro se aleja silencioso
en su champa, bendiciendo la oscuridad que le protege. Y en ese momento, enorme
y redonda, aparece en el cielo la luna llena que una nube retrasaba. Con el
resplandor azuloso y brillante el negro ve las casas del pueblo pasar rápidas
junto a él, los muertos de la calle, los blancos que corren. El agua brilla
como un espejo. Noches como esta son las que él siempre ha ansiado para ir de
caza; pero ahora levanta el puño al cielo y maldice, porque esta vez, él es la
presa.
- ¡Miren! ¡Fue ese negro!
¡Por allí va!
- ¡Rápido! ¡El motor! ¡Las
llaves de la cadena!
El negro siente que la
amargura lo invade: ¡Los blancos tienen un motor! Si los blancos tienen un
motor, son ricos. Todos los negros sueñan con tener un día un motor que los
libere de su penoso destino de bogas, y nunca lo logran. Los aguacates se
pudren, y el plátano se madura antes de llegar al mercado en Quibdó. Dos días
con la palanca en la mano, noche y día. Pero ni juntando todo lo que tienen
entre todos los negros del poblado tendrían con que comprar un motor. Y lo que
puedan robar a los blancos, no alcanza tampoco para la gasolina. El motor es
para los blancos. Para los negros, la palanca y el canalete, y el hambre.
"La Paisa tenía razón.
No han venido a robar. Han venido a matarnos, porque somos pobres. Los ricos
tienen miedo, porque cada vez hay más pobres".
Los pensamientos del negro
son amargos. "Con un motor me alcanzarán enseguida".
Recurre a un truco desesperado, un truco que
usan algunas guaguas viejas y experimentadas para escapar en el agua de los
cazadores; se separa de la orilla, buscando la corriente rápida del centro del
río, como si fuera a marchar largo
trecho aguas abajo. Desde el final del pueblo, el blanco que le esperaba en el
puentecito del caño le hace tres disparos de fusil, pero el negro no se
inquieta, sabe que está lejos, y que en la superficie llana del agua las
distancias y los movimientos son engañosos; se limita a sentarse en el fondo de
la champa para ofrecer menos blanco.
Los blancos aún no han
conseguido abrir el candado que asegura el bote a los pilares de la casa con
una larga cadena de hierro. Pierden preciosos minutos bañando el candado en
aceite para vencer la corrosión de la humedad tropical. Luego el motor tarda en
prender. Los blancos maldicen mientras el bote baja perezosamente por el río,
entre humo y explosiones. Sigue remando rápido, por el centro del río. Pasa a
la altura del caño; es la entrada que lleva a la ciénaga de detrás del pueblo,
con su vegetación de mujeres asesinadas, luego a la gran ciénaga, y al Caño del
Remolino, a su ciénaga, a la casa donde su hijo lo espera; pero sigue remando
aguas abajo; los blancos le ven alejarse desesperados, y el motor no prende.
Pero cuando el río lo oculta en una prolongada curva, el negro rema rápido
hacia la orilla y vuelve a subir. Es el momento en que oye el ruido acuciante
del motor; se oculta en la sombra de un árbol cuyas ramas rozan el agua; es una
preocupación innecesaria, porque los blancos lo buscan en el centro del río y
pasan rápidos, sin mirar siquiera las orillas. Cuando el bote toma la curva el
ruido se debilita; el negro vuelve a remar aguas arriba. Los blancos no saben
de canoa, se irán lejos buscándole, mucho más lejos de lo que él nunca se
hubiera podido ir, y cuando se den cuenta de que él se les escondió, no sabrán
donde buscarlo.
Otra vez vuelve a ver el
caño que lleva a la ciénaga. Una vez dentro, los blancos nunca podrán
encontrarlo. Una vez un cura se adentró solo a pescar, y los hombres del pueblo
lo encontraron a los días, perdido, sin saber hacia dónde ir, y con el cuerpo
hecho una llaga de los mosquitos.
El motor se vuelve a oír más
fuerte, y el negro sabe que los blancos vuelven; han ido apenas un poco más
abajo de lo que él habría podido ir en su champa. Suben registrando la orilla;
el ruido es distinto cuando entran en una bahía, o en la boca de un caño, o en
las quebradas que caen al gran río; son breves momentos, y el ruido angustioso
se oye cada vez más cercano; el negro no comprende cómo los blancos han podido
ser tan astutos, y empieza a sentir la triste, terrible sospecha, que sólo
comprobará al amanecer, en el embarcadero junto al remolino.
