21-
“ELLO” HA VUELTO
El negro pesca, más por vicio que
por necesidad. El trabajo ha terminado, se ha bañado y está desnudo. Las
escasas ropas que aún posee, herencia del padre que él cree ser, solo las usa
en islas de vegetación peligrosa, desde que las hojas dentadas de un piñal
espeso le causaron en la suave piel del pene una herida dolorosa que tardó en
cicatrizar, porque se abría con cada
nueva erección. Antes de eso vivió desnudo mientras el pantalón y la camisa se
pudrían bajo el aguacero diario del anochecer, en la playa arenosa donde los
dejara ocasionalmente para irse libre a bañar. Cuando se los fue a poner no
solo se cayeron en pedazos de puro podridos, sino que pertenecían a alguien
mucho más pequeño que él, así que allí se quedaron, hasta que adquirieron una
fosforescencia luminosa, y finalmente desaparecieron bajo una capa de hongos
rosados.
En los límites del universo cerrado
de su ciénaga una voz ronca grita y él se queda sobrecogido de terror. Afloran
a su conciencia sensaciones olvidadas de un mundo perdido. Siente el impulso de
correr hacia allá con el bote, y al mismo tiempo de esconderse, de huir, y se
queda temblando ante lo desconocido, incapaz de hacer nada. Desesperadamente la
voz vuelve a pedir ayuda, con largos aullidos desesperados y tristes. El oye
sin poder moverse; es el final de su mundo, el término de un tiempo; la tierra
tiembla bajo sus pies. El sol se pone. Lentamente guarda la caña, recoge sus
pescados y pone los cuatro más grandes a asar al fuego: cuatro, como cuando el
padre estaba. Pero no se queda como siempre junto a la hoguera, sino que se
retira al rincón más oscuro de la casa, allí donde los ojos blancos de miedo de
la india solo verán los ojos blancos de miedo del negro.
La india esperó impaciente a que
algo sucediera:
"Ya me han oído, están hablando
entre ellos, ya vienen a buscarme".
Pero nada pasó. "Están buscando
los canaletes, miran hacia acá para verme". Agita los brazos para llamar
la atención.
"Ya me han visto, ya vienen
hacia aquí".
Y no ve el más mínimo movimiento.
"Pero allí tiene que haber
gente que cuide el fuego y la casa".
Hasta ella llega el olor del pescado
puesto a asar. Vuelve a gritar en su lengua:
- ¡Vengan por mí! ¡Hace siete días
que camino, y estoy a punto de morir!
Otra vez el silencio, la
inmovilidad, la espera inútil. La delgada columna de humo parece burlarse de
ella. Se va llenando de rabia desalentada, nadie vendrá, nadie le ayudará; ha
caminado desde tan lejos solo para morir allí, a la vista del fuego y entre el
olor a comida. Morir no le da ahora pena, ni miedo, ni tan siquiera el consuelo
del descanso, sino rabia. No, no quiere morir aquí, con el agua en la cintura,
y el olor a pescado metido en las narices. Si la ciénaga no fuera muy honda, si
pudiera caminar hasta una isla, si tal vez encontrara el vado... Pero en unos pasos el agua le llega al
cuello. Vuelve un poco hacia atrás, y camina por la orilla hacia su derecha,
con el agua entre los hombros. El agua la dificulta avanzar, pero en cambio le
da una sensación de ingravidez en sus movimientos. Ya no siente el ardor de las
picaduras, ni hambre, ni cansancio, solo sueño, un sueño que no la deja pensar,
y camina hacia el sol poniente soñando que ya está muerta y aún sigue
caminando. La isla habitada está ahora
más cerca, pero siempre separada de ella por una distancia de agua plana
imposible de salvar. Un brazo de agua que se adentra en la selva la sorprende.
Es tan largo, y la otra orilla se ve tan tentadoramente cerca, que se pone a
nadar para llegar a la otra orilla del estrecho con su pesado chapotear de
indio. Apenas ha dado unas brazadas comprende que nunca va a llegar, que esa
distancia que le pareció pequeña es insalvable para su cuerpo cansado, un
engaño del agua lisa para devorarla; trata de volver hacia atrás, pero el miedo
la paraliza, siente que se hunde, se ahoga, y piensa:
"Hice todo lo que pude.
