Los días
siguientes fueron de nuevas actividades. Cuando despertaron, con el sol ya
alto, el padre estaba feliz.
- Vamos a bañarnos.
Se bañaron con gozo. El niño buceaba
y arrancaba del fondo lodo arcilloso, se lo restregaba por el cuerpo desnudo, o
se lo lanzaba al padre, y los dos tenían que volver a bucear para volver a
limpiarse y volverse a ensuciar. El
padre se limpiaba metódicamente, inflando cada músculo antes de restregarlo,
orgulloso de su fortaleza, de su cuerpo de macho. Se quitó la eterna
pantaloneta, y se la tiró al niño.
- Límpiala.
La risa del padre hacía brillar al
sol los dientes blancos; la luz se rompía en destellos en la piel bruñida,
tensa y mojada. El padre se dejaba admirar y elevaba los brazos para destacar
los bíceps que una vida de machete y remo habían hecho enormes. Pero al descubrirse
desnudo, al aire su pene gigantesco, le tiró agua a los ojos.
- Vamos peladito, dejá de ser ocioso;
limpiá la pantaloneta, y ponéla al sol.
Se da media vuelta, y entra en la
casa. Descuelga unos pantalones de trabajo, tantos parches cosidos uno sobre
otro, que no sabría de qué color son si la mugre no les hubiera dado un color
pardo uniforme; están rígidos de sal sudor y costras de barro; los usa para defenderse de los cortes de la
cañabrava, de las espinas, o de la savia de las rascaderas cuando abre monte. Ahora que el baño le ha llevado su
propio olor, se asquea con el hedor que despide.
- Hay, pelado, estás muy perezoso, y
te vas a ganá otra cueriza. Mañana limpiarás toda mi ropa.
- Si, padre.
El niño lava la pantaloneta sobre la
patilla de la champa; la agita en el agua, la dobla, la coloca sobre la punta
de la madera, la golpea con un palo hasta que deja de salpicar, la vuelve a
mojar; al final la deja tendida sobre el mismo palo. Bajo el sol ardiente, la
pantaloneta despide un vapor denso.
El padre ha hecho el desayuno:
plátano y pescado asados en las brasas. Los comen con las manos a grandes
cachos; cuando el padre termina se frota las manos grasientas en los muslos, y
grita:
- ¡Pescado! ¡Pescado! ¡Estoy harto
de comer pescado! Hoy vamos a comer carne. ¡Vamos a matar un cerdo!
Su voz es la de un hombre enojado,
pero sus ojos y boca ríen. El niño, acostumbrado al silencio taciturno en que
el padre se envolvió antes de su ida al pueblo, comprende que un nuevo tiempo
ha llegado, un tiempo bueno y alegre, lleno de comida; un tiempo tan bueno como
cuando con su madre era todavía un niño y jugaban a hacerse cosquillas bajo la cobija de la
cama.
Al niño se le hace la boca agua de
pensar en la carne; la carne es para los adultos, para los hombres, algunas
veces también para las mujeres; casi nunca para los niños. Una vez, en un
velorio, la familia repartió carne de cerdo el primer día a los hombres y
mujeres que habían acudido a cantar al muerto; su madrina le dio el cuero
porque ella ya no tenía dientes con que masticarlo. Eso fue el primer día, y él
ya no faltó ninguno de los nueve días, pero no volvieron a dar sino aguapanela
insípida y ahumada, con mucha agua y poca panela. Algunas veces, cuando el
padre ha matado una guagua, un guambé, un tatauro, un zaino, ha habido hebras de
carne para todos, y se han juntado las mujeres con sus niños, y han hecho
fiesta; pero siempre eran muchos, demasiados, y la carne poca.
El niño sabe que el hambre es el
estado natural del negro, y antes de llegar a la Ciénaga del Remolino su vida
ha sido un permanente hambre interrumpido con pocas comidas ocasionales. Pero
ahora va a comer carne. ¡El padre va a matar un cerdo! ¡Un cerdo para ellos
dos! Y se siente tan alegre que comienza a cantar.
