4- TEME QUE
LAS HORMIGAS LE DEVOREN
Cuando la mujer vuelve en sí, el sol
está alto y siente que le pica en los ojos; o tal vez sean las picaduras de los
insectos que le han hinchado los brazos, las piernas y la cara; las hormigas le
corren por todo el cuerpo. Se intenta poner en pie, pero se marea, vomita, y
vuelve a caer al suelo; las moscas junto a la cara la enloquecen. Siente en un
carrillo como dos brasas pegadas; se lleva las manos allí y las retira llenas
de coágulos de sangre. Cuidadosamente explora la cortada que le hizo Elombre al
darle con el filo del machete en la cara, tan profunda que los dedos pasan al
otro lado y tocan las muelas astilladas. Tiene la lengua tan hinchada que no
puede escupir los grandes coágulos y los pedazos de dientes que la asfixian, y
tiene que sacárselos lentamente con la mano. El dolor, y el olor de su propio
vómito la marea. Siente que otra vez se va a desmayar y lucha contra ello
respirando profundamente con todas sus
fuerzas, porque está sola y teme que las hormigas la devoren. Siente un
ruido cada vez más fuerte, como un motor que se acercara dentro de ella, y
luego, nada.
5- EL
ANIMAL
Y entonces, repentinamente,
sintieron el zarpazo del animal maligno. La canoa se lanzó bruscamente hacía la
boca espumeante donde el agua hervía y desaparecía en un gorgoteo sordo.
- ¡El Animal! ¡A la orilla!
Reman apresuradamente. Pero están en
el fondo de una trampa, entre paredes altas verticales donde es imposible
desembarcar o varar la canoa. La palanca no toca fondo. Aunque tratan de remar hacía atrás, de
alejarse del sumidero que los atrae, ya es tarde, y la canoa demasiado pesada corre hacía él cada
vez más veloz.
El hombre se dio cuenta con un
escalofrío de que no había esperanzas:
no conseguiría detener la canoa, y aunque saltara de ella al agua, nunca podría
subir por los muros verticales de barro, ni abrirse paso por la selva hasta las
ciénagas, ni atravesar las ciénagas sin su canoa. Estaba muerto, simplemente
muerto, y lo único que lamentaba era haber ido a buscar la muerte con tanto
cansancio.
Ya lo veían; vieron el agua girando
vertiginosamente, las olas encrespadas chocando entre sí, las espumas volando,
y sobre todo el agujero negro, insondable, donde el agua caía en cascada sin
conseguir nunca llenarlo, porque aquel Animal era el más grande, el más terrible
de los animales.
Todos los terrores de su raza
abrumaron al hombre; el terror de los dioses de la selva, sedientos de sangre,
en un África nunca conocida; el terror de los pies descalzos ante el ruido
siseante de la mapaná; el terror de la langosta y el hambre que caen del cielo;
de los leones en la pradera, del tigre y la mamba verde en el árbol; del
vampiro nocturno; el terror de la bodega asfixiante y las cadenas del barco
negrero; de la viruela, el paludismo, el tifus y la fiebre amarilla, del pián y
la lepra; sintió el terror de la niña negra al ser desnudada por el amo blanco
para violarla, del cimarrón capturado al ser atado a la pira de leña verde para
arder lentamente, del esclavo al ser atrapado por el derrumbe en las tinieblas
eternas de la mina de oro. En aquel momento un miembro de su tribu extinta era
crucificado en Alabama, y él sintió su terror, y gritó su mismo grito cuando
los clavos le traspasaron las muñecas. No era la muerte lo que temía, sino el
momento en que el monstruo lo atrapara bajo el agua, viera su cara horrible, y
lo fuera sorbiendo lentamente, apretando los labios muecos para hacerle botar
las tripas por la boca.
Bajo la piel negra la palidez le
hacía ver de un morado lívido, y sintió la dureza de la sangre al congelársele
en el corazón.
Pero la salvación estaba allí: era
una raíz puesta al descubierto por un derrumbe de la pared, una posibilidad de
volver a asirse a la vida; estaba en la otra parte del cañón, más allá de donde
el Animal sorbía el agua. Las decisiones en la selva son rápidas:
- ¡Rema, pelado, adelante, deprisa!
El
niño obedeció la orden absurda con el automatismo de cinco siglos de
esclavitud, y la canoa difícilmente contenida se disparó hacía el sumidero
rugiente. El hombre la guía con la habilidad de la desesperación, pasaron lo
más arrimados a la orilla la espiral mortal, y llegaron a la otra orilla cuando
ya la corriente había vencido su impulso y comenzaba a arrastrarla en retroceso
hacía donde las aguas caían.