Ya".
Sus pies se asientan sobre un tronco
hundido en el fondo. Otra vez recupera el aliento, llega a la orilla, y
cansinamente vuelve a caminar.
Una palizada le obstruye el paso
como un obstáculo insalvable; es allí donde el viento arrastra los troncos que
caen a la ciénaga en épocas de tormenta. Los más viejos están en el fondo,
entrapados de agua hasta su corazón vegetal. Otros se apilan sobre ellos, y en
el final del brazo de agua son una montaña, montados unos sobre otros en un
desorden de cataclismo. La india intenta salvar el obstáculo; aparta los que
flotan, tantea con los pies los enterrados en el fango, se para sobre ellos
para pasar; pero sus movimientos son torpes, ralentizados por el cansancio;
resbala y cae. Instintivamente se agarra a una gruesa rama blanca junto a ella;
la fuerza de la caída la desgaja, y se sumerge un instante desesperado antes de
que la rama la saque a flote. Con el último resto de su consciencia se tumba a
horcajadas sobre ella y comienza a
impulsarla con pies y manos hacia el fuego que el crepúsculo oscuro ha
convertido en un sol brillante.
Fue una larga travesía que limpió su
cuerpo, y lo purificó para una nueva vida. Cuando la ramazón encalló en la
playita se puso en pie, soltó el último bejuco que aún llevaba anudado a la
cintura y lo dejó caer en el agua para entrar libre y desnuda en el nuevo mundo
al que llegaba. Su cuerpo volvía a ser pesado a medida que emergía, y apenas
encontró las fuerzas para llegar al borde de la casa y dejarse caer sobre el
piso de palma rajada: era un buen sitio, seco y sin hormigas, y la india se
quedó instantáneamente dormida, gozando de la deliciosa sensación de estar
viva.
La despertó el sol ardiente cayendo
vertical sobre ella, los dolores del cuerpo agotado y la picazón intensa, pero
más que nada el hambre. Abrió con dificultad los ojos que la supuración había
pegado, y observó cuidadosamente todo lo que la rodeaba sin hacer ningún
movimiento que delatara que estaba despierta. La sorprendió el techo oscuro de
cuyas vigas colgaban innumerables tasajos de carne seca y mazorcas de maíz con
los capachos atados de dos en dos, y sartales de pescado seco entre telarañas
llenas de hollín, en una abundancia que su pueblo desconoce. El olor a humo y
pescado asado permanece. Pero junto a ella hay un ser monstruoso; todo en él es
extraño y excesivo: el pelo negro, largo y desordenado, enmarañado y lleno de
ramitas, que le llega hasta los hombros, a pesar de estar rizado como nunca lo
ha visto que ninguna persona lo tenga; los ojos redondos; la nariz aplastada;
la boca grande, de pesada mandíbula cuadrada, con los labios abultados y
morados y dientes anchos; es demasiado musculoso, los brazos son inmensos,
largos y anchos como una boa, y los hombros como ceibas; aunque está sentado se
le ve tan alto que ella piensa que su cabeza apenas le llegará a los masculinos
pezones; dos cosas sobre todo la llenan de terror; su color no es el de los hombres,
sino un negro cárdeno, y un pene enorme, demasiado largo, demasiado ancho,
exhibido en una desnudez absoluta entre las piernas descuidadamente abiertas.
Por momentos teme encontrarse ante un mono enorme; por momentos, ante un diablo
de los que pueblan la oscuridad de la selva. Recordando consejos de las
ancianas comprende que está ante un hombre, pero un hombre negro, y su miedo no
disminuye:
"Ten cuidado con los negros. Son perezosos,
mentirosos y lujuriosos. Roban, violan y matan. Ten cuidado con los
negros".
Pero el negro está ante ella, solo
mirándola, inmóvil, como si llevara así toda la noche.