- ¡Uuh, vamos a matar un cerdo!
¡Uuh, vamos a matar un cerdo! ¡Uuh....
Matar el cerdo no fue fácil. Entre
el pantano maloliente en que se había convertido la isla, el padre los
persiguió inútilmente. Entonces recurrió a quedarse inmóvil y tratar de que el
niño los arreara hacía él. Y cuando ya desesperaban, uno acertó a pasar lo
bastante cerca como para alcanzarlo de un hachazo feroz en el lomo. El cerdo
siguió sin embargo corriendo aún durante casi una hora, hasta que el padre que
lo perseguía consiguió cortarle una pata de atrás, y luego le partió la cabeza
con el hacha. El hacha le alcanzó hacia la oreja derecha, se desvió y salió hacia
fuera por la mejilla. El niño acudió
corriendo, atraído por el ruido seco, y aún alcanzó a ver al cerdo alzándose
sobre las patas delanteras para olfatear el pedazo de cabeza caído en el suelo.
Luego se dejó caer de lado, y las patas temblaron y se le pusieron rígidas e
inmóviles.
El niño volvió a cantar:
- ¡Uuh, hemos matado un cerdo! ¡Uuh,
hemos matado un cerdo! ¡Uuh...
Esta vez el padre no le secundó.
Agarró de una pata al cerdo que volvió a gruñir, y lo arrastró hasta el bote.
El niño caminó detrás, llevando la pezuña trasera y el pedazo de cara
cuidadosamente agarrado de la oreja, sin dejar de cantar.
- ¡Uuh, hemos matado un cerdo! ¡Uuh,
hemos matado un cerdo! ¡Uuh...
Todavía el cerdo se movió un poco
cuando el padre le abrió la tripa y arrojó sobre hojas de plátano el laberinto
de los intestinos, la masa rosada de los pulmones y un corazón rojo y humeante
que aún alcanzó a latir tres veces entre las manos asombradas del niño.
- Los cerdos son duros de
morir.
- Si, padre.
- Los hombres mueren más fácil.
El cerdo era un animal pequeño, de
los que habían nacido en la isla. El padre lo fue reduciendo a huesos y tiras
largas y estrechas de carne salada que el niño colgaba al humo ceniciento de la
hoguera. Después del trabajo mandó al niño que medio llenara de agua la más
grande de las pailas, una olla inmensa que usaban para secar el guarapo de caña
y convertirlo en panela, y en ella puso a cocinar en pedazos el hígado, los
riñones, los pulmones, el corazón, las orejas, la lengua, las pezuñas, el rabo
y la piel de la cabeza aún con sus pelos hirsutos. Encargó al niño que
consiguiera plátano del racimo que siempre tenían guindado, y él se fue en el
bote. Volvió con un tesoro de comida: Yucas gruesas como la pierna de un
hombre, guineos verdes, zapallos, ñame, tomates maduros, cebolla en rama,
manojos de cilantros, mazorcas tiernas. Todo lo fue picando y echando en el agua hirviente, hasta que los
borbotones se derramaban. Hirvió hasta que se les acabó la paciencia y
comenzaron a sacar, primero el caldo con la excusa de probarlo de sal, luego
trozos de carne para ver si ablandaba, y la yuca por si estaba vidriosa y
siguieron comiendo sin control, con hambre de siglos y generaciones, hasta que
el niño sentía la piel de la tripa tensa como la de un tambor, dolorosamente
tensa, pero aun así seguía comiendo y comiendo, porque aquello era lo más
delicioso que nunca había probado, y sin
que la inmensa olla pareciera disminuir.
Terminar ese guiso fue un arduo
trabajo de tres días de duración; los tres mejores días de la vida del niño.
