domingo, 5 de mayo de 2019

Elombre de la ciénaga

Dibujo creado por Javier Olmedo para la portada del libro, antes de que fuera censurado por la editorial. Sin embargo el dibujo de la indigena emberá está basado en fotos reales de las mujeres de esa etnia. Javier comentaba: ¡Taparle el seno a una indigena? ¡Eso si que es pornográfico!
Pueden ver má obras de este artista en http://tallerpilaryjavier.com/galeria.php

domingo, 2 de septiembre de 2018

CAPITULO 21. "ELLO" HA VUELTO.

21- “ELLO” HA VUELTO

            El negro pesca, más por vicio que por necesidad. El trabajo ha terminado, se ha bañado y está desnudo. Las escasas ropas que aún posee, herencia del padre que él cree ser, solo las usa en islas de vegetación peligrosa, desde que las hojas dentadas de un piñal espeso le causaron en la suave piel del pene una herida dolorosa que tardó en cicatrizar, porque se abría con  cada nueva erección. Antes de eso vivió desnudo mientras el pantalón y la camisa se pudrían bajo el aguacero diario del anochecer, en la playa arenosa donde los dejara ocasionalmente para irse libre a bañar. Cuando se los fue a poner no solo se cayeron en pedazos de puro podridos, sino que pertenecían a alguien mucho más pequeño que él, así que allí se quedaron, hasta que adquirieron una fosforescencia luminosa, y finalmente desaparecieron bajo una capa de hongos rosados.


            En los límites del universo cerrado de su ciénaga una voz ronca grita y él se queda sobrecogido de terror. Afloran a su conciencia sensaciones olvidadas de un mundo perdido. Siente el impulso de correr hacia allá con el bote, y al mismo tiempo de esconderse, de huir, y se queda temblando ante lo desconocido, incapaz de hacer nada. Desesperadamente la voz vuelve a pedir ayuda, con largos aullidos desesperados y tristes. El oye sin poder moverse; es el final de su mundo, el término de un tiempo; la tierra tiembla bajo sus pies. El sol se pone. Lentamente guarda la caña, recoge sus pescados y pone los cuatro más grandes a asar al fuego: cuatro, como cuando el padre estaba. Pero no se queda como siempre junto a la hoguera, sino que se retira al rincón más oscuro de la casa, allí donde los ojos blancos de miedo de la india solo verán los ojos blancos de miedo del negro.


            La india esperó impaciente a que algo sucediera:
            "Ya me han oído, están hablando entre ellos, ya vienen  a buscarme".

            Pero nada pasó. "Están buscando los canaletes, miran hacia acá para verme". Agita los brazos para llamar la atención.
            "Ya me han visto, ya vienen hacia aquí".

            Y no ve el más mínimo movimiento.
            "Pero allí tiene que haber gente que cuide el fuego y la casa".

            Hasta ella llega el olor del pescado puesto a asar. Vuelve a gritar en su lengua:     
            - ¡Vengan por mí! ¡Hace siete días que camino, y estoy a punto de morir!

            Otra vez el silencio, la inmovilidad, la espera inútil. La delgada columna de humo parece burlarse de ella. Se va llenando de rabia desalentada, nadie vendrá, nadie le ayudará; ha caminado desde tan lejos solo para morir allí, a la vista del fuego y entre el olor a comida. Morir no le da ahora pena, ni miedo, ni tan siquiera el consuelo del descanso, sino rabia. No, no quiere morir aquí, con el agua en la cintura, y el olor a pescado metido en las narices. Si la ciénaga no fuera muy honda, si pudiera caminar hasta una isla, si tal vez encontrara el vado...  Pero en unos pasos el agua le llega al cuello. Vuelve un poco hacia atrás, y camina por la orilla hacia su derecha, con el agua entre los hombros. El agua la dificulta avanzar, pero en cambio le da una sensación de ingravidez en sus movimientos. Ya no siente el ardor de las picaduras, ni hambre, ni cansancio, solo sueño, un sueño que no la deja pensar, y camina hacia el sol poniente soñando que ya está muerta y aún sigue caminando. La isla habitada  está ahora más cerca, pero siempre separada de ella por una distancia de agua plana imposible de salvar. Un brazo de agua que se adentra en la selva la sorprende. Es tan largo, y la otra orilla se ve tan tentadoramente cerca, que se pone a nadar para llegar a la otra orilla del estrecho con su pesado chapotear de indio. Apenas ha dado unas brazadas comprende que nunca va a llegar, que esa distancia que le pareció pequeña es insalvable para su cuerpo cansado, un engaño del agua lisa para devorarla; trata de volver hacia atrás, pero el miedo la paraliza, siente que se hunde, se ahoga, y piensa:
            "Hice todo lo que pude. Ya".

            Sus pies se asientan sobre un tronco hundido en el fondo. Otra vez recupera el aliento, llega a la orilla, y cansinamente vuelve a caminar.

            Una palizada le obstruye el paso como un obstáculo insalvable; es allí donde el viento arrastra los troncos que caen a la ciénaga en épocas de tormenta. Los más viejos están en el fondo, entrapados de agua hasta su corazón vegetal. Otros se apilan sobre ellos, y en el final del brazo de agua son una montaña, montados unos sobre otros en un desorden de cataclismo. La india intenta salvar el obstáculo; aparta los que flotan, tantea con los pies los enterrados en el fango, se para sobre ellos para pasar; pero sus movimientos son torpes, ralentizados por el cansancio; resbala y cae. Instintivamente se agarra a una gruesa rama blanca junto a ella; la fuerza de la caída la desgaja, y se sumerge un instante desesperado antes de que la rama la saque a flote. Con el último resto de su consciencia se tumba a horcajadas sobre ella y comienza  a impulsarla con pies y manos hacia el fuego que el crepúsculo oscuro ha convertido en un sol brillante.