Y así fue. Desde el oscuro rincón
del miedo la vio en su penoso acercarse, tembló cuando ella pisó la playa, y
creyó morir cuando ella entró en el tambo. Pero nada malo le sucedió, y remotos
recuerdos vivientes volvieron a él: años despertando con la ansiedad de mirar a
un rincón perdido esperando que alguien -¿Quién?-
volviera. Ahora "ello" ha vuelto, y más que del ser que yace
indefenso, con una inmovilidad dura que recuerda la de los pescados cuando se
les saca del agua, siente miedo del tiempo nuevo y fuerte que se acerca.
Tensamente se acerca al misterio; lenta, cautamente, con la huida lista en todo
el cuerpo. Nada sucede, y se acerca un poco más, y nada sucede, y se acerca un
poco más, hasta que está tan cerca que podría tocarla con la punta del machete,
y nada malo sucede.
"Ello" es un ser distinto y extraño, de un color blanco
amarillento, más grande que uno de sus marranos, pero mucho más pequeño que él
mismo.
Sentado e inmóvil observa el laberinto del sexo, sin una brizna de bello
que lo vele, y al principio, comparándolo con el suyo magnífico, lo interpreta
como una carencia, hasta que la flor rosada de unos senos nacientes le indica que
está ante una hembra; nunca ha visto nada parecido, con ese desvaído color de
luna, y ese extraño pelo liso y largo que cuelga como algas de los árboles. Sus
ojos van del sexo misterioso a los pechos, a los ojos alargados, a los brazos
cortos y redondos, a las piernas minúsculas, sin un músculo, y otra vez al sexo
de caracol marino
.
El
tiempo pasa, y el sigue inmóvil, observando con ansia febril, repasando a cada
momento ese cuerpo ya conocido y aún misterioso. Las primeras luces la visten
de sombras, alargan la nariz, dan relieve a los senos y profundidad a la
sorpresa fértil del sexo, y le muestran la miseria de las innumerables heridas
y raspones, los bultos bajo la piel donde crecen los insectos en sus huevos
gelatinosos, los agujeros redondos por donde las nuches enterradas en la carne
sacan su boca para respirar, las galerías de los gusanos, el verde de la
infección, pero es incapaz de hacer algo distinto a observar, incapaz de
moverse; no tomará una iniciativa. Suceda lo que suceda ha de venir ella,
porque él está viciado por años de vida fácil y rutinaria.
Por entre la grieta de sus párpados,
ella ve sus ojos fijos en los suyos. Se pregunta qué hará el negro ahora que ha
descubierto que ella no duerme. Pero el no hace nada, solo mirarla con ojos
asombrados, redondos de miedo; su cara no es la de un hombre dispuesto al mal,
sino la de un niño asustado. Al fin es ella la que habla en su lengua
arcana:
- No me hagas daño.
El negro sigue inmóvil, como si no
hubiera oído, pero sus ojos se agrandan aún más. Ella vuelve a hablar.
- No puedo moverme, no tengo
fuerzas. Dame algo de comer.
El continúa inmóvil, como ausente.
Tal vez sea un estúpido, o un loco.
- Por favor, hace siete días que no
como. Me muero de hambre.
Al hablar, casi sin darse cuenta,
ella se ha llevado la mano a la boca abierta. El entiende el gesto; sin darle
la espalda se aleja, y vuelve trayendo dos grandes pescados asados sobre una
hoja de plátano en los que zumban enjambres de moscas. Los pescados están ya
fríos y en partes quemados y crudos, y la hoja sucia de otras comidas. No se lo
da, sino que lo pone al alcance de su mano, y se sienta a mirarla con fijeza
obsesionada. Ella quisiera moverse hasta la sombra, y comer protegida del sol
ardoroso, pero no es capaz; con doloroso esfuerzo consigue voltearse sobre un
costado y coger la comida. Se la va comiendo así, despedazándola con una mano y
la cabeza pegada al suelo. Cuando escupe las espinas se asombra de que ningún
perro venga a comérselas: es imposible que un hombre viva solo, sin tan
siquiera un perro que espante los tigres y le ayude a cazar; tal vez vendrá
luego un bote con su mujer o sus hijos.
El calor del sol le abrasa en las
heridas.
- El sol quema.
Repta sobre el piso hasta llegar a
la sombra del techo. Una confortable sensación de frescura la relaja, y vuelve
a quedarse dormida.