Aquella olla estableció una nueva
costumbre: la de la siesta al mediodía. Cuando volvían a la isla al mediodía,
aguijoneados por la posibilidad de una nueva comida, el hartazgo y el calor
ardiente les hacían caer en un sueño sudoroso del que sólo salían a la puesta
del sol. Entonces el niño se bañaba porque se sentía maloliente, sin conseguir
quitarse el mal olor de encima, porque era el mal olor de los comedores de
carne, y faltos ya de luz para trabajar en las islas, y sin sueños para dormir,
se dedicaban a desgranar maíz, a pescar, y a contar historias de brujas,
espantos y aparecidos: la mula sin cabeza, el pájaro-pollo, la champa fantasma.
Terminaron la olla cuando a base de calentarla
y recocer se había transformado en un puré espeso que había que sacar a
cucharadas, y que espesaba al enfriarse para cortarlo con cuchillo; el padre no
volvió a cocer más carne, pero empezó una exploración sistemática de las islas,
arrumando montones de comida. El hombre redescubrió la isla de los tomates, de
los limones y las papayas, de los zapotes y badeas, y también él se sorprendió,
porque tampoco sabía qué islas habían cultivado, y cuáles no, ni que habían
puesto en cada isla en la pesadilla apremiante de la siembra. Una mañana se
estremecieron de gozo al descubrir, en una isla olvidada, un piñal tan denso
que tuvieron que abrir con los machetes un hueco para poder desembarcar. Otra
isla está llena de ajonjolí, y en otra las granadillas se han apoderado de todo
el espacio y ahogan los palos de guayabas. Un palo de marañones ya ha parido su
primera cosecha, y los frutos yacen podridos en el suelo, entre brotes tiernos
de nuevos árboles. Un palo de aguacate deja caer al agitarle sus frutos
pesados, y hay caimitos y madroños maduros. Un árbol del pan, gigantesco, que
no recuerdan haber plantado, está lleno de las enormes macetas del chachafruto.
En islas umbrías, donde la presencia de la selva hace presentir que no han
cultivado, hay sin embargo cacaoteros con el tronco lleno del fruto amargo.
Otras islas alzan como un abanico las palmas magníficas de milpesos, con su
fruto de leche y manteca, o los chontaduros afrodisíacos, o los cocoteros.
Cinco palos de naranja tienen el suelo cubierto de azahar, y otros cinco de
limones, enfrentados con ellos, soltaron ya sus frutos de oro.
- No se puede dejar que los limones
se pudran al pie del palo, porque matan la madre. Recoge los limones, y
échaselos a los cerdos.
- ¿Es qué los cerdos comen
limones?
- Estos sí. Y ten cuidado, no te
coman a ti.
La
dieta de troncos de plátano y cañas de maíz seco que él solía dar a los cerdos se enriqueció
con limones podridos, cañas dulces gruesas como el brazo de un hombre, cáscaras
de granadillas y badeas, conchas de piña, vainas de churimos que crecían con
las raíces en el agua, pesadas guamas, papayuelas macho, pulpas de cacao,
marañones germinando, piñas picadas por las avispas o roídas por la chucha,
caimitos manchosos llenos de gusanos, raíces finas de yuca.
Los cerdos son ahora doce; están las
dos cerdas de cría, inmensas, con los colmillos verdosos al aire, y las tetas
flácidas arrastradas por el lodazal, y hay diez lechones, uniformes bajo la
costra de barro. El niño los cuenta mientras les tira la comida, esparciéndola
para que los marranitos coman sin que los alcancen las dentelladas salvajes de
las madres. Comen tan desesperadamente que el niño los mira con cariño,
protectoramente, solidario en su hambre, y se promete que siempre les seguirá
dando de comer, con la misma constancia con que alimenta el fuego.
En el frente de la casa que mira
hacia el caño, el padre coloca montones de piñas olorosas, papayas enormes, la
llama de los tomates, el oro de los limones, el marrón tierno de los zapotes.