            Fue una larga travesía que limpió su cuerpo, y lo purificó para una nueva vida. Cuando la ramazón encalló en la playita se puso en pie, soltó el último bejuco que aún llevaba anudado a la cintura y lo dejó caer en el agua para entrar libre y desnuda en el nuevo mundo al que llegaba. Su cuerpo volvía a ser pesado a medida que emergía, y apenas encontró las fuerzas para llegar al borde de la casa y dejarse caer sobre el piso de palma rajada: era un buen sitio, seco y sin hormigas, y la india se quedó instantáneamente dormida, gozando de la deliciosa sensación de estar viva.

            La despertó el sol ardiente cayendo vertical sobre ella, los dolores del cuerpo agotado y la picazón intensa, pero más que nada el hambre. Abrió con dificultad los ojos que la supuración había pegado, y observó cuidadosamente todo lo que la rodeaba sin hacer ningún movimiento que delatara que estaba despierta. La sorprendió el techo oscuro de cuyas vigas colgaban innumerables tasajos de carne seca y mazorcas de maíz con los capachos atados de dos en dos, y sartales de pescado seco entre telarañas llenas de hollín, en una abundancia que su pueblo desconoce. El olor a humo y pescado asado permanece. Pero junto a ella hay un ser monstruoso; todo en él es extraño y excesivo: el pelo negro, largo y desordenado, enmarañado y lleno de ramitas, que le llega hasta los hombros, a pesar de estar rizado como nunca lo ha visto que ninguna persona lo tenga; los ojos redondos; la nariz aplastada; la boca grande, de pesada mandíbula cuadrada, con los labios abultados y morados y dientes anchos; es demasiado musculoso, los brazos son inmensos, largos y anchos como una boa, y los hombros como ceibas; aunque está sentado se le ve tan alto que ella piensa que su cabeza apenas le llegará a los masculinos pezones; dos cosas sobre todo la llenan de terror; su color no es el de los hombres, sino un negro cárdeno, y un pene enorme, demasiado largo, demasiado ancho, exhibido en una desnudez absoluta entre las piernas descuidadamente abiertas. Por momentos teme encontrarse ante un mono enorme; por momentos, ante un diablo de los que pueblan la oscuridad de la selva. Recordando consejos de las ancianas comprende que está ante un hombre, pero un hombre negro, y su miedo no disminuye:
            "Ten  cuidado con los negros. Son perezosos, mentirosos y lujuriosos. Roban, violan y matan. Ten cuidado con los negros".

            Pero el negro está ante ella, solo mirándola, inmóvil, como si llevara así toda la noche.

            Y así fue. Desde el oscuro rincón del miedo la vio en su penoso acercarse, tembló cuando ella pisó la playa, y creyó morir cuando ella entró en el tambo. Pero nada malo le sucedió, y remotos recuerdos vivientes volvieron a él: años despertando con la ansiedad de mirar a un rincón perdido esperando que alguien -¿Quién?- volviera. Ahora "ello" ha vuelto, y más que del ser que yace indefenso, con una inmovilidad dura que recuerda la de los pescados cuando se les saca del agua, siente miedo del tiempo nuevo y fuerte que se acerca. Tensamente se acerca al misterio; lenta, cautamente, con la huida lista en todo el cuerpo. Nada sucede, y se acerca un poco más, y nada sucede, y se acerca un poco más, hasta que está tan cerca que podría tocarla con la punta del machete, y nada malo sucede.

            "Ello" es un ser distinto y extraño, de un color blanco amarillento, más grande que uno de sus marranos, pero mucho más pequeño que él mismo. 

Sentado e inmóvil observa el laberinto del sexo, sin una brizna de bello que lo vele, y al principio, comparándolo con el suyo magnífico, lo interpreta como una carencia, hasta que la flor rosada de unos senos nacientes le indica que está ante una hembra; nunca ha visto nada parecido, con ese desvaído color de luna, y ese extraño pelo liso y largo que cuelga como algas de los árboles. Sus ojos van del sexo misterioso a los pechos, a los ojos alargados, a los brazos cortos y redondos, a las piernas minúsculas, sin un músculo, y otra vez al sexo de caracol marino
.

            El tiempo pasa, y el sigue inmóvil, observando con ansia febril, repasando a cada momento ese cuerpo ya conocido y aún misterioso. Las primeras luces la visten de sombras, alargan la nariz, dan relieve a los senos y profundidad a la sorpresa fértil del sexo, y le muestran la miseria de las innumerables heridas y raspones, los bultos bajo la piel donde crecen los insectos en sus huevos gelatinosos, los agujeros redondos por donde las nuches enterradas en la carne sacan su boca para respirar, las galerías de los gusanos, el verde de la infección, pero es incapaz de hacer algo distinto a observar, incapaz de moverse; no tomará una iniciativa. Suceda lo que suceda ha de venir ella, porque él está viciado por años de vida fácil y rutinaria.

            Por entre la grieta de sus párpados, ella ve sus ojos fijos en los suyos. Se pregunta qué hará el negro ahora que ha descubierto que ella no duerme. Pero el no hace nada, solo mirarla con ojos asombrados, redondos de miedo; su cara no es la de un hombre dispuesto al mal, sino la de un niño asustado. Al fin es ella la que habla en su lengua arcana:     
            - No me hagas daño.

            El negro sigue inmóvil, como si no hubiera oído, pero sus ojos se agrandan aún más. Ella vuelve a hablar.     
            - No puedo moverme, no tengo fuerzas. Dame algo de comer.

            El continúa inmóvil, como ausente. Tal vez sea un estúpido, o un loco.     
            - Por favor, hace siete días que no como. Me muero de hambre.