La despierta el aguacero del
crepúsculo; a su alcance hay frutas, pescado, un totumo lleno de agua, y hasta
una cobija mugrosa y maloliente, acartonada de mugre. El negro desgrana maíz y
lanza las tusas al fuego, pero al ruido de su movimiento se incorpora para
mirarla. Por primera vez se miran sin miedo: ella le sonríe, y el devuelve la
sonrisa. Ella come y bebe, y se cubre con la cobija para protegerse del húmedo
frío de la noche tropical; tirita con el escalofrío de fiebre.
- Tú eres bueno conmigo.
Otra vez ella ha hablado, y es
incomprensible para él, pero la sonríe. Ya no la siente como un peligro, sino
como un animalito tierno que le hace compañía y debe de cuidar; aún no sabe que
es una persona como él, un ser de su misma especie, con su misma soledad y
necesitado de aprecio y ternura, pero ya se siente ligado a esa hembra
misteriosa. Hay dos recuerdos que quieren aflorar a su consciencia: un niño
jugando a las cosquillas con su madre, y una cueriza a traición por no limpiar
el colino; aún son sombras, pero van a volver, y cambiarán su vida.
El primero se manifestó en la mañana
del día siguiente: una temerosa inquietud le asaltó al despertar, y fue
aumentando en el rito cotidiano de asar el pescado nuestro de cada día. Miró
con desolación a la india aún dormida, sintiendo que no quería separarse de esa
hembra, fuera ella lo que fuera; pero cuando despertó no pudo resistir más, y
habló.
- Voy a limpiar el colino.
Lo dijo con voz ronca, y le costó un
gran esfuerzo pronunciarlas, porque eran las primeras palabras que decía en
muchos años; las dijo sin recordar su sentido, como una fórmula mágica para
aplacar esa sombra negra que crecía dentro de él; luego se puso unos
agujereados pantalones, porque en realidad iba a cortar piña y caña, y se fue
en el bote.
La india quedó tan sorprendida al
oírle hablar que fue ella la que lo miró nuevamente como a un ser nuevo y
extraño; no pudo sin embargo entender lo que dijo, y en la debilidad en que se
encontraba solo acertó a comprender que el negro no era mudo como había
supuesto ante su silencio inquisitivo. Al verse sola sintió al mismo tiempo
pena y alivio; desayunó los dos inevitables pescados asados, tan parecidos que
le parecía estar comiendo siempre los mismos; luego eligió una espina larga y
puntiaguda, y comenzó una tarea urgente: hurgaba las galerías de las noches,
hasta sacar la larva ensartada; rasgaba la piel tensa que cubría los bultos
ardientes donde los insectos sacaban de los huevos sus largas patas; en el
fondo de huecos purulentos perseguía las larvas de las avispas que la comían
lentamente; drenaba el caldo podrido en que crecían las moscas verdes y los
escarabajos necrófagos; entre la piel ensartó incontables niguas, hasta que
limpió manos, piernas, senos, tripa, hombros. Fue una tarea agotadora, hecha de
constancia dolorosa y gritos contenidos; varias veces se mareó, porque aún
estaba débil, y una vez que se acercó al agua para orinar estuvo a punto de
caer para siempre en ella; pero en ninguna de las veces en que clavó la espina
en la carne le tembló el pulso.
Se asustó cuando el negro volvió,
apenas al mediodía, y se cubrió las piernas y el sexo con la cobija, temblando de miedo, porque el hombre estaba desnudo,
cubierto de sangre de los pies a las espaldas, y traía el pene rígido y enorme.