Elombre se puso en pie, y aferró la
raíz contra su pecho, gozándose de su solidez; sintió la fuerza de la canoa
demasiado hundida bajo la carga excesiva, tirar de él, escurriéndose bajo sus
pies inconteniblemente por la succión del remolino ansioso.
- ¡Agárrate
a mí! ¡Sujétate a la canoa y agárrame!
El niño se demoró en obedecer.
Apenas cuando el hombre intentaba sujetar con sus pies la parte trasera de la
canoa el niño se abrazó a él. La canoa pareció dudar un momento, y lentamente
les abandonó a ambos para dirigirse hacia la boca del monstruo.
Cuando perdieron el apoyo bajo ellos
y el agua les alcanzó hasta las rodillas, el hombre comprendió que sólo por
un momento había sentido la esperanza de
vivir. Y ahora que la canoa se alejaba lentamente de ellos, robándoles toda posibilidad
de supervivencia, sintió la decepción de sus ilusiones. Estaba muerto,
sencillamente muerto, muerto desde que el pueblo decidió traicionarle y dejarle
ir al machete del enemigo; no aceptó esa muerte fácil, y cargó su canoa con
todo lo que tenía para ir a buscar la muerte que estaba allí, riéndose de sus esfuerzos. Ahora que
había llegado a la cita definitiva comprendía que había valido la pena luchar.
Veía la canoa irse con todo lo suyo,
hasta con su propia vida, y él permanecía allí, aferrado a esa raíz que fue su
última esperanza.
Sintió un tirón, y sus ojos incrédulos vieron
la línea negra de un bejuco al templarse, la canoa que se detenía y volvía a
ellos a medida que el niño enrollaba el bejuco que le ataba a la patilla; en el
tiempo comprimido de la última oportunidad, el niño había encontrado la manera
de agarrar un bejuco, de hacer los nudos precisos, y ahora tiraba suavemente de
la canoa, la hacía volver bajo ellos mientras el padre sólo podía mantenerse
agarrado a la raíz y mirar hipnotizado la vida perdida que el niño le devolvía,
hasta que la sintió bajo él, se apoyó en ella, le subió de los pies instintivos
hasta llenarle la cabeza, se le esparció por la piel que volvía a ser negra,
por los brazos tensos, por el pecho que de pronto descubrió que le dolía y le
sangraba contra la raíz.
El niño trepó por el padre, ató con
una gruesa liana la canoa a la raíz, y el padre comenzó a abrir las manos, a
extender los brazos, a separarse con dificultad de ese asidero donde se había
aferrado a la vida. Se palpó el pecho magullado, potente, y lo volvió a llenar
de aire.
- ¡Estamos vivos, pelado, estamos
vivos!
La corriente pasaba silenciosa bajo
la canoa y el remolino rugía con hambre. El niño sonrió; a pesar de todo, era
bueno estar vivos.
No fue fácil salir de allí. El
hombre vació escalones en el barro vertical, y clavó machetes para asir las
manos. Fue una tarea larga y pesada, siempre a punto de resbalar y caer al agua
ansiosa, hasta que consiguió agarrarse a las matas, arriba de la pared. Allí
buscó y cortó una liana, lo suficientemente larga para poder atarla a la canoa y
arrastrarla contracorriente desde
arriba. Volvieron a embarcar cuando ya la corriente estaba calmada y el ruido
era un latir lejano; tenían las piernas sangrantes, de las espinas, y la
espalda les ardía con cientos de picaduras de mosquitos; el canalete escocía en
las manos desolladas, pero el hombre sonrió:
- Estamos
vivos, pelado, estamos vivos.
El niño le devolvió la sonrisa: sí,
estaban vivos. Algún día morirían, pero ahora estaban vivos, y cada golpe del
canalete, cada nueva inspiración gozosa de ese aire nunca respirado, era una
nueva victoria de vida.
El niño había visto muchos entierros. Los
muertos adultos estaban en el cementerio, entre cruces y rojas palmas de
Cristo, en una tierra donde el agua nunca inundaba, la mejor tierra para vivir.