            Al hablar, casi sin darse cuenta, ella se ha llevado la mano a la boca abierta. El entiende el gesto; sin darle la espalda se aleja, y vuelve trayendo dos grandes pescados asados sobre una hoja de plátano en los que zumban enjambres de moscas. Los pescados están ya fríos y en partes quemados y crudos, y la hoja sucia de otras comidas. No se lo da, sino que lo pone al alcance de su mano, y se sienta a mirarla con fijeza obsesionada. Ella quisiera moverse hasta la sombra, y comer protegida del sol ardoroso, pero no es capaz; con doloroso esfuerzo consigue voltearse sobre un costado y coger la comida. Se la va comiendo así, despedazándola con una mano y la cabeza pegada al suelo. Cuando escupe las espinas se asombra de que ningún perro venga a comérselas: es imposible que un hombre viva solo, sin tan siquiera un perro que espante los tigres y le ayude a cazar; tal vez vendrá luego un bote con su mujer o sus hijos.

            El calor del sol le abrasa en las heridas.     
            - El sol quema.

            Repta sobre el piso hasta llegar a la sombra del techo. Una confortable sensación de frescura la relaja, y vuelve a quedarse dormida.

            La despierta el aguacero del crepúsculo; a su alcance hay frutas, pescado, un totumo lleno de agua, y hasta una cobija mugrosa y maloliente, acartonada de mugre. El negro desgrana maíz y lanza las tusas al fuego, pero al ruido de su movimiento se incorpora para mirarla. Por primera vez se miran sin miedo: ella le sonríe, y el devuelve la sonrisa. Ella come y bebe, y se cubre con la cobija para protegerse del húmedo frío de la noche tropical; tirita con el escalofrío de fiebre.
            - Tú eres bueno conmigo.

            Otra vez ella ha hablado, y es incomprensible para él, pero la sonríe. Ya no la siente como un peligro, sino como un animalito tierno que le hace compañía y debe de cuidar; aún no sabe que es una persona como él, un ser de su misma especie, con su misma soledad y necesitado de aprecio y ternura, pero ya se siente ligado a esa hembra misteriosa. Hay dos recuerdos que quieren aflorar a su consciencia: un niño jugando a las cosquillas con su madre, y una cueriza a traición por no limpiar el colino; aún son sombras, pero van a volver, y cambiarán su vida.

            El primero se manifestó en la mañana del día siguiente: una temerosa inquietud le asaltó al despertar, y fue aumentando en el rito cotidiano de asar el pescado nuestro de cada día. Miró con desolación a la india aún dormida, sintiendo que no quería separarse de esa hembra, fuera ella lo que fuera; pero cuando despertó no pudo resistir más, y habló.      
            - Voy a limpiar el colino.

            Lo dijo con voz ronca, y le costó un gran esfuerzo pronunciarlas, porque eran las primeras palabras que decía en muchos años; las dijo sin recordar su sentido, como una fórmula mágica para aplacar esa sombra negra que crecía dentro de él; luego se puso unos agujereados pantalones, porque en realidad iba a cortar piña y caña, y se fue en el bote.

            La india quedó tan sorprendida al oírle hablar que fue ella la que lo miró nuevamente como a un ser nuevo y extraño; no pudo sin embargo entender lo que dijo, y en la debilidad en que se encontraba solo acertó a comprender que el negro no era mudo como había supuesto ante su silencio inquisitivo. Al verse sola sintió al mismo tiempo pena y alivio; desayunó los dos inevitables pescados asados, tan parecidos que le parecía estar comiendo siempre los mismos; luego eligió una espina larga y puntiaguda, y comenzó una tarea urgente: hurgaba las galerías de las noches, hasta sacar la larva ensartada; rasgaba la piel tensa que cubría los bultos ardientes donde los insectos sacaban de los huevos sus largas patas; en el fondo de huecos purulentos perseguía las larvas de las avispas que la comían lentamente; drenaba el caldo podrido en que crecían las moscas verdes y los escarabajos necrófagos; entre la piel ensartó incontables niguas, hasta que limpió manos, piernas, senos, tripa, hombros. Fue una tarea agotadora, hecha de constancia dolorosa y gritos contenidos; varias veces se mareó, porque aún estaba débil, y una vez que se acercó al agua para orinar estuvo a punto de caer para siempre en ella; pero en ninguna de las veces en que clavó la espina en la carne le tembló el pulso.

            Se asustó cuando el negro volvió, apenas al mediodía, y se cubrió las piernas y el sexo con la cobija, temblando de  miedo, porque el hombre estaba desnudo, cubierto de sangre de los pies a las espaldas, y traía el pene rígido y enorme. La  india no podía dejar de mirarlo, porque ningún hombre se había mostrado nunca así ante ella, pero él no pareció reparar en ello. Tranquilamente sacó del bote un marrano macheteado, partió la carne en lonchas largas que colgó en la casa, arrojó al agua las tiras azulosas de las tripas, y comenzó a llenar una olla grasienta y manchada de hollín con los riñones, el corazón, los pulmones, el hígado, y la cabeza partida en pedazos, tal como lo hiciera su padre en un tiempo remoto. Cuando la olla estuvo al fuego se metió en el agua y se restregó con arena para librarse de los enjambres de moscas y la sangre secándose encima. Cuando salió su pene estaba nuevamente en reposo, como el de un niño desvalido; se acercó a la india con sonrisa satisfecha, y le ofreció con un ademán amplio el bote lleno de fruta y la carne sangrante. Ella le miró con ojos interrogativos, y él la señalo a ella, y mimó el gesto de  masticar. Se quedó mirándola, como esperando una res­puesta, hasta que ella dijo en su lengua.     
            - Comida, ¿Para mí?

            El repitió lentamente.     
            - Co-mi-da-pa-ra-mi.

            Ella le sonrió, señaló el pescado polvoriento, la carne vieja y la sangrante, el maíz que empequeñecía el tambo, y repitió cada vez:     
            - Comida, comida, comida.