La india no podía dejar de mirarlo,
porque ningún hombre se había mostrado nunca así ante ella, pero él no pareció
reparar en ello. Tranquilamente sacó del bote un marrano macheteado, partió la
carne en lonchas largas que colgó en la casa, arrojó al agua las tiras azulosas
de las tripas, y comenzó a llenar una olla grasienta y manchada de hollín con
los riñones, el corazón, los pulmones, el hígado, y la cabeza partida en
pedazos, tal como lo hiciera su padre en un tiempo remoto. Cuando la olla
estuvo al fuego se metió en el agua y se restregó con arena para librarse de
los enjambres de moscas y la sangre secándose encima. Cuando salió su pene
estaba nuevamente en reposo, como el de un niño desvalido; se acercó a la india
con sonrisa satisfecha, y le ofreció con un ademán amplio el bote lleno de
fruta y la carne sangrante. Ella le miró con ojos interrogativos, y él la
señalo a ella, y mimó el gesto de
masticar. Se quedó mirándola, como esperando una respuesta, hasta que
ella dijo en su lengua.
- Comida, ¿Para mí?
El repitió lentamente.
- Co-mi-da-pa-ra-mi.
Ella le sonrió, señaló el pescado
polvoriento, la carne vieja y la sangrante, el maíz que empequeñecía el tambo,
y repitió cada vez:
- Comida, comida, comida.
El hombre como un eco:
- Co-mi-da-co-mi-da-
Se puso en pie de un salto, loco de
alegría, como un niño que encuentra un tesoro. Volvió a gritar:
- Comidacomidacomida
Comenzó a vaciar el bote, colocando
en el borde de la casa piñas chorreando su jugo agridulce, gritando entre
carcajadas:
- COMIDACOMIDACOMIDACOMIDA
Amontonaba una pirámide de guayabas
olorosas y reía:
- Comida, comida, comida.
Traía los caimitos manchosos, el oro
de los bananos, los aguacates de mantequilla:
- Comida, comida, comida.
Las guanábanas reventaban su carne
blanca, las guamas de algodón dulce, destilaba miel el cacao, miraban los cocos
con sus ojos negros,
- Comida, comida, comida.
Se aplastaban de su propio peso las
papayas enormes, rodaban las granadillas y las badeas, se desgajaban los
marañones, los mamoncillos en sus racimos, relucían los mangos, esparcían
pelusa los lulos, se anudaban las algarrobas, caían las naranjas arrugadas, las
curubas, los nísperos, las pomas, los madroños, los limones olorosos, los
milpesos lechosos,
- Comida, comida, comida, comida,
comida, comida.
El borde estaba lleno, y apiló en el
suelo cargas de cañadulce, de yuca, de plátano verde, guineos, primitivos,
mazorcas tiernas de maíz niño, zapotes y zapallos,
- Comida, comida, comida, comida,
comida.
Era la lengua de la india, no la de
los blancos dueños de sus abuelos esclavos, una lengua tan nueva para él como
lo fue la de los blancos para sus abuelos.
La india enseñaba al negro su lengua
arcana y melodiosa. El negro aprendía palabras, y recordaba ideas. Con la
primera palabra aprendida había aceptado esa hembra de especie desconocida como
un ser humano, y esa compañía le hacía feliz, aunque hasta ese momento la
soledad le parecía el estado perfecto del hombre; era el recuerdo de un niño
jugando con su madre que iba aflorando.
Cuando la india, incapaz de
limpiarse de larvas y gusanos la espalda le tendió la espina ensangrentada, y
él tuvo que posar sus dedos sobre aquella carne madura, suave y tersa, una
sensación desconocida le estremeció, y retiró la mano como si hubiera tocado
una brasa. Ella lo sintió, y se estremeció también; dudó un instante antes de
tomarle la mano y volvérsela a colocar en la espalda sufriente. Unidos de las
manos ella lo miró a los ojos, pero los de él estaban ya en la espalda,
fascinados por la trompa peluda de una nuche que desaparecía y aparecía para
respirar. La ensartó con un aguijonazo preciso, y la mostró a la india
satisfecho; la india le sonrió, y él prosiguió la cacería de formas informes,
larvas viscosas, huevos eclosionando, niguas en sus bolsas de piel. Concentrado
infantilmente en su tarea se olvidaba de la hembra ante él, sus senos
bulbulares, su pubis desnudo; terminó con el sol bajo, y se puso a comer
ávidamente mientras la india sacaba fuerzas para bañar su cuerpo dolorido con
lentitud meticulosa. Al subir a la casa encontró al negro dormido, allí mismo
donde ellos habían estado; vaciló un instante, recogió la protección de la
cobija mugrosa, y se tendió a dormir en el rincón más alejado que encontró: el mismo
donde el negro había espiado su sueño.