Los vivos en el pueblo, en las calles fangosas y las casas caídas. Los hombres
se morían en peleas de machete o maldiciones de brujo, o cuando al atarrayar la
red se quedaba enganchada bajo el agua y ellos atados a ella; cuando alguien se zambullía y cortaba la cuerda
salía a flote un muerto hinchado, pesado, rezumando agua, que era preciso
enterrar enseguida; o también morían cuando les picaba una serpiente.
Era bueno cuando un hombre se moría,
porque en la noche se cantaban alabados para aplacar al espíritu del muerto, y
se tomaba guarro, y si había modo, hasta se repartía café y patacones o maíz frito
a los que se quedaban a amanecer. En cambio, cuando un niño se moría, bastaba
con meterle en la caja con dos piedras pesadas y tirarle en el centro del río;
la caja debía quedarle ajustada, porque si el muerto se sentía amplio volvía a
buscar un amigo para que le hiciera compañía. A los hombres había que atarles
los dedos gordos de los pies con una cuerda con siete nudos, curada en jugo de
tabaco, para que tampoco ellos pudieran volver. A los grandes les cerraban los
ojos, pero a los niños pequeños se los dejaban abiertos para que vieran a Dios,
porque los niños bautizados van al cielo, pero los que murieron sin bautizo van
al infierno por toda la vida.
El niño se dio cuenta, mientras
remaba, de que ya tenía más amigos muertos que vivos.
6- LA
CIENAGA DEL REMOLINO
En el otro lado del sumidero,
también la corriente fluía hacía él.
Avanzaban maravillados por el caño,
cada vez más amplio. La corriente en su contra, disminuyó, hasta hacerse apenas
perceptible; en las orillas árboles de tierra firme, añosos y enormes,
anunciaban las tierras altas, libres de la
maldición periódica de las inundaciones.
El niño sintió que el agua olía a
pescado, reventaba de vida. La golpeó fuertemente con el plano del canalete, y
una nube de sardinas plateadas saltó asustada fuera del agua; dos o tres de
ellas cayeron dentro de la canoa, abriendo las branquias y los ojos; volvió a
golpear una y otra vez, hasta conseguir un totumo de pescaditos brillantes.
Se sentía bien allí, remando bajo el
sol, en un agua casi sin corriente, pescando sardinas. Todo lo demás, el
pueblo, la madre y su grito de muerte, el mismo Animal, no eran sino un
recuerdo lejano, difícil bajo este sol que deslumbra y adormece. El niño, como
un animal de la selva, no tiene historia, ni pasado, tan sólo el momento de la
vida presente.
La corriente cesó por completo, y
ante ellos se abrió la amplitud de una ciénaga.
El padre miró el sol que caía en el
horizonte, y eligió una isla alta ante ellos, allí donde una ceiba gigantesca hería
el cielo.
- Vamos a dormir allí.
Las orillas de la isla eran bajas,
arenosas, rodeadas de un caldo vivo de maraña flotante.
Se entendían sin palabras. Mientras
el padre desbrozaba la maleza entre la bamba laminar del árbol, el niño hizo fuego
y puso a cocinar una olla con plátanos y sardinas. En todo el día no había
comido sino plátano maduro, y ante la olla humeante sintió su hambre como un
gozo.
Soltó los marranos. Se movieron
torpemente al principio, con las patas
entumecidas; luego se dedicaron furiosamente a hozar. Con la última luz, los
vieron meterse en el agua, bañarse y devorar el chuscal de la orilla.
El padre había preparado una chocita
para pasar la noche: cuatro palos clavados en el suelo, sostenían un piso
endeble, a medio metro del suelo, a salvo de culebras e insectos rastreros;
arriba unas grandes hojas de rascadera intentaban servir de resguardo contra el
aguacero; las grandes raíces laminares de la ceiba eran protección contra el
viento.
El niño terminó de bruñir el fondo
vacío de la olla, se restregó las manos sobre los muslos desnudos, colgó la
olla vacía lejos del alcance de los marranos, se acomodó sobre el ramaje del
piso, volteó, y se quedó bruscamente dormido, con un sueño agotado y profundo,
sin alcanzar a oír el aguacero que ya empezaba a caer.
El hombre colgó su machete al
alcance de la mano, y se acomodó junto al niño, pero no le fue fácil dormir
bajo las emociones intensas. En la media noche de su duermevela, se levantó
para añadir unos gruesos troncos al fuego que se apagaba bajo la lluvia. Nunca
supo que aquel fuego que alimentaba con la esperanza de que llegara al amanecer
habría de permanecer encendido para
siempre, y que sería el último vestigio de su paso por la vida.
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