            El hombre como un eco:     
            - Co-mi-da-co-mi-da-

            Se puso en pie de un salto, loco de alegría, como un niño que encuentra un tesoro. Volvió a gritar:     
            - Comidacomidacomida

            Comenzó a vaciar el bote, colocando en el borde de la casa piñas chorreando su jugo agridulce, gritando entre carcajadas:
            - COMIDACOMIDACOMIDACOMIDA

            Amontonaba una pirámide de guayabas olorosas y reía:
            - Comida, comida, comida.

            Traía los caimitos manchosos, el oro de los bana­nos, los aguacates de mantequilla:
            - Comida, comida, comida.

            Las guanábanas reventaban su carne blanca, las guamas de algodón dulce, destilaba miel el cacao, miraban los cocos con sus ojos negros,
            - Comida, comida, comida.

            Se aplastaban de su propio peso las papayas enormes, rodaban las granadillas y las badeas, se desgajaban los marañones, los mamoncillos en sus racimos, relucían los mangos, esparcían pelusa los lulos, se anudaban las algarrobas, caían las naranjas arrugadas, las curubas, los nísperos, las pomas, los madroños, los limones olorosos, los milpesos lechosos,
            - Comida, comida, comida, comida, comida, comida.

            El borde estaba lleno, y apiló en el suelo cargas de cañadulce, de yuca, de plátano verde, guineos, primitivos, mazorcas tiernas de maíz niño, zapotes y zapallos,
            - Comida, comida, comida, comida, comida.

            Era la lengua de la india, no la de los blancos dueños de sus abuelos esclavos, una lengua tan nueva para él como lo fue la de los blancos para sus abuelos.


            La india enseñaba al negro su lengua arcana y melodiosa. El negro aprendía palabras, y recordaba ideas. Con la primera palabra aprendida había aceptado esa hembra de especie desconocida como un ser humano, y esa compañía le hacía feliz, aunque hasta ese momento la soledad le parecía el estado perfecto del hombre; era el recuerdo de un niño jugando con su madre que iba aflorando.

            Cuando la india, incapaz de limpiarse de larvas y gusanos la espalda le tendió la espina ensangrentada, y él tuvo que posar sus dedos sobre aquella carne madura, suave y tersa, una sensación desconocida le estremeció, y retiró la mano como si hubiera tocado una brasa. Ella lo sintió, y se estremeció también; dudó un instante antes de tomarle la mano y volvérsela a colocar en la espalda sufriente. Unidos de las manos ella lo miró a los ojos, pero los de él estaban ya en la espalda, fascinados por la trompa peluda de una nuche que desaparecía y aparecía para respirar. La ensartó con un aguijonazo preciso, y la mostró a la india satisfecho; la india le sonrió, y él prosiguió la cacería de formas informes, larvas viscosas, huevos eclosionando, niguas en sus bolsas de piel. Concentrado infantilmente en su tarea se olvidaba de la hembra ante él, sus senos bulbulares, su pubis desnudo; terminó con el sol bajo, y se puso a comer ávidamente mientras la india sacaba fuerzas para bañar su cuerpo dolorido con lentitud meticulosa. Al subir a la casa encontró al negro dormido, allí mismo donde ellos habían estado; vaciló un instante, recogió la protección de la cobija mugrosa, y se tendió a dormir en el rincón más alejado que encontró: el mismo donde el negro había espiado su sueño.

            La despertó el borbotear de un guisote monstruoso, la olla gigantesca en ebullición. Silenciosamente comenzó a recoger los trastos sucios para lavarlos antes de desayunar; se reincorporaba con eso a la sociedad y sus obligaciones. Ollas, platos, panas, cubiertos, bateas, todo estaba cubierto de suciedad secular, usado y vuelto a usar sin haber sido lavado nunca; sobre un montón de pescado momificado encontró un plato sucio, a punto de caerse, con la cuchara pegada al borde; los desperdicios del fondo se habían rajado y alabeado como barro al sol; lo raspó en el agua asombrada de la dureza cortante y frágil de las cáscaras de desechos; sin saber que ese plato había sido dejado descuidadamente para un momento por un hombre que partía hacia la muerte, y había permanecido allí años y años, con la cuchara en la misma posición y el mismo inestable equilibrio. Para limpiarlo tuvo que usar la punta afilada de un machete. La tarea cotidiana, tantas veces realizada la fue dando una sensación de seguridad. Ubicándola en su nuevo ambiente. Cuando el hombre partió tras de la primera  comida pantagruélica del día, ella siguió arreglando la casa. Ahora, que se sentía responsable de ella, tomaba conciencia de su desorden caótico: las ropas se revolvían entre herramientas oxidadas y sucias de tierra, o tiradas sobre el pescado; al caminar estorbaban pedazos de carne caídos del techo, sin que nadie se hubiera cuidado de volverlos a colgar; entre montones de panochas de maíz encontró cubiertos con las puntas dobladas y casi inservibles; metida entre las hojas del techo vio una rula enorme, de la que colgaba un candil aún con querosén. En las cachas alguien había gravado dificultosamente: "Elombre". Ella sabía leer y leyó los sonidos sin entender su sentido, porque los indios usan de las letras de los blancos para escribir su propio idioma, pensando que era el nombre del dueño. Cuando el negro volvió comenzó a llamarlo "Elombre", y el negro aceptó el nombre que le transformaba definitivamente en su padre, no sólo para él mismo, sino para todos los hombres de la zona. En el fondo de un canasto encontró ropa de niño, y la lavó a pesar de su inutilidad; lavó luego la ropa del hombre que estaba desperdigada por cualquier lado, las cobijas acartonadas de sudor y mugre, hasta dejar convertida la arena de la playita en un mosaico de colores. Cuando el hombre volvió, desnudo y con una tortuga en la mano, miró asombrado la ropa tendida, pero caminó sobre ella en línea recta hacia la casa. Sin comprender, la india miraba y callaba.

            La insistencia con que el hombre desnudo miraba  su sexo rosado la devolvió la conciencia de su desnudez.

            Tímidamente tomó una deforme pantaloneta de lana que había sido del niño, y se la mostró al hombre.
            - ¿Me la das?