La despertó el borbotear de un
guisote monstruoso, la olla gigantesca en ebullición. Silenciosamente comenzó a
recoger los trastos sucios para lavarlos antes de desayunar; se reincorporaba
con eso a la sociedad y sus obligaciones. Ollas, platos, panas, cubiertos,
bateas, todo estaba cubierto de suciedad secular, usado y vuelto a usar sin
haber sido lavado nunca; sobre un montón de pescado momificado encontró un
plato sucio, a punto de caerse, con la cuchara pegada al borde; los
desperdicios del fondo se habían rajado y alabeado como barro al sol; lo raspó
en el agua asombrada de la dureza cortante y frágil de las cáscaras de
desechos; sin saber que ese plato había sido dejado descuidadamente para un
momento por un hombre que partía hacia la muerte, y había permanecido allí años
y años, con la cuchara en la misma posición y el mismo inestable equilibrio.
Para limpiarlo tuvo que usar la punta afilada de un machete. La tarea
cotidiana, tantas veces realizada la fue dando una sensación de seguridad.
Ubicándola en su nuevo ambiente. Cuando el hombre partió tras de la
primera comida pantagruélica del día,
ella siguió arreglando la casa. Ahora, que se sentía responsable de ella, tomaba
conciencia de su desorden caótico: las ropas se revolvían entre herramientas
oxidadas y sucias de tierra, o tiradas sobre el pescado; al caminar estorbaban
pedazos de carne caídos del techo, sin que nadie se hubiera cuidado de
volverlos a colgar; entre montones de panochas de maíz encontró cubiertos con
las puntas dobladas y casi inservibles; metida entre las hojas del techo vio
una rula enorme, de la que colgaba un candil aún con querosén. En las cachas
alguien había gravado dificultosamente: "Elombre". Ella sabía leer y
leyó los sonidos sin entender su sentido, porque los indios usan de las letras
de los blancos para escribir su propio idioma, pensando que era el nombre del
dueño. Cuando el negro volvió comenzó a llamarlo "Elombre", y el
negro aceptó el nombre que le transformaba definitivamente en su padre, no sólo
para él mismo, sino para todos los hombres de la zona. En el fondo de un
canasto encontró ropa de niño, y la lavó a pesar de su inutilidad; lavó luego
la ropa del hombre que estaba desperdigada por cualquier lado, las cobijas acartonadas
de sudor y mugre, hasta dejar convertida la arena de la playita en un mosaico
de colores. Cuando el hombre volvió, desnudo y con una tortuga en la mano, miró
asombrado la ropa tendida, pero caminó sobre ella en línea recta hacia la casa.
Sin comprender, la india miraba y callaba.
La insistencia con que el hombre
desnudo miraba su sexo rosado la
devolvió la conciencia de su desnudez.
Tímidamente tomó una deforme
pantaloneta de lana que había sido del niño, y se la mostró al hombre.
- ¿Me la das?
El hombre miraba y callaba, sin
poder entender.
- Es muy pequeña para ti, yo estoy
desnuda. Dámela.
Ante el silencio del hombre ella se
la pone temerosamente, temiendo una reacción negativa; pero él no la dice nada,
parece destensionarse al entender, y luego toma una cobija y se la da también.
Ella se ríe, y le da unos pantalones.
- Vístete, no es bueno Elombre
desnudo.
Con los pantalones en la mano, él se
ríe; le parece ridículo ponerse esa molestia inútil si no va a cortar caña; pero ella insiste. Casi es ella
la que se los pone.
- Ponte ropa, ropa.
Y el hombre, riendo:
- Ropa, ropa, ropa.