Pero ya está llegando al
caño que lleva a la ciénaga. Allí los blancos nunca podrán encontrarle.
Es un alivio entrar en las
aguas quietas y anchas de la ciénaga. Atrás quedó el pueblo, con el hedor de
cadáveres que lo paralizaba; y el río con la palizada donde aleteaban sin poder
volar los gallinazos ahítos de carne. El horizonte confinado entre las orillas
del río se abre en lejanías; sin el empuje contrario de la corriente, la
estrecha champa se siente más ligera. Sólo la sospecha le atormenta y le roba
la alegría; es tan fuerte que en vez de
dirigirse en línea recta hacia la salida de la segunda ciénaga sigue por la
orilla izquierda; el camino más largo. Irá dando una larga curva, por los lados
donde la hierba acuática semeja praderas y los manglares invaden la ciénaga, y
lo que parecen ser aguas profundas no son sino lodazales húmedos, donde las
champas se quedan pegadas como una mosca en la savia del cauchero.
El motor se vuelve a oír. El
negro ve el bote que avanza en línea recta hacia la salida contraria, por el
rumbo donde él habría ido si su sospecha no lo hubiera alertado. Llegan hasta
el final de la ciénaga, y luego tuercen en ángulo recto hacia la orilla derecha
y regresan hacia atrás, registrándolo todo; el motor suena lento, porque
navegan entre los árboles que crecen en el agua; hasta encienden sus linternas
cuando la oscuridad se hace demasiado densa bajo las copas unidas, y apagan el
motor para meterse en marañas de árboles caídos.
El negro avanza rápidamente,
casi tanto como el pesado bote de los blancos, sin preocuparse de esconderse
porque el ruido le indica que están demasiado lejos para verle, con los ojos
enceguecidos por el resplandor de las linternas. Registrando la orilla, los
blancos han llegado hasta el caño por donde él entrara, y navegan ya por su
orilla; el motor se oye cada vez más cerca, y el negro busca un escondite
seguro; en una pequeña ensenada que las tormentas han llenado de árboles
flotantes voltea boca abajo su champa, y la mete como uno más entre los gruesos
troncos. Cuando el motor pasa él está dentro del agua, respirando el escaso
aire de debajo de la champa. El resplandor de una linterna pasa sobre él, y
dentro del agua el ruido del motor ensordece, pero los blancos se alejan.
Cuando el negro termina de enderezar su champa y achicarla las luces le buscan
otra vez tenazmente en la orilla contraria. Sigue remando y logra salir de la
ciénaga abriendo un surco en la vegetación espesa de un estrecho caño que lo
lleva a la otra ciénaga. Siguiendo ese trazo los blancos salen de una ciénaga
para entrar en otra, y la persecución continúa.
Los blancos parecían leer
los indicios minúsculos que sólo los negros ven: el animal asustado, la ramita
recién rota, las hierbas flotantes apartadas, el lodo del agua removido por el
canalete; nunca el negro volvería a pasar una noche como aquella, en que
conoció todos los temores y esperanzas del animal acosado, cada vez más cerca
de la salvación, y cada vez más cerca de ser atrapado.
Cuando atravesaba un espacio
de aguas abiertas, sin escondite posible, el bote de los blancos se le acercó a
toda velocidad; en el último momento la hélice chocó contra un tronco
sumergido, y pudo escapar mientras
cambiaban el pasador roto por el golpe, pasó por zonas de lotos, donde la
hélice de los blancos necesitó ser
limpiada con tanta frecuencia que el bote fue más lento que la champa; pero
luego se le adelantaban, le buscaban en los sitios donde él debía de estar, le
esperaban en los pasos claves, como si de antemano supieran donde iba, y el
sólo podía esconderse entre la maraña de la ciénaga, esperando que los blancos
pasaran sin verle para realizar otro corto avance.
En el Caño del Remolino le
sorprende la claridad rojiza del atardecer; pero los blancos se oyen lejos, y
el negro una vez más respira aliviado.
Las hazañas de Elombre, en
esa noche de terror, se contarán de padres a hijos por muchos años, en las
tertulias nocturnas del anochecer, junto a las llamas del quinqué:
- "Siete veces
estuvieron los blancos a punto de alcanzarle, y siete veces los burló: primero
como la guagua, y luego como el caimán; luego como la nutria y la culebra,
y como el pato y el cangrejo, y luego
como la iguana. Y luego...
- Luego ¿Qué pasó
padre?
- Luego..."
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