            El hombre miraba y callaba, sin poder entender.     
            - Es muy pequeña para ti, yo estoy desnuda. Dámela.

            Ante el silencio del hombre ella se la pone temerosamente, temiendo una reacción negativa; pero él no la dice nada, parece destensionarse al entender, y luego toma una cobija y se la da también. Ella se ríe, y le da unos pantalones.     
            - Vístete, no es bueno Elombre desnudo.

            Con los pantalones en la mano, él se ríe; le parece ridículo ponerse esa molestia inútil si no va a  cortar caña; pero ella insiste. Casi es ella la que se los pone.     
            - Ponte ropa, ropa.     

            Y el hombre, riendo:     
            - Ropa, ropa, ropa.

            Una rutina apaciguadora comenzó en los días siguientes; tras de la comida de la mañana él parte a cuidar sus tierras. Ella desembaraza el tambo de años de desorden. Se bañan tras la comida de la tarde, dos cuerpos hermosos reluciendo al sol, el negro gigante, bruñido, músculos abultados, tallado en caoba; la india color guayaba, formas redondas, maternales; La vida florece en ellos. Ella se pone su pantaloneta al salir; a él le gusta secarse al sol poniente; ella lo mira con disimulo, tan distinta de ella misma, de los hombres de su raza; él no se recata en mirarla, como si observara una flor; no entiende ese sexo misterioso que aparece y desaparece y cambia a cada posición, ni comprende los pechos femeninos, con el rosado pezón que se contrae y se extiende como su propio pene. Se los señala:     
            - Grandes.

            Es una palabra recién aprendida; el tiempo es denso, nuevo y fértil.

             Ella lo mira seriamente. Triste.     
            - Algún día daré de mamar a mi hijo.

            Son palabras nuevas que él no entiende; se siente reñido. Vuelve a señalar los senos.     
-  ¿Bueno?-.     

            Otra palabra nueva.

            Nunca ella se había preguntado eso: Sus senos, su vientre, son buenos y parte de la vida, y son buenas sus manos, y sus ojos, y los excrementos que cada noche deposita en el agua.     
            - Si, bueno, todo bueno.

            Ya no se tienen miedo, él confía en ella.     
            - ¿Bueno?

            Ha señalado el sexo oculto, plegado entre las piernas. Ella sonríe. ¿Acaso es diferente de sus manos, de sus ojos, de los dedos de su pie?     
            - Si, bueno, todo bueno.

            Él lo quiere tocar, y ella lo impide. Corre al agua. Él la persigue. Ella le tira agua a los ojos. Ríen; un hombre y una mujer juegan a ser niños. Él la atrapa en la orilla. La pelea es solo un simulacro; los dos cuerpos se entrelazan y se liberan; la hace cosquillas; ella se escurre, se retuerce, es un caimán reptante, una anguila ágil, una cierva huidiza, una boa abrazada, un pájaro libre. Pero él la rodea como una manada de tatauros al acoso, múltiple y multiforme; está sobre ella y bajo ella; con un brazo la levanta y la lanza al agua por encima de su cabeza, pero cuando ella cae él la recoge en sus brazos; cosquillas en los costados, largas, vibrantes, sensitivas, el alma en las manos y la piel, luego en los muslos canela, hasta que ella siente miedo y sale del agua; está agotada, se le enredan los pies en la arena, cae, y al momento él está allí, rígido el pene enorme; se siente vencedor del juego, se arroja junto a ella; una mano se desliza sobre los muslos, entre los muslos. Ya no es un juego, entra en el mis­terio húmedo. La otra moldea la curva suave de sus senos, sus pezones contraídos; tiemblan, gimen, él podría hacerla suya, pero no sabe, y en un espasmo se arroja sobre ella, la oprime con sus brazos de boa, la zarandea, se pone rígido, curvado sobre ella, toda la fuerza presionando sobre el vientre femenino, un solo punto de contacto en el pene ardiente; el hombre abre la boca y se eterniza en un grito silencioso. La mujer mira asustada su vientre lleno de semen blanco, corre al agua a lavarse.     
            - No, no, no bueno.

            Él se queda triste, cabizbajo: ella le ha reñido, ha sido malo. Se acuesta en un rincón, lejos de ella. A la mañana siguiente tiene miedo de encontrarse con ella, de mirarla a los ojos. Es ella la que le llama, le sirve el plato humeante, le desenreda el pelo greñudo, acaricia la espalda negra.     
            - No, no malo, bueno. Elombre bueno, bueno.

            Ella tiene los ojos hinchados, se durmió llorando; lloró por su madre y sus hermanos, por su tambo, por su raza, por un indio casi niño que no supo encontrarla. Ha llorado toda la noche, y las lágrimas la han liberado para aceptar su nuevo destino: su indio amante, su familia, su pueblo, su raza, ya no existen. El universo se ha cerrado en torno a ella y el negro. La vida empieza y acaba en ellos, y ya no hay más allá.      

            En el atardecer se bañan juntos. Él no se atreve a acariciarla, a hacerla cosquillas. Al anochecer ella se acuesta humildemente a su lado. Él la abraza, como un milagro nuevamente encontrado, la aprieta contra sí, pecho contra pecho, el pene rígido entre ellos, se bebe su calor y su aliento; ella tiembla en sus manos, sus piernas se entrelazan, se desanudan; le acaricia con las manos, con los muslos, con el pecho, con el vientre; el busca las sensaciones, se restriega contra ella como un tigrillo mimoso, huérfano de piel; busca la conjunción de los cuerpos, la unión sin huecos, sin espacios intermedios, un saliente de él para cada hundimiento de ella. El pene rígido le molesta, aún no conoce su función, y cada vez se llena de más ansiedad, más ardor, de deseos que no sabe cómo disipar, el juego comienza y recomienza, las caricias se intensifican y se alargan, los cuerpos se funden en la inmovilidad, descubren nuevas posibilidades, nuevas tensiones, nuevos descansos tensos, hasta que el sol los mira desde los bordes de las ciénagas y ella siente pudor de  sus tradiciones: el amor florece en la noche. Se deshace nuevamente de él, añade leña a la hoguera, pone la olla; él la mira pensativo, envuelto en la bruma de sus deseos innombrados, en su ansia insatisfecha. El pene rígido le provoca deseos de masturbarse, pero el instinto le avisa que ella lo va a rechazar. Penosamente acepta la realidad: las cosas son como son, el tiempo de los cuerpos ha pasado. Oculta el sexo bajo los pan­talones que ella le tiende, toma el plato; quisiera saber si en la noche ella volverá al juego ardiente junto a él. Pero solo puede esperar, porque no tiene palabras con que pensar su pregunta.