Una rutina apaciguadora comenzó en los días
siguientes; tras de la comida de la mañana él parte a cuidar sus tierras. Ella
desembaraza el tambo de años de desorden. Se bañan tras la comida de la tarde,
dos cuerpos hermosos reluciendo al sol, el negro gigante, bruñido, músculos
abultados, tallado en caoba; la india color guayaba, formas redondas,
maternales; La vida florece en ellos. Ella se pone su pantaloneta al salir; a
él le gusta secarse al sol poniente; ella lo mira con disimulo, tan distinta de
ella misma, de los hombres de su raza; él no se recata en mirarla, como si
observara una flor; no entiende ese sexo misterioso que aparece y desaparece y
cambia a cada posición, ni comprende los pechos femeninos, con el rosado pezón
que se contrae y se extiende como su propio pene. Se los señala:
-
Grandes.
Es
una palabra recién aprendida; el tiempo es denso, nuevo y fértil.
Ella lo mira seriamente. Triste.
- Algún día daré de mamar a mi hijo.
Son palabras nuevas que él no
entiende; se siente reñido. Vuelve a señalar los senos.
- ¿Bueno?-.
Otra palabra nueva.
Nunca ella se había preguntado eso:
Sus senos, su vientre, son buenos y parte de la vida, y son buenas sus manos, y
sus ojos, y los excrementos que cada noche deposita en el agua.
- Si, bueno, todo bueno.
Ya no se tienen miedo, él confía en
ella.
- ¿Bueno?
Ha
señalado el sexo oculto, plegado entre las piernas. Ella sonríe. ¿Acaso es
diferente de sus manos, de sus ojos, de los dedos de su pie?
-
Si, bueno, todo bueno.
Él
lo quiere tocar, y ella lo impide. Corre al agua. Él la persigue. Ella le tira
agua a los ojos. Ríen; un hombre y una mujer juegan a ser niños. Él la atrapa
en la orilla. La pelea es solo un simulacro; los dos cuerpos se entrelazan y se
liberan; la hace cosquillas; ella se escurre, se retuerce, es un caimán
reptante, una anguila ágil, una cierva huidiza, una boa abrazada, un pájaro
libre. Pero él la rodea como una manada de tatauros al acoso, múltiple y
multiforme; está sobre ella y bajo ella; con un brazo la levanta y la lanza al
agua por encima de su cabeza, pero cuando ella cae él la recoge en sus brazos;
cosquillas en los costados, largas, vibrantes, sensitivas, el alma en las manos
y la piel, luego en los muslos canela, hasta que ella siente miedo y sale del
agua; está agotada, se le enredan los pies en la arena, cae, y al momento él
está allí, rígido el pene enorme; se siente vencedor del juego, se arroja junto
a ella; una mano se desliza sobre los muslos, entre los muslos. Ya no es un
juego, entra en el misterio húmedo. La otra moldea la curva suave de sus
senos, sus pezones contraídos; tiemblan, gimen, él podría hacerla suya, pero no
sabe, y en un espasmo se arroja sobre ella, la oprime con sus brazos de boa, la
zarandea, se pone rígido, curvado sobre ella, toda la fuerza presionando sobre
el vientre femenino, un solo punto de contacto en el pene ardiente; el hombre
abre la boca y se eterniza en un grito silencioso. La mujer mira asustada su
vientre lleno de semen blanco, corre al agua a lavarse.
-
No, no, no bueno.
Él se queda triste, cabizbajo: ella
le ha reñido, ha sido malo. Se acuesta en un rincón, lejos de ella. A la mañana
siguiente tiene miedo de encontrarse con ella, de mirarla a los ojos. Es ella
la que le llama, le sirve el plato humeante, le desenreda el pelo greñudo,
acaricia la espalda negra.
- No, no malo, bueno. Elombre bueno,
bueno.
Ella tiene los ojos hinchados, se
durmió llorando; lloró por su madre y sus hermanos, por su tambo, por su raza,
por un indio casi niño que no supo encontrarla. Ha llorado toda la noche, y las
lágrimas la han liberado para aceptar su nuevo destino: su indio amante, su
familia, su pueblo, su raza, ya no existen. El universo se ha cerrado en torno
a ella y el negro. La vida empieza y acaba en ellos, y ya no hay más allá.