El padre mira satisfecho tanta abundancia. Los montones de maíz crecen, y
nuevas mazorcas secas esperan su turno en los varales de las vigas. Sobre las
frutas cuelgan un racimo de cada una de las innumerables variedades de plátano
y banano. La casa se está preparando para deslumbrar a la muchacha comprada. El
arrume de pescado crece, y la carne se seca al humo y al sol. La fertilidad de
la ciénaga es también una promesa de fertilidad para la pareja que se espera.
El ajonjolí se seca en el patio; el arroz crece entre el lodo. Cuando la
muchacha venga...
- Mañana haremos una balsa.
- Si, padre.
- Una balsa grande, que pueda con
mucho peso.
- Si, padre.
Al amanecer salieron a buscar los
balsos. Desde el puertecito donde tenía amarrada la diminuta champa, más allá
del pavor del remolino, el padre abrió una nueva trocha en busca de las tierras
altas donde el balso crece. Otra vez la penumbra ardiente de la selva, los
mosquitos enloquecedores, las espinas y las hormigas, la obsesión de la
serpiente que se esconde entre la vegetación podrida del suelo, en los troncos
de los árboles, en las ramas altas, que pica desde cualquier sitio. El hombre
cree haber perdido el rumbo cuando se encuentra frente al légamo pantanoso que
rodea la ciénaga, y perfora la trocha en dirección contraria para alejarse del
terreno bajo, sólo para volver a encontrarse otra vez en la tierra acuosa. La
trocha se vuelve circular, entre los tentáculos del agua omnipresente. Los
balsos aparecen cerca del caño, tan cubiertos de parásitos que no es el tronco
invisible, sino las hojas caídas lo que permite al hombre reconocerlo. Las
lianas caen fácilmente a los primeros golpes, soltando una legión de hormigas
que hacen huir al hombre descalzo. Sobre la madera blanda del tronco los golpes
rebotan casi sin dejar señal. Es un trabajo tedioso. Al atardecer el árbol cae
con un estruendo que levanta a lo lejos gritos de monos asustados. El padre
tuvo que limpiar junto al árbol con su machete para lograr cuatro maderos, más
largos que él mismo, y tan gruesos que apenas si los abarca con los brazos,
pero tan ligeros que el niño puede levantarlos de la punta para que el padre
los empuje. La balsa se termina en el agua, clavando sobre los balsos cuñas de
madera para asegurar otros troncos menores transversalmente, y la clavan en el
fondo con una larga pértiga. El trabajo ha terminado y vuelven por la trocha,
oyendo a lo lejos el rugir hambriento del Animal.
Balsa. Se usan para transportar, labar ropa, defecar, pescar, o como centro de actividad social. |
El resto del día se les va contando
y atando pescado. A veces el niño mira al padre con ojos que son una pregunta,
pero el padre está lejos.
- Y
mientras esté fuera, limpias el colino.
El pescado está sobre la balsa, y el
hombre tiene la palanca en la mano.
- Si,
padre.
El padre clava la palanca en el
fondo y empuja la balsa que se mueve pesadamente; aún allí se nota la corriente
del remolino.
- Y al amanecer mira bien que yo no
esté esperando para que me pases al otro lado en la champa.
- Si, padre.
El hombre se aleja.
- ¿Cuándo vuelve, padre?
El hombre, enojado:
- Cuando vuelva.
Y el hombre se va por el caño hacía
su terrible, inevitable destino.
Los niños chocoanos no guardan
registros de nacimiento, no celebran cumpleaños ni se molestan en saber su
edad. Si fuera un niño blanco sabría que en ese día en que el padre se iba para
siempre, estaba para cumplir siete años.
Pero si hubiera sido un niño blanco
habría muerto en la soledad de la ciénaga. El niño negro no murió porque apenas
supo andar le pusieron en la mano un machete afilado, le tallaron un canalete a
su medida, y empezó a trabajar con sus padres, a ganarse amargamente el plátano
y el pescado nuestro de cada día.
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