            Todo el día fue para el hombre una larga y tensionante espera; y cuando al anochecer ella nuevamente se tendió junto a él, él la abrazo con una mano, acarició sus muslos de pájaros voladores, sonrió, respiró profundamente, como si soltara una pesada carga, se relajó ante la continuidad del milagro, y se quedó dormido. Ella lo vio relucir bajo la luna llena, sonrió aprisionó la mano encallecida entre sus muslos suaves, se abrazó a él, la cabeza en el hueco de su hombro, y se quedó dormida.

            Se despertaron relajados, reparados en el sueño profundo los dos días sin dormir, con la tranquilidad de saber que cada noche el hombro masculino se ahuecaría para ser almohada de la hembra, y se sonríen con un secreto compartido.

            Cada atardecer comenzaba con el baño el ritual del amor: más ardiente cada noche, más agotador, lleno de una tensión que no saben cómo apaciguar. También cada noche más sabio, más lleno de sensaciones; descubren la caricia de los labios en los labios, la boca por todo el cuerpo. Una noche, vientre contra vientre, sexo contra sexo, el pene sensible descubre una delicia húmeda; la explora con la precisión de una mano, la certidumbre de un ojo. El hombre se adueña de ella, se yergue sobre los codos, sus rodillas separan las de ella; la sensación húmeda crece, cálida,  acogedora, mucosa contra mucosa; hay un pequeño obstáculo dentro de ella, él lo rompe sin darse cuenta; por un momento la piel canela se cubre de sudor; una inspiración profunda, unas gotas de sangre; el hombre se empuja dentro de ella; se abrazan, ruedan sin separarse; su vagina lo acoge, lo cobija, lo acuna; afloja la presión para volverse a hundir con más fuerza en ella; es tan agradable que no puede dejar de repetirlo, más rápido, más fuerte, más rítmico, más profundo. De pronto los dos gritan, y el grito prolongado cruza los bordes de la ciénaga, hace sumergirse a los cocodrilos y llenarse de celo a los jaguares. El hombre se abre en un orgasmo doloroso de tan intenso. Ella le recuesta sobre su pecho. Le acaricia la espalda, le consuela.     
            - Mi hombre, mi hombre negro, mi amante, mi compañero, mi amigo...

            Le muerde suavemente los labios, la barbilla, el hombro. Él siente la música del idioma incomprendido, quiere acariciarla, pero ella lo aprisiona entre sus brazos, le abre la almohada de su hombro, le mece, y él vuelve a ser un niño dormido en el regazo materno.





sábado, 16 de junio de 2018

20-LA INDIA CAMINABA EN BUSCA DE UN LUGAR DONDE MORIR


20-LA INDIA CAMINABA EN BUSCA DE UN LUGAR DONDE MORIR

            Hacía dos días la india caminaba en  busca de un lugar seco y seguro donde morir. Buscando bejucos para amarrar las cargas se alejó del caserío más de lo que solía. Encontró lo que buscaba en el límite donde los hombres estaban desbrozando la selva: en la copa de los grandes árboles caídos, varas y varas de bejucos, brazadas de lianas gruesas y resistentes, raíces de plantas que germinaron en las alturas, y desde allí lanzaron al suelo lejano sus flexibles raíces. La india las elige, y las libera pacientemente en el laberinto de las ramas, enrollándolas en círculos concéntricos. Horas más tarde, cuando las espinas la hayan arrancado hasta la última brizna de ropa, aún conservará uno de ellos anudado a la cintura, como la última de sus posesiones a la que se aferrara para sobrevivir.

            Entre los árboles caídos, el ir y venir de los pies descalzos ha marcado una trocha. Se necesitan muchos días de trabajo, muchas idas y venidas para derribar al suelo esos árboles de madera dura como el hierro y que un hombre no puede abarcar. La trocha ondula, avanza y retrocede, evitando las raíces donde la culebra cuida su camada, las zonas pantanosas donde el detritos fermenta, las espinas escondidas bajo las hojas secas; en la selva, la línea recta no es nunca el camino más corto.

            Lejos del caserío la india camina entre la hierba rala, allí donde hubo una milpa de plátano y maíz, cuando una explosión de colores la detiene, porque en la selva, salvo las escasas orquídeas que florecen en la oscuridad, no hay flores, y el color es la llamada de atención de la serpiente:
          
                "No me pises, porque las dos moriremos".

            Es una coral verde, amarilla y roja, inmóvil al encontrarse con la india. Las dos se observan. Cuando la coral avanza directamente hacía la india, resorteando la cabeza de colmillos enormes, tanteando el aire con la lengua bífida, la india levanta el machete. La coral emite un silbido de amenaza:
                "Apártate o te mataré".

             La vida de la india depende de la precisión con que lance el golpe: si es en el instante preciso, la culebra morirá; si la culebra está demasiado lejos, esquivará el filo, y ya no habrá tiempo de repetir el golpe; si la deja acercarse demasiado, la coral la morderá antes de que la alcance el machete; si el veneno queda entre la carne, llegará al poblado y morirá entre los suyos; si entra en una vena, la descubrirán por la espiral de los gallinazos.