En
el atardecer se bañan juntos. Él no se atreve a acariciarla, a hacerla
cosquillas. Al anochecer ella se acuesta humildemente a su lado. Él la abraza,
como un milagro nuevamente encontrado, la aprieta contra sí, pecho contra
pecho, el pene rígido entre ellos, se bebe su calor y su aliento; ella tiembla
en sus manos, sus piernas se entrelazan, se desanudan; le acaricia con las manos,
con los muslos, con el pecho, con el vientre; el busca las sensaciones, se
restriega contra ella como un tigrillo mimoso, huérfano de piel; busca la
conjunción de los cuerpos, la unión sin huecos, sin espacios intermedios, un
saliente de él para cada hundimiento de ella. El pene rígido le molesta, aún no
conoce su función, y cada vez se llena de más ansiedad, más ardor, de deseos
que no sabe cómo disipar, el juego comienza y recomienza, las caricias se
intensifican y se alargan, los cuerpos se funden en la inmovilidad, descubren
nuevas posibilidades, nuevas tensiones, nuevos descansos tensos, hasta que el
sol los mira desde los bordes de las ciénagas y ella siente pudor de sus tradiciones: el amor florece en la noche.
Se deshace nuevamente de él, añade leña a la hoguera, pone la olla; él la mira
pensativo, envuelto en la bruma de sus deseos innombrados, en su ansia
insatisfecha. El pene rígido le provoca deseos de masturbarse, pero el instinto
le avisa que ella lo va a rechazar. Penosamente acepta la realidad: las cosas
son como son, el tiempo de los cuerpos ha pasado. Oculta el sexo bajo los pantalones
que ella le tiende, toma el plato; quisiera saber si en la noche ella volverá
al juego ardiente junto a él. Pero solo puede esperar, porque no tiene palabras
con que pensar su pregunta.
Todo el día fue para el hombre una
larga y tensionante espera; y cuando al anochecer ella nuevamente se tendió
junto a él, él la abrazo con una mano, acarició sus muslos de pájaros
voladores, sonrió, respiró profundamente, como si soltara una pesada carga, se relajó
ante la continuidad del milagro, y se quedó dormido. Ella lo vio relucir bajo
la luna llena, sonrió aprisionó la mano encallecida entre sus muslos suaves, se
abrazó a él, la cabeza en el
hueco de su hombro, y se quedó dormida.
Se
despertaron relajados, reparados en el sueño profundo los dos días sin dormir,
con la tranquilidad de saber que cada noche el hombro masculino se ahuecaría
para ser almohada de la hembra, y se sonríen con un secreto compartido.
Cada
atardecer comenzaba con el baño el ritual del amor: más ardiente cada noche,
más agotador, lleno de una tensión que no saben cómo apaciguar. También cada
noche más sabio, más lleno de sensaciones; descubren la caricia de los labios
en los labios, la boca por todo el cuerpo. Una noche, vientre contra vientre,
sexo contra sexo, el pene sensible descubre una delicia húmeda; la explora con
la precisión de una mano, la certidumbre de un ojo. El hombre se adueña de
ella, se yergue sobre los codos, sus rodillas separan las de ella; la sensación
húmeda crece, cálida, acogedora, mucosa
contra mucosa; hay un pequeño obstáculo dentro de ella, él lo rompe sin darse
cuenta; por un momento la piel canela se cubre de sudor; una inspiración
profunda, unas gotas de sangre; el hombre se empuja dentro de ella; se abrazan,
ruedan sin separarse; su vagina lo acoge, lo cobija, lo acuna; afloja la
presión para volverse a hundir con más fuerza en ella; es tan agradable que no
puede dejar de repetirlo, más rápido, más fuerte, más rítmico, más profundo. De
pronto los dos gritan, y el grito prolongado cruza los bordes de la ciénaga,
hace sumergirse a los cocodrilos y llenarse de celo a los jaguares. El hombre
se abre en un orgasmo doloroso de tan intenso. Ella le recuesta sobre su pecho.
Le acaricia la espalda, le consuela.
-
Mi hombre, mi hombre negro, mi amante, mi compañero, mi amigo...
Le muerde suavemente los labios, la
barbilla, el hombro. Él siente la música del idioma incomprendido, quiere
acariciarla, pero ella lo aprisiona entre sus brazos, le abre la almohada de su
hombro, le mece, y él vuelve a ser un niño dormido en el regazo materno.