            Pero la coral es una culebra mansa, y a pesar de todas sus bravatas antes de llegar a la india se queda inmóvil, atemorizada. La coral evita la pelea, no es como la mapaná que se esconde en el rastrojo para morder a traición, o la matabogas, que salta desde los árboles; lentamente, de mala gana, se sale del camino despejado, y se aleja hacía un refugio de arbustos espinosos. Nunca va a llegar; en un instante se convierte en una masa negra que gime y se retuerce, mientras las hormigas legionarias la devoran tan rápidamente que la cabeza que se agitaba en el aire es solo un montón de huesos antes de caer, mientras el resto del cuerpo aún intenta avanzar. La excitación de la presa se transmite en ondas concéntricas, y la hierba, las zarzas, los árboles se cubren de negro bajo las oleadas de hormigas carniceras que acuden al festín. Aterrorizada, la india corre y corre, sin saber hacía donde corre. Solo se detiene cuando el cansancio la asfixia.

            ¿En dónde está? Es una zona de penumbra, bajo grandes árboles cubiertos de parásitos; el suelo es un cenagal acuoso donde sus huellas se marcan como pequeños charcos; el aire espeso de mosquitos la enloquece. ¿Cuánto tiempo ha corrido? ¿Una hora, unos minutos apenas? Cuidadosamente retrocede. Si ha corrido en línea recta, si el poblado no ha sido destruido por las hormigas, si las hormigas no la atrapan por el camino, y si encuentra la quebrada que corre junto al poblado, podrá llegar a su casa por los caminos del agua. Si no...

            Avanza lentamente, con los nervios en tensión, temiendo sentir a cada paso el roce áspero del río de hormigas que sube por sus pies hasta los ojos tiernos y vulnerables. Ella conoce la historia de un hombre que fue atacado por las hormigas legionarias; consiguió escapar tirándose inmediatamente al río; unas horas más tarde el hombre murió porque las hormigas le entraron por los orificios de la nariz y le devoraron los pulmones desde dentro.

            El agua se hace honda y no le deja ver sus huellas. ¿Es posible que haya cruzado esas aguas en que ahora le cuesta andar? Su leve faldita está mojada y llena de barro. Recuerda haber cruzado charcos de pantano; ahora cruza una pequeña ciénaga que no recuerda; cree, sin embargo, ir en la dirección correcta, fiándose de su instinto bajo la arboleda cerrada que el sol nunca atraviesa.

            En el borde del agua, antes de pisar la orilla casi seca, un ruido como de gotas de agua cayendo sobre las hojas la detiene. Un perezoso cubierto de algas, que en su inmovilidad habitual hubiera pasado desapercibido, le llama la atención al agitarse extrañamente. El animal cae pesadamente, y en el suelo se vuelve negro cuando un tejido de hormigas ávidas lo cubre. Resignada, lentamente, la india da media vuelta y vuelve a caminar en el agua.

            En la casa de la ciénaga, bajo la ceiba secular, el joven negro pesca. Es uno de los atardeceres rojizos de la sequía, cuando hasta el nivel de la ciénaga baja, y los pescados suben a las cabeceras de los ríos, a desovar en las aguas frescas y claras. El sol poniente,  sangriento y enorme, suscita una vaga ansiedad en el joven; pero la noche llega definitivamente, sin que nada suceda, en un mundo donde nunca nada sucede.

            En la ciénaga de detrás del pueblo, allí donde hace doce años se internara a la luz de las casas ardiendo un hombre y un niño que nunca iba a  volver, un grupo de negros pesca con sus atarrayas. Las redes caen al agua y nunca salen vacías, pero la sal escasea, y se hace difícil conservar el pescado. Hoy y mañana comerán todo el que puedan; cuando la lluvia vuelva a caer cada día y el nivel del agua vuelva a subir, el pescado se irá, y ellos se sentarán en las puertas de sus casas a ver correr el río y la vida, y a aguantar hambre. El nuevo poblado es más grande y está más cercano al caño que aquél con el que terminó La Violencia. Del viejo aún se reconocen desde el río casas que quedaron en pie y se transformaron en cúbicos montones de epifitas, trepadoras y bromeliáceas. Los más valientes han entrado durante el día allí, cuando el sol brillante aleja sus miedos, y han encontrado panas, machetes oxidados, un arete de mujer, montones de huesos verdosos; recuerdos de personas que allí vivieron, amaron y trabajaron, y cuya vida se terminó bruscamente, sin tiempo de bajar del fuego la olla que ya humeaba, de despedirse con un "te quiero", y se quedaron tendidos en la calle, muertos para toda la eternidad.

            En los trópicos el sol se pone, y la noche llega bruscamente, sin crepúsculos. Los pescadores extienden sus atarrayas a secar, y sus mujeres cortan el pescado para darle sal; en la ciénaga el joven añade dos gruesos troncos al fuego para irse a dormir, y la india mira con desconsuelo el suelo fangoso en el que a cada  paso los pies se siguen hundiendo sin encontrar fondo, y el aire hirviente de mosquitos, y sigue andando lentamente, definitivamente perdida, en busca de un lugar seco y sin hormigas en el que tenderse a morir.

            Los indios buscaron a la joven durante cinco días, recorriendo incansables, trochas, quebradas, y las orillas de los ríos. Cuando perdieron la esperanza de  hallarla viva siguieron buscando para encontrar su cadáver y enterrarle con una estaca clavada en el co­razón, para que no se convirtiera en un muán que arrebatara a sus hijos desde las sombras densas de la luna llena; encontraron largas tiras de vértebras de culebras devoradas, caparazones de tortugas en cuyo interior sonaban maracas de huesos, y esqueletos de monos que subieron a árboles aislados sin saber en qué terrible trampa caían, y ante los que les parecía estar viendo los restos atormentados de un niño. A los cinco días volvieron con pajuís y venados cazados, y un bagre inmenso que la sequía atrapó en un charco de agua, pero con la terrible convicción de que la indiecita había sido devorada por las hormigas. Todavía un adolescente indio, casi un niño que aún se estaba preparando para los ritos de iniciación a la pubertad, siguió buscando durante dos días más, y regresó con lo único que quedó de ella; un trozo de la tela roja de su "antea" que quedó enganchada en una zarza, y un círculo de bejucos.

     Más allá de los límites de la resistencia humana, la india seguía avanzando. Cruzaba una zona de agua que llegaba a la cintura, cubierta de una espesa nata verde, sintiendo en las piernas los aguijonazos de las larvas de caracol que le penetraban en la sangre. Cada  movimiento provoca olas que avanzan lentamente, perdiéndose en el horizonte monótonamente verde y gelatinoso. La luz del espacio sin árboles disminuye los mosquitos. Y el aire es ahora el soporte de escarabajos de patas ásperas cuya picadura arde. La india intenta oxearlos de sus espaldas lanzando manotazos de agua que la llenan de algas y gusarapos que se retuercen; los escarabajos, tenazmente aferrados, no levantan el vuelo hasta que acaban de depositar en un hueco sangrante su puesta de larvas carniceras.


            ¿Cuánto hace que camina en el agua? Esta luna que está alta ¿Ha perdurado de la noche, o es otra noche que se avecina? La piel está arrugada, y las piernas hinchadas sienten calambres dolorosos. No sabe cuánto tiempo hace que camina, pero sigue avanzando hacia ese horizonte inmutablemente lejano, porque después de siglos de sobrevivir todas las injusticias, arrojados mil veces de sus tierras, explotados por los blancos y sus leyes, robados por los negros, asesinados por las serpientes y el ejército, diezmados por el paludismo, su raza vive por un instinto más fuerte que cualquier razón.


            En la noche el agua fue bajando insensiblemente, y al amanecer fue llegando a un terreno lodoso, plegado de candelilla, con cañales y palmas zanconas, en donde los tapires y los pecaris habían abierto agujeros transitables. La india los siguió gateando, evitando el menor roce con esa vegetación infectada después de que uno de los parásitos le dejara en el cuello la intensa y prolongada quemadura de su picada; pese a sus cuidados otros dos más le picaron junto a las clavículas con su fuego imposible de soportar; ella no gritó, no alteró sus pasos cansinos, apenas respiró más anhelantemente, y siguió caminando hasta encontrar otra vez el suelo seco y los árboles altos que hacen umbría la selva. Eligió uno al que un balazo rodeaba por completo, y formaba con sus raíces parásitas escalones en el tronco y un cálido nido en la horquilla. Subió a él animada no ya por la esperanza de sobrevivir, sino de encontrar una muerte tranquila, alegremente entregada a ese sueño pro­fundo del que sabía que nunca iba a despertar.

            Un olor fuera de lugar la fue llamando desde el límite de su consciencia; la abría los ojos gozosamente cerrados, despertó su cuerpo a los dolores que el sueño anestesiaba, la revolvía sin poder reconocer ese olor obsesionante que se mezclaba con la podredumbre de la selva y el de sus propias llagas infectadas; brusca­mente lo reconoció, como una conmoción; era el olor del fuego.

            Sus sentidos alerta lo percibían ahora tan claramente que se sintió cocinando en su tambo, entre el olor a carne y pescado, y el del agua corriente y fresca, tan distinto del agua corrompida que acaba de atravesar; las caras sonrientes de sus hermanos de raza le llaman. En un instante las caras desaparecen, pero el olor de agua y comida están allí, acosándola: el descanso le está aún prohibido. Con tristeza se deja resbalar de su confortable nido, y a pesar de la protesta de su cuerpo dolorido siguió caminando hacia los olores del hambre. La esperanza no le ha dado la vida, pero le ha quitado el derecho a una muerte confortable.

            Si la india hubiera sabido que tan difícil iba a ser llegar a ese fuego promisorio, se hubiera dejado morir en su resguardo. La esperanza la llevó hacía adelante, de caída en caída, avanzando sobre las rodillas en los no pudo volver a ponerse de pie, haciendo esfuerzos para no quedarse dormida en cada paso, sin fuerzas para espantar los insectos, insensible a las espinas, a cada momento esperando llegar, y perdiendo la esperanza en cada nueva caída. Cuando el sol iba a caer se acabó la penumbra ardiente de la selva, y el universo se abrió en el espacio luminoso y fresco de una ciénaga de aguas limpias. Lo primero que hizo la india fue beber y beber, reparando el agua pérdida en siete días de caminar sin descanso y la sangre robada por las sanguijuelas y los insectos, o vertida en las heridas de las espinas; luego se adentró en el agua hasta la cintura, y se quitó de encima el barro arcilloso de las caídas; solo entonces, cuando la  mano bajó de la cintura a los muslos sin encontrar su "antea" se dio cuenta de que estaba desnuda, sin que eso la importara, porque en ese momento no podía pensar en ella como mujer, sino como un animal moribundo; su desnudez no era provocación, sino una pequeña parte de su permanente infortunio.

            La ciénaga era espaciosa, salpicada de islas cultivadas que formaban a veces laberintos o enmarcaban pequeñas ciénagas en su interior. El aire era tan cristalino y el agua tan pura, que parecía mentira que existieran allí, entre la humedad ponzoñosa y oscura de la selva. Una isla se destacaba de las demás por ser el soporte de un árbol gigante, tan grande que sus ramas sobresalían a los lados y se reflejaban en el agua. Bajo él, empequeñecido por su tronco enorme, había una casa sin paredes y con el techo de hoja, y junto a ella una columna de humo azul, alzándose vertical en un cielo tan tranquilo que se perdía de vista sin que su inmovilidad se alterara.

            La india gritó en su lengua:     
-   ¡Ayúdenme! ¡Estoy perdida! ¡Vengan por mí!
La ciénaga se tragó